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El imperio "cautivo"

Ahora que el verano se instala en Washington y se acercan las vacaciones anuales del Congreso, ha llegado la hora de que las élites gobernantes de Estados Unidos cojan esos libros pendientes de lectura que han ido apuntando durante todo el año.

Por ello, no es absurdo considerar qué obras sería recomendable que leyera el presidente de EE UU -la persona más poderosa del mundo- en Crawford (Tejas) o en Kennebunkport (Maine) durante las próximas semanas. Recordemos que el pasado verano el presidente Bush dijo que leía el libro Supreme Command, del profesor Elliot Cohen, quien sostiene que los más ilustres dirigentes civiles en periodo de guerra (Lincoln, Clemenceau, Churchill, Ben Gurion) a menudo obtuvieron sus mayores triunfos cuando rechazaron las recomendaciones de cautela de sus generales.

Este año se podría esperar que el presidente, licenciado en Historia por Yale, leyera las obras de políticos del pasado que le aconsejen sobre las estrategias que debe seguir.

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Algunos jefes de empresa piden a sus subordinados que les recomienden títulos interesantes para el verano. Otros directivos tal vez reciban volúmenes promocionales de editoriales o de agentes. Quizá los mejores libros sean aquellos enviados por amigos. Así pues, imaginemos que el primer ministro británico, Tony Blair, decide, con la sabiduría que le caracteriza, proseguir sus delicados esfuerzos para influir en la política de la Casa Blanca y prevenir las manifestaciones más extremas de unilateralismo estadounidense. ¿Qué obra histórica podría resultarle más útil?

Hay muchos candidatos, y creo que ya puedo ver a los lectores de esta columna apresurarse a sugerir tal vez Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, de Edward Gibbon; The Best and the Brightest, de David Halberstam, o la extraordinaria biografía George C. Marshall: Organizer of Victory, escrita por Forrest Pogue. Pero, dado que en este caso el donante es primer ministro de Gran Bretaña, asimismo buen conocedor de la historia de su isla, tanto en el interior como en el extranjero, sugiero que le regale una de las obras sobre la expansión y el mantenimiento del poder internacional más significativas de todos los tiempos.

Mi candidato es un estudio publicado en 1961 por dos profesores de Cambridge, Ronald Robinson y John Gallagher, titulado Africa and the Victorians: The Official Mind of Imperialism. Un libro raro, podrán pensar ustedes. En absoluto. Debería ser de lectura obligatoria no sólo para el presidente, sino especialmente para los miembros del Gobierno Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y Condoleezza Rice, así como para sus asesores, que dirigen EE UU con las actuales políticas cuasi-imperialistas.

El "reparto" británico de África entre 1880 y 1900 fue a menudo descrito por los críticos más encarnizados como una especie de tosco patriotismo, mezclado con el deseo de controlar minerales estratégicos y los mercados extranjeros, de manera muy similar a los ataques que los radicales lanzan hoy en día contra la política estadounidense en Irak. Pero en la obra de Robinson y Gallagher, basada en un exhaustivo estudio sobre archivos confidenciales de las "mentes oficiales" británicas -es decir, sus ministros de Gobierno y otros altos cargos de la Administración- aparece una historia diferente.

No eran personas hambrientas de un imperio en África (los más cínicos de nosotros diríamos que ya habían tenido suficiente con la India y Extremo Oriente, por no mencionar los denominados "dominios"). Les preocupaba que sus fuerzas estuvieran demasiado diseminadas. Constantemente se enfrentaban a dos o tres crisis a la vez: África occidental, Oriente Próximo, Asia Central y sureste asiático. Y había además otra crisis creciente: sus generales y almirantes se quejaban todo el rato de un "exceso de misiones" y de que las fuerzas eran inadecuadas.

Pero siempre resultaba muy difícil establecer una línea. El mayor problema al que se enfrentaron los dirigentes de la segunda mitad de la época victoriana fue lo que Robinson y Gallagher denominaron de forma acertada "fronteras inseguras siempre nuevas". Tras ocupar Egipto en 1882, los británicos percibieron la amenaza de inestabilidad en Sudán, que a su vez tuvieron que dominar; después surgió la posibilidad de que fuerzas extranjeras conquistaran la cabecera del Nilo, lo que, en consecuencia, les llevó a ocupar Uganda. La defensa de la India británica exigió el control de los asuntos políticos de Birmania, Tíbet, Afganistán, Persia y el golfo Pérsico. Tras 40 años observando este proceso de expansión de su perímetro, el sabio lord Balfour (con anterioridad ministro y secretario de Asuntos Exteriores) observó hacia 1918 que algún día las guarniciones británicas tendrían que ocupar las afueras del sur de Moscú para prevenir una posible amenaza en el Himalaya.

