Sokurov: historia e imaginación
La extrañeza, ese don tolstoiano, prefigura toda la obra de Alexander Sokurov (Podorvikha, Siberia, 1951). Sus filmes son la excepción más personal de la última cinematografía rusa, tras Tarkovski, por su vívida individualidad, por su rigor en la definición del ethos del personaje, héroes épicos encerrados en la jaula moral de su época pero que triunfan sobre las circunstancias. Existe un elemento adicional en su obra que lo relaciona con la pintura, en esa lenta prontitud con que dota a sus protagonistas, despojándolos de lo innecesario, convirtiéndolos en pinturas planas, iconos rusos sobre las ruinas o los laberintos de sus vidas para que avancen a tientas, en una metafórica revisión de sus vidas. Poner a prueba la realidad, pulsión freudiana que guía la última cinematografía de Sokurov, significa para el espectador un nuevo reto pues le coloca ante la mutua soledad, la del autor que ensalza la moral de renuncia de su héroe.
Alexander Sokurov creó la primera película sin montaje -un solo plano continuo de 90 minutos-. Es autor de 23 documentales y 11 películas (The second circle, 1990; Empire, 1986; Sonata para Hitler, 1979-1989; Elegía oriental, 1996; Le rêve d'un soldat, 1995; Spiritual Voices, 1995, entre otras). Laureado y respetado por los jurados más importantes -cabe recordar la aplaudida Russian Ark o su última producción para Cannes, Padre e hijo-, Sokurov es un autor muy controvertido en su país y a menudo censurado. Pero, ante todo, es un contador de historias, que cree que los lenguajes visuales tienen unas fronteras borrosas, demarcaciones espectrales y puntos de fuga que los hacen más fascinantes: largos primeros planos lento sostenuto, figuras aisladas, frente a la ventana que se abre a la libertad (Dolce, 1999, 60 minutos), presas de la muerte o del exilio, siempre al límite de la visibilidad con sus rostros estucados en un azul lechoso, vermeeriano; paisajes detenidos (Elegy of a voyage, 2001, 47 minutos), interiores que se mueven o transigen con los gestos de un ser atormentado; y el destino (Confession, 1998, 4 horas y 20 minutos), con su compulsiva afirmación en un tipo dramático que representa, finalmente, la experiencia de toda una generación, una época, una civilización. Los paisajes son, en su obra, categorías absolutas, y se revelan como fondos profundamente conmovedores, de manera que funcionan también como personajes inconmensurables -un visionario sfumato-. Parecen salidos de la paleta romántica de Friedrich.
El propio Sokurov escribe, filma
en vídeo y monta. Inventa personajes históricos y los coloca en el paisaje de la vida, a merced de los huracanes líricos o de las tormentas dramáticas, como una gran parábola que desborda nuestro lado más sombríamente humano. La travesía por el mar del Norte de un grupo de soldados narrada por el comandante (la película fue rodada antes de la tragedia del Kursk), la vida de la esposa del escritor japonés Toshio Shimao, muerto en 1986, aislada en un villorrio con su hija y con su atormentada existencia; la celebración de la vida de un hombre cuya voluntad acaba triunfando sobre su memoria, que camina entre paisajes helados y brumosos, hasta su incursión en un museo, de noche, rodeado de los maestros holandeses, donde descubre que él podía haber existido como personaje del cuadro, St. Mary Square, pintado por Meter Saenredam en el siglo XVIII... son historias representativas de su vocabulario visual. Los tres filmes se exhiben este mes de julio en la galería Elba Benítez, en un minicine concebido por Eduardo Arroyo-No Mad Arquitectos como un lugar de abandono a la lírica visual. El resumen de sus trabajos se ha podido ver durante el mes de junio en la Filmoteca Española, después de haber viajado por diferentes ciudades norteamericanas (debutó en el MOMA, en 2002).
Documentalismo y ficción. Dos coordenadas que confluyen en el paisaje/representación del mundo de Sokurov. La documentación como soporte objetivo de sensaciones poéticas. La ficción como fórmula para lanzar puentes a la tradición, a su entorno cultural y social. Él rechaza toda etiqueta vanguardista: "Los vanguardistas buscan crear algo nuevo, que empieza con ellos mismos. Mi trabajo viene de la emoción, no veo ninguna tendencia nueva en mi filmografía y no creo que ni siquiera exista objetivamente. Sólo el artista por sí mismo puede ser novedoso. El arte es eterno, nunca es nuevo o viejo. Es como la historia, no hay ni pasado ni futuro, sólo el presente. El propósito del arte es repetir las ideas fundamentales, año tras año, década tras década, siglo tras siglo. Porque la gente olvida".
Tolstói, decíamos, por su extrañeza. Y Chéjov, por su universalidad. La antropología de Sokurov se encuentra definida por lo contingente y lo eterno: los mujiks, los bateleros del Volga, los soldados aprisionados en minúsculos camarotes, con su rutina de vida, arrastrados por la noria de la vida, son también nuestros campesinos, nuestros hermanos. Chéjov es hoy. Y lo comprendemos. Sokurov es de todos y de siempre. También comprendemos que la última salvación está en el fenómeno vital, en el factor humano. Hombres y mujeres contemporáneos aparecen en sus películas: notorios, como Hitler y Lenin (Moloch y Taurus, 1999 y 2001), Alexandr Solzhenitsin, Vituatas Landsbergis; y también anónimos, que en sus confesiones buscan descargarse del peso de sus traumas, aunque nunca lo consigan, y sin embargo el espectador siente que esa negación de sí mismos nunca volverá a dominarles. La decadencia social de la Rusia soviética, el paisaje moral de la posguerra, la existencia y la supervivencia... Mozart y Beethoven en el sueño de un soldado (Spiritual Voices, 1995), y Wagner en los parajes inanimados de las montañas afganas.
Alexander Sokurov. Galería Elba Benítez. San Lorenzo, 11. Madrid. Hasta el 26 de julio. PHotoEspaña 2003.
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