Una pregunta precisa, una mayoría clara
El Tribunal Supremo de Canadá marcó las reglas para una posible secesión de la provincia francófona
El referéndum soberanista del 30 de octubre de 1995 en Quebec, en el que el sí a la secesión perdió por un estrechísimo margen de votos, fue un aldabonazo que hizo sonar todas las alarmas en la Federación canadiense. Después de haber contemporizado durante décadas con el separatismo quebequés en la confianza de que nunca obtendría la victoria en un referéndum -el anterior en 1980 dio de resultado 60%-40%-, el sistema se vio en la obligación de encarar el problema. Lo que tenía delante era un Gobierno y un movimiento independentista quebequés que, conscientes de las dificultades que entrañaba plantear la separación pura y dura, habían dado un hábil giro táctico al sumar a su propuesta clásica la oferta de un acuerdo de asociación económico y político con Canadá.
El tribunal dejó a los políticos la tarea de establecer los elementos de la negociación
Los jueces establecieron que la escisión no puede ser decidida sólo por Quebec
Ese giro fue decidido en una reunión conjunta de las fuerzas independentistas el 12 de junio de 1995, lo que les permitió incorporar a amplias masas de electores que el día del referéndum creyeron, erróneamente, que un Quebec soberanista seguiría formando parte de Canadá. La farragosa pregunta con la que se convocó a los quebequeses fue la siguiente: "¿Aceptaría usted que Quebec sea soberano tras haber ofrecido formalmente a Canadá una nueva asociación económica y política, en el marco del proyecto de Ley sobre el Futuro de Quebec y el acuerdo del 12 de junio de 1995?" Según el profesor de Derecho Constitucional de Montreal José Woehrling, el soberanismo incrementó sus votos hasta alcanzar el 49,4%. Woehrling destaca que el líder soberanista Lucien Bouchard "centró su discurso en la necesidad de reforzar el poder de negociación de Quebec frente al resto de Canadá para conseguir una nueva asociación".
Además de mostrar que muchos electores se habían movido dentro de una notable confusión, las encuestas y análisis pusieron de manifiesto no sólo que los votos independentistas eran inferiores a los del soberanismo presentado como asociación, sino que muchos electores condicionaban su apoyo al soberanismo a que la ruptura se hiciera en términos amistosos y sin violencia. "La confusión o la ignorancia sobre las consecuencias del soberanismo", afirma Woehrling, "pueden explicar el fenómeno de que una proporción no despreciable de electores vota al soberanismo y al mismo tiempo se declara vinculada a Canadá".
Para aclarar las cosas y estrechar el margen de ambigüedad de los independentistas, el Gobierno federal pidió en 1996 al Tribunal Supremo que se pronunciara sobre el fundamento legal de una eventual separación de Quebec. Las tres preguntas planteadas al alto tribunal fueron las siguientes:
- ¿De acuerdo con la Constitución de Canadá, el Parlamento o el Gobierno de Quebec pueden proceder unilateralmente a la secesión de Quebec?
- ¿De acuerdo con el derecho internacional, el Parlamento o el Gobierno de Quebec tienen derecho a proceder unilateralmente a la secesión de Quebec?
- ¿Qué derecho debería imponerse en el supuesto de que el derecho interno y el derecho internacional entren en conflicto?
Esta iniciativa federal suscitó la airada reacción de los soberanistas, pero también las críticas de aquellos que la consideraron contraproducente en la creencia de que provocaría mayor tensión política y un ascenso del independentismo. El Gobierno de Quebec, controlado por los secesionistas del Partido Quebequés (PQ), negó la competencia del Supremo con el argumento de que la cuestión que se discutía era de índole política y no jurídica. A las tres preguntas citadas se sumó, pues, una cuarta: la de si el Supremo era competente. La negativa del Ejecutivo quebequés a participar en el proceso llevó al Supremo a reclamar la presencia en el trámite de consultas de lo que se denomina amicus curiae, expertos dispuestos a representar y defender las posiciones de ese Gobierno provincial.
La respuesta llegó dos años más tarde, el 20 de agosto de 1998, en un dictamen complejo, respaldado por los nueve magistrados. Además de declararse competente, el tribunal negó la existencia de conflicto alguno, tercera pregunta, entre el derecho interno de Canadá y el derecho internacional, puesto que "ninguno de los dos reconoce un derecho de escisión unilateral". Sobre las invocaciones soberanistas al derecho internacional, el Supremo se mostró muy claro. Quebec no puede reclamar la autodeterminación unilateral contemplada en el derecho internacional porque no se ajusta a las condiciones establecidas: ser una colonia, padecer una ocupación militar...
A juicio de los magistrados, las cuestiones espinosas eran las dos primeras. Se puede resumir su respuesta indicando que si una "mayoría clara" de quebequeses responde afirmativamente a una "pregunta clara" sobre la secesión, el resto de Canadá estará obligado a negociar de buena fe con Quebec los términos de la ruptura, prestando atención a los derechos de las minorías anglófona y nativa.
Pero el dictamen va más lejos y la doctrina que la sustenta es mucho más fecunda. El Supremo afirma que la existencia de Canadá no reposa sobre la coacción o la obligación, sino sobre el consentimiento: la secesión no está prohibida. El tribunal desbarató así el propósito de aquellos federalistas que proponían proclamar oficialmente la "indivisibilidad" de Canadá.