Estos políticos eran, por usar otra expresión, "imperialistas reacios", que siempre prometían que sólo entraban en un nuevo territorio para garantizar la estabilidad y la decencia, después de lo cual se retirarían. Pero, sin embargo, entraban.

En unos momentos en los que The Financial Times y The New York Times alientan a EE UU a asumir el liderazgo para estabilizar Liberia, en los que cada vez llegan más noticias sobre un mayor deterioro en Afganistán y cuando continúan los ataques en Irak, este estudio es merecedor de una atenta lectura.

Por supuesto, estos dos casos de una superpotencia atraída hacia un conflicto distante no son idénticos. Como resalta The New York Times, la tan necesaria intervención en Liberia, aunque estuviera dirigida por EE UU, se situaría bajo la autoridad del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (con considerables contingentes africanos). Esto no se diferencia mucho de su actual posición en Afganistán. Pero sí obviamente de la de Irak, al menos desde el punto de vista estructural, ya que el Gobierno estadounidense ejerce allí la autoridad manifiesta, o la falta de ésta. Y tampoco es igual que el imperialismo británico, aunque a algunos intelectuales contemporáneos les gustaría pensar que sí lo es, o que podría llegar a serlo.

Aun así, las diferencias evidentes entre la Gran Bretaña de 1900 y el EE UU de 2000 no habrían confundido a Robinson y a Gallagher. Ambos describían la historia de una potencia mundial, Gran Bretaña, que hace 100 años también hacía malabarismos con todo tipo de influencias: colonias, dominios, protectorados, mandatos, derechos de asentamiento en el exterior y tratados especiales. Aquellos dirigentes se daban cuenta de que la mejor política para Irak en 1919 podía no funcionar en África occidental, en Palestina o en el Caribe (como seguramente ocurre hoy en día en EE UU). No existía un modelo imperial para saber cómo dirigir los acontecimientos en el extranjero, sólo el control del poder.

Lo que más impresionó a los dos historiadores de Cambridge fue la dificultad para salir de una operación en el extranjero una vez introducidos en ella. Por consiguiente, si el presidente Bush no tiene tiempo suficiente para leer todo Africa and the Victorians, él y su equipo deberían leer al menos el capítulo V, inteligentemente titulado 'Gladstone's Bondage in Egypt'

['El cautiverio de Gladstone en Egipto']. Los británicos, gobernados por el primer ministro William Gladstone, creían realmente que se mantendrían en ese país por poco tiempo, para restablecer el orden, acabar con los fundamentalistas islámicos, preparar al Ejército local, fomentar su desarrollo económico y después retirarse. La retirada, anunciaba Gladstone, se produciría "lo antes posible". En realidad se produjo 70 años más tarde. Y aunque nadie esté sugiriendo que ése sea el tiempo que EE UU va a estar implantado en Oriente Próximo, los indicios de que se trata de una gran potencia externa "cautiva" en diferentes partes del planeta crece semana a semana.

Está claro que, a este respecto, la respuesta no es fácil. La retirada inmediata de todos los compromisos y tropas estadounidenses, como sugieren los aislacionistas, sumiría a varios países en el caos y no daría esperanza a países como Liberia. Pero la constante presión para que se aumenten las misiones y para que se realicen nuevas intervenciones tiene que resultar problemática, incluso para los actuales neoconservadores expansionistas.

También debe ser la principal tarea y responsabilidad sobre la mesa del presidente, porque al final es él quien tiene que decidir las prioridades estratégicas y humanitarias. Es él quien tiene que evitar el "cautiverio" del imperio y encontrar formas selectivas de mantener los intereses de EE UU y promover la estabilidad del planeta sin correr el riesgo de asumir la carga excesiva que finalmente erosionó el poder y la resolución de los dirigentes victorianos.

Y, dado que es difícil ver cómo se pueden resolver las crisis actuales sin una labor conjunta y seria de la comunidad internacional, es el presidente quien tiene que conducirnos a una reconciliación con el sistema de Naciones Unidas y a un fortalecimiento del mismo, sin el cual tenemos pocas perspectivas de lograr un orden mundial justo.

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