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Felonías políticas

Juan Luis Cebrián

Los ciudadanos de la Comunidad de Madrid han sido convocados a las urnas nuevamente, después de la serie de desaguisados a los que la clase política les ha sometido durante el verano. Conviene señalar que no se trata de repetir las elecciones de mayo, sino de realizar unas nuevas, habida cuenta de que del resultado de las primeras no ha surgido un gobierno con mayoría suficiente para desempeñarse en el cargo. No estamos, pues, ante una segunda vuelta de los comicios, sino ante otra consulta que permita -ojalá- salir del callejón en el que les habían metido la espantada de los diputados traidores al PSOE y las subsiguientes reacciones a su actitud. La escapada tragicómica del señor Tamayo y la señora Sáez, como la defección desleal de un puñado de concejales marbellíes, han servido para poner de relieve severas carencias de la política municipal en nuestro país, al tiempo que lograron enfatizar la falta de cultura democrática de los dirigentes de los partidos. La democracia, en palabras de Norberto Bobbio, además de buenas leyes, necesita buenas costumbres, y me temo que andamos más bien escasos de ambas cosas.

La Comunidad de Madrid alberga cerca de seis millones de habitantes -más que algunos estados de la Unión Europea o de los candidatos a su ampliación- con un nivel de renta per cápita superior a la mayoría de los países de la Tierra, tiene un PIB más grande que el de muchas naciones y un presupuesto público de 12.500 millones de euros anuales -el doble del de la Comunidad Autónoma Vasca y tres cuartas partes del de Cataluña-. O sea, que ni la composición de su gobierno ni el funcionamiento de su Parlamento o Asamblea resultan cosa menor. Pero el tratamiento de la actual crisis y las múltiples reacciones que ha sugerido ponen de relieve que para algunos líderes, y quizás también para no pocos electores, los aspectos saineteros de la cuestión priman frente a cualquier reflexión honesta sobre la forma de obtener y ejercer el poder y la de administrar el dinero de los contribuyentes.

Confieso mi perplejidad y mi desasosiego, coincidentes con los de muchos ciudadanos, por las abundadísimas declaraciones que se han hecho, incluidas las que se vertieron en la comisión investigadora del Parlamento madrileño, en torno a lo sucedido y a los remedios adecuados para corregir la situación. Conviene, primero, puntualizar que los escándalos urbanísticos no son patrimonio o símbolo de la ideología de nadie. Desde hace décadas, los ayuntamientos españoles vienen cubriendo su déficit presupuestario mediante la recalificación de suelo rústico o industrial en urbano. Les ha resultado una manera fácil y rápida de allegar recursos sin necesidad de establecer tasas o impuestos impopulares. El problema no es tanto que existan especuladores como que el sistema en sí mismo se basa en la especulación, de la que se lucran lo mismo individuos particulares que organismos públicos. El boom económico ha favorecido la rápida acumulación de riquezas mediante un método definitivamente perverso que, inevitablemente, ha generado no pocas corrupciones. Negar la inexistencia de tramas inmobiliarias -como hace el PP- o proclamar que dichas tramas sólo se nutren de conspiradores de la derecha -según insisten PSOE e IU- es tan ridículo como increíble. Por lo demás, cualquier español que haya adquirido o enajenado una vivienda en las últimas décadas conoce de primera mano el andamiaje de dinero negro, plusvalías inconfesadas y defraudación fiscal que subyacen a muchas transacciones inmobiliarias: un entramado del que el ciudadano de a pie es, con frecuencia, a la vez víctima y cómplice. Esto no ha de exonerar a quienes sean pillados in fraganti por la comisión de tales hechos, ni justifica para nada las peculiares actividades del señor Romero de Tejada y sus amigos, pero debe servir para enmarcar la cuestión que nos ocupa en un panorama de sinceridad política que, desde luego, se echa de menos.

