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Entrevista:STÉPHANE DION | MINISTRO DE RELACIONES INTERGUBERNAMENTALES DE CANADÁ | REPORTAJE

"Al nacionalismo no se le calma, se le combate con las ideas"

Stéphane Dion advierte que si este territorio llegara a ser independiente se podría dividir a su vez. Dion ha roto con dos reglas de oro de