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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Grafitos en el Palau Güell

La planta baja del Palau Güell, obra de Antoni Gaudí, ha sido este verano ultrajada con una invasión de grafitos. Espero que no veremos eternamente expuesta la barbarie de unos artistas que confunden lo popular con la ausencia de cultura y de civismo.

Siempre me ha alarmado la condescendencia con que algunos políticos y algunos intelectuales progresistas han tratado a los grafitistas -herederos insustanciales de unas batallas americanas más auténticas- porque casi siempre se adivina en ello el miedo a desacreditar un fenómeno que se disfraza ahora con falsas afirmaciones sociopolíticas e incluso estéticas. Denunciar abiertamente estas falsedades parece que menoscaba la fachada progresista de los políticos timoratos y los intelectuales oportunistas.

Se supone que los grafitos continúan siendo un acto de agresión contra lo establecido y, por lo tanto, una actitud revolucionaria. En todo caso, sería una revolución populista, que no es exactamente lo que requiere la actual situación política, más reaccionaria que conservadora, tan populista y tan poco cívica como la pretendida revolución. Se trata simplemente de ensuciar el paisaje urbano, borrar -sólo superficialmente- algunas muestras de civilidad dejando muy lejos la auténtica voluntad de cambio, ni que sea de símbolos e identidades. Se trata de una subversión facilona que ahora no tiene ningún derecho a asumir justificaciones revolucionarias, cuando las actuaciones son tan indiscriminadas y cuando no se adivina ningún mensaje concreto. Hay antiguas inscripciones -a veces, por suerte, todavía actuales- que reclamaban abiertamente la amnistía, la libertad, la paz, la justicia, denunciando la corrupción, la falta de democracia o la especulación, que tenían la noble justificación de su escueto contenido, mientras que ahora los grafitos no expresan nada o, solamente, la voluntad de ensuciar superficialmente unos ámbitos urbanos con códigos crípticos y recursos estilísticos manoseados, que no anuncian ni transgresión ni revolución. Son, seguramente, la muestra de aquello a lo que los gobiernos conservadores han logrado reducir los ya escasos ímpetus reivindicativos: con borronear un poco nos sentimos ya justificados, y así apoyamos a los conservadores, que aceptan cambiar la imagen y la superficie a condición de que nada cambie esencialmente. La contrarrevolución.

No toda la campaña de grafitos se localiza en los espacios y los monumentos urbanos. Una buena parte recae en los muros residuales o infraestructurales de los suburbios y la periferia, lo cual, a primera vista, parece una tendencia más civilizada y menos ofensiva. Pero el resultado es peor. En vez de ofender a la ciudad establecida, se ofende el lugar donde viven los que tendrían que reclamar la revolución. Y la ofensa, además, es ineficaz porque se diluye -sin discurso propio- en unos paisajes catastróficos ya asimilados por la segregación urbana. Se empeora la periferia y se anula el posible contenido revolucionario.

Quedaría sólo la justificación artística: el arte es -o ha sido- un instrumento revolucionario. Pero, desgraciadamente, éste no es el caso. El contenido plástico de los grafitos es conservador e incluso reaccionario. Se repiten los mismos gestos y los mismos signos no como un esfuerzo para crear un nuevo estilo, sino como un empeño de uniformidad consentida que no quiere cambiar ni siquiera los hábitos visuales. Un manierismo en el contenido y en la forma.

La gran contradicción aparece cuando los especialistas -y los políticos responsables- se dejan seducir por el grafito y logran, a veces, introducirlo en las colecciones privilegiadas y en los museos o, en algunos casos, organizar incluso extrañas escuelas de aprendizaje. El caso más conocido es el de Keith Haring, del cual se mantuvo durante un tiempo una obra bastante insignificante en los muros del Macba. Más responsables parecen los distintos textos teóricos publicados sobre el fenómeno -por ejemplo, el conocido libro de Norman Mailer o el de Craig Castelman referido casi exclusivamente a los episodios norteamericanos, todavía impregnados de contestación social- porque se centran en el análisis de los grupos sociales, al margen de la calidad artística e incluso de sus posibles contenidos. Y siempre quedan estos interrogantes: ¿por qué esa globalización intercontinental del grafito?, ¿cuáles son las razones que inducen a tantos jóvenes a insistir en los mismos signos, colores, instrumentos, soportes?, ¿por qué los revolucionarios de 1789, de 1848, de 1917 o de 1936 incendiaban iglesias o derribaban palacios y los del final del siglo XX se contentan con la gesticulación del pulverizador? Se han explicado aspectos de esos fenómenos pero sólo sectorialmente, sin justificar la intención revolucionaria: ni social ni estética.

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¿Qué sentido tienen los garabatos de pulverizador en la fachada del Palau Güell, ya tan lejos de los episodios violentos del metro de Nueva York?

Oriol Bohigas es arquitecto.

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