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Al margen de las trifulcas inmobiliarias, y por mucho que éstas se hallen en la base del problema, llama la atención que los partidos políticos no hayan querido aprovechar el envite para reflexionar sobre las serias interrogantes que el actual método de representación electoral comporta y las necesidades objetivas de la democracia, cualquiera que sea quien ostente finalmente el poder. Porque los ciudadanos se escandalizan no tanto de que existan diputados corruptos, sino de las dificultades del sistema para expulsarlos de su seno, y de las peripecias más que surrealistas de sus representantes a la hora de afrontar situaciones como ésta. Comisiones de investigación que no investigan, fiscales que no acusan, políticos más preocupados por insultar al oponente que por explicar sus propuestas, hubieran sido ocasión suficiente para cuestionarse -siquiera desde el punto de vista teórico- por un sistema electoral de listas cerradas y bloqueadas que facilita la inclusión en ellas de personajes patéticos, al hilo del clientelismo de los partidos y la facundia de sus dirigentes, hurtando a los electores la posibilidad de discriminar en su elección los tontos de los listos, los justos de los pecadores, los capaces de los estúpidos, independientemente de su ideología, sexo, religión o raza. Salvo en los territorios que albergan formaciones independentistas, es tan grande el distanciamiento de quienes se acercan a las urnas respecto a aquellos que salen elegidos que el sufragio se ejerce por mor de supuestas afinidades ideológicas o en un inconmensurable acto de fe respecto a las cúpulas partidarias que, tal y como están los tiempos, no resulta nada recomendable. De modo que los electores madrileños han visto depositado democráticamente su futuro en las manos de un par de pícaros que nadie conocía hasta su desplante, mientras que asistían atónitos a un debate en el que se hablaba de todo -desde con quién cena el señor Zapatero hasta el recuerdo impertinente de la checa de Fomento- menos de lo que a los madrileños interesa: quién y cómo les va a gobernar, en defensa de sus legítimos intereses. (Por cierto, conviene aclararles a las nuevas generaciones que una checa, en este caso, no es una ciudadana de Chequia, sino un lugar de interrogatorio bajo tortura que recibió el nombre de la antigua policía secreta soviética).

Los sucesos municipales de este verano, vísperas del veinticinco aniversario de la Constitución, podían haber servido para una meditación sobre lo que algunos llaman la "calidad de nuestra democracia" y que no se refiere sino a la pervivencia o no entre nosotros de una cultura auténticamente democrática, o sea, ese elenco de costumbres que son necesarias para que la cosa funcione. La falta de tradición a este respecto, y la obsesión de que sólo las leyes bastan para garantizar su ejercicio, sinnecesidad de que esas leyes se sustenten sobre un consenso social amplio, compuesto por valores muy distintos que algunos definen vagamente como las virtudes cívicas, terminarán por provocar una lejanía creciente entre el cuerpo electoral y sus representantes, si no lo han hecho ya. Se ha escrito mucho sobre el desprestigio y el daño que los sucesos de la Asamblea madrileña han generado a la clase política, pero se ha dicho muy poco sobre las soluciones de fondo que existen para evitar que se repitan situaciones similares. Y cuando alguna se sugirió, parecía peor el remedio que la enfermedad. Reconozco que me escandalizaron las propuestas, avaladas por algunos estudiosos de la ciencia política, en el sentido de que en un sistema electoral como el nuestro el escaño debía pertenecer al partido, y no al diputado. El fortalecimiento de las cúpulas partidarias, en un ambiente que prima la autoridad suprema de los líderes frente a la democracia interna de las organizaciones, sólo lograría distanciar aún más y más a los ciudadanos de sus elegidos. Resolver las cuestiones concretas mediante pactos contra el transfuguismo, funcionen o no, tampoco ayudará a dirimir la cuestión de fondo, consistente en por qué los electores tienen que votar a concejales y diputados de los que no saben ni su nombre, pero que han de acabar representándoles en las instituciones y administrando el dinero de sus impuestos.

Éstos son, me parece a mí, los dos asuntos fundamentales que subyacen en los acontecimientos políticos del verano: qué hacemos para financiar a las comunidades locales sin que los alcaldes se vean presas de un sistema básicamente corrupto, como el que ahora existe, y hasta qué punto los dirigentes políticos están dispuestos a abrir un diálogo serio para reformar el método de representación electoral. Naturalmente, un cambio de ese género acabaría con algunas fortunas rápidas y desalojaría del poder a un puñado de paniaguados sin más méritos que la obediencia a su partido y el cabezazo ante el que manda. Pero serviría para que los jóvenes que no conocieron la dictadura, y no comprenden bien la pasión por el voto que padecemos los españoles de más de cincuenta años, se vieran menos empujados a la abstención de lo que son ahora, en un remedo indeseable de esa frase surrealista con que la diputada felona rubricó sus declaraciones ante los representantes del pueblo: "No a todo".

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