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Breve historia de la micropolítica

Frente a la macropolítica, la micropolítica, a partir de las premisas de Mayo del 68. Una reflexión a propósito de la tercera de las exposiciones sobre este tema en Castellón.

José Luis Pardo

Aunque seguramente no fue el primero en utilizar esta expresión, la consagración del término "micropolítica" como consigna y emblema de la revolución de Mayo del 68 se debe a Pierre-Félix Guattari: en su doble condición de psicoanalista y de militante de izquierda involucrado en aquel movimiento, estaba en condiciones inmejorables para captar lo específicamente nuevo del saldo político de la revuelta parisiense. Esta novedad puede describirse como una redefinición del terreno de juego mediante la cual ingresaban en la arena de lo político toda una serie de ámbitos (las relaciones sexuales, familiares, laborales, institucionales, clínicas o escolares) que hasta ese día habían quedado excluidas de ella por su presunta pertenencia a la esfera privada. En la década siguiente, esta aguda percepción de Guattari recibiría una triple confirmación teórica y práctica. En primer lugar, las obras de Michel Foucault Vigilar y castigar y La voluntad de saber elevaron aquella intuición hasta el umbral de la positividad histórica al poner de relieve la constitución, en las sociedades industriales, de toda una serie de microrredes de poder y disciplina que infectaban a la democracia avanzada y que inyectaban un régimen político miniaturizado, hasta entonces invisible, en los confines más íntimos del individuo socialmente forjado.

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En segundo lugar, el propio

Guattari se asoció con otro de los grandes pensadores de la segunda mitad del XX, Gilles Deleuze, para escribir una obra monumental (los dos volúmenes de Capitalismo y esquizofrenia) que canonizaba filosóficamente la micropolítica y esbozaba el programa de una inminente revolución molecular. Finalmente, los movimientos feministas de la época, que llevaban décadas teorizando el carácter de relaciones de dominación de los vínculos supuestamente "privados" entre varones y mujeres, encontraron en el nuevo descubrimiento un apoyo para su convicción de que lo personal es político. Los mismos Deleuze y Foucault figuraron entre los garantes intelectuales de una gran corriente con vocación de multiplicar sus frentes: persuadidos de que la "macropolítica" (la de los parlamentos, los gobiernos, los tribunales y la prensa) carecía de poder real de transformación social, los nuevos militantes optaron por intervenciones "micropolíticas" en las prisiones, en los manicomios, en los hospitales, en las escuelas y en las familias, intervenciones que habían de subvertir en sentido progresista esas instituciones, sin respetar fronteras nacionales. Debido a su radicalidad, estos movimientos llegaron rápidamente a un impasse: como les horrorizaba ser "recuperados" por los mecanismos "revisionistas" de las democracias de masas, no podían presentar programas ni alternativas, y tenían que asegurarse de que sus reivindicaciones no pudieran ser negociadas por ningún gobierno, incorporadas por ningún partido, admitidas por ningún tribunal ni toleradas por ninguna opinión pública. Este fundamentalismo comportó la disolución de aquellos colectivos o, en los casos más lamentables, su complicidad intelectual con la violencia antidemocrática. Pero, bajo esta apariencia de fracaso (¿quién podía imaginar entonces que el fundamentalismo tenía un gran futuro ante sí?) se oculta un éxito posterior, aunque seguramente de signo muy distinto al que imaginaban sus patrocinadores filosóficos.

La revolución del 68 terminó a su pesar siendo "cultural" y originando una nueva constelación intelectual: la izquierda universitaria posmarxista, que compensó la escasez de sus éxitos prácticos con la magnitud de su producción teórica. Desde un primer momento, esta nueva izquierda optó por un modelo de pensamiento aristocrático-estético que, apoyado como estaba en las figuras de Nietzsche y Bataille, compartía con las vanguardias artísticas su capacidad de "escandalizar al burgués" (y al proletario integrado en el "Estado del bienestar") por su absoluta aversión hacia la ética y el derecho. Tal connivencia propició el lento tránsito de los vocabularios técnicos de Deleuze y Guattari (las "máquinas deseantes" o el "nomadismo"), de Foucault (la "microfísica del poder" y la "estética de la existencia"), de Lyotard (los "dispositivos pulsionales" y la "condición posmoderna") o de Derrida al territorio de unas artes que aún se querían subversivas pero que habían sido abandonadas por los "grandes relatos" críticos que antaño sostuvieron su impulso renovador.

Sin embargo, sólo tras su co

lonización del mundo académico estadounidense, en los años ochenta, la micropolítica empezó a nutrir mayoritariamente el discurso teórico de muchos artistas visuales contemporáneos y de sus críticos especializados. El motivo es que, en esa migración transatlántica, la revolución molecular acabó por encontrar una coartada ética, que es la que hoy la legitima socialmente y la etiqueta como "progresista" y democrática, también en el catálogo que acompaña a la muestra que ahora se clausura en el Espai d'Art Contemporani de Castelló (EACC) y que presenta un largo recorrido histórico por el arte contemporáneo acertadamente compilado. Se trata -nadie podría haberlo previsto en 1968- de la doctrina de lo políticamente correcto y del advenimiento de las llamadas políticas de la identidad, que se han convertido a ojos vistas en la ideología de recambio para una izquierda que se quedó huérfana en Bad Godsberg.

¿Quién iba a decirles a aquellos jóvenes alborotadores de Mayo del 68 que, tras un discreto periodo de reclusión universitaria, acabarían imponiéndose en los burós políticos y que su reclamación de lo imposible sería finalmente atendida? Porque una cosa es segura: el argumento es clásico en su apariencia (alude a la justicia social que merecen los menos favorecidos, a la reparación de los daños causados a minorías marginadas, etcétera), pero la situación a la que se aplica es radicalmente no-clásica: este reconocimiento ya no tiene como horizonte la emancipación de los individuos mediante su elevación al plano público de la ciudadanía, sino su repliegue hacia lo que de más incivil hay en ellos (sus servidumbres biológicas, étnicas, lingüísticas, genéricas o culturales), que es precisamente su identidad; y estas identidades que demandan reconocimiento chocan a veces frontalmente con los principios de la democracia. Más que una prolongación del Estado del bienestar, parece que esta micropolítica estética de la diversidad señala el nacimiento de un nuevo Estado del malestar. Pero quizá haya que ser realista e irse acostumbrando a lo imposible: que por estar la política denodadamente ocupada en lo "micro" y en lo privado, lo público se ha convertido en cosa personal y más bien minoritaria.

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