Los jueces establecieron que la escisión no puede ser decidida por el Gobierno o por la población de Quebec, puesto que el asunto les concierne a todos los canadienses. En consecuencia, indican que es preciso modificar la Constitución antes de la secesión. Algunos expertos soberanistas niegan, sin embargo, que el tribunal considere la revisión constitucional como un elemento esencial.
No es un tema menor, porque la revisión constitucional exige a su vez el acuerdo del Gobierno federal y del resto de las provincias, procedimiento que mina las posiciones de los independentistas. De todas formas, según algunos analistas, el Supremo da a entender que en el caso de que la negociación entre Quebec y Canadá tuviera éxito y alguna de las provincias se negara a plasmar ese acuerdo en la Constitución, Quebec podría proclamar unilateralmente la independencia y someterse al juicio de la opinión pública internacional.
Según el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona Enric Fossas, el dictamen es "una decisión salomónica" que pretende articular el principio de la sujeción de todos los poderes a la Constitución con el principio democrático que requiere "atribuir un peso considerable a la clara expresión de la voluntad de la población". Según el tribunal, "el rechazo unánime del pueblo de Quebec al orden constitucional vigente impondría a las demás provincias y al Gobierno federal la obligación de tomar en consideración y de respetar esa expresión de voluntad democrática entablando negociaciones y llevándolas a cabo de acuerdo con los principios constitucionales".
El tribunal deja a los políticos la tarea de establecer los elementos de la negociación: el reparto de las deudas, la fijación de las fronteras y los derechos de las minorías. No determina qué porcentaje de votos favorables puede ser considerado una mayoría clara. Y tampoco se pronuncia sobre si haría falta una segunda consulta, tras la negociación con Canadá, antes de dar carta de naturaleza a la ruptura. Por supuesto, la polémica está servida. ¿Qué es una pregunta clara, qué es una mayoría clara? ¿Quién es el que va a interpretar si la pregunta y la mayoría son claras?
El dictamen fue acogido satisfactoriamente por las partes y todos pudieron cantar victoria. "Los federalistas ganan, pero los soberanistas no pierden", tituló el diario The Globe and Mail, mientras Le Devoir, francófono, resumía que "La división de Canadá podrá ser negociada". Los independentistas, que niegan autoridad a los tribunales federales, quedaron atrapados entonces en una contradicción, puesto que interpretaron el dictamen como el reconocimiento de la legitimidad de su proyecto.
Al año siguiente, en 1999, el primer ministro de Canadá, Jean Chrétien, y el ministro responsable de las Relaciones Intergubernamentales, Stéphane Dion, presentaron su proyecto de Ley sobre la Claridad, que establece, de acuerdo con los criterios del Supremo, el marco de juego de los referendos soberanistas. La iniciativa desató un escándalo monumental del que participaron también los dirigentes del Partido Liberal Quebequés (PLQ), teóricos correligionarios de Chrétien y Dion. "Critiqué entonces la ley y sigo criticándola, porque crea la falsa expectativa de que el problema va a resolverse por la vía racional, cartesiana, cuando el problema es político, no jurídico", indica el actual ministro de Asuntos Intergubernamentales de Quebec, Benoit Pelletier. En su opinión, Canadá no negociará nunca con un Quebec independiente. "Un Quebec independiente", dice, "podrá salir adelante, pero con muchos más problemas económicos y sociales. Y un Canadá sin Quebec", advierte, "puede acarrear su descomposición. Al contrario que otros, no creo que la confederación pueda funcionar".
Dion respondió entonces a los que le acusaban de ser un político incendiario indicando que es en las situaciones de calma cuando hay que clarificar las reglas del juego. Pese a las protestas, la Ley sobre la Claridad fue aprobada en el Parlamento federal al año siguiente y la llama secesionista, lejos de expandirse, empezó a declinar. Meses más tarde, el primer ministro de Quebec, Lucien Bouchard, dimitió de su cargo tras reconocer que había sido incapaz de movilizar a los quebequeses a favor de la independencia.
El profesor Jean Pierre Derrienic sostiene que la doctrina del Supremo y la Ley sobre la Claridad han conjurado el riesgo de secesión y obligarán al movimiento soberanista a definir y modificar sustancialmente sus planteamientos. "Para muchos quebequeses", afirma, "el mejor de los mundos políticos posibles es tener a un partido independentista en el poder sin riesgo de ir a la independencia". Es una opinión sustentada en los resultados electorales que el Partido Quebequés ha cosechado en los periodos en los que ha descartado la convocatoria de referendos.
Parece evidente que una parte de los electores soberanistas no desea la escisión, pero no todo el mundo participa de la idea de que esto es el principio del fin del separatismo. "Eso es soñar en colores", comenta el propio Pelletier. Un problema para los independentistas es que sus apoyos electorales se circunscriben a la comunidad francófona. Porque los nativos amerindios -que con más razón histórica podrían reclamar a los francófonos la titularidad del territorio-, los anglófonos y los alófonos (quebequeses de origen inmigrante) rechazan en un porcentaje abrumador toda aventura separatista.
De todas formas, teniendo en cuenta que el 60% de la población francófona vota soberanista y que los jóvenes se muestran más dispuestos a la independencia, ya hay especialistas que calculan que el 53% de los ciudadanos de Quebec estará a favor de la escisión en 2011. También en Euskadi hay quienes hacen sus cuentas sumando a los vascos que, porque no tenían edad o no habían nacido, no llegaron a votar el Estatuto de Gernika.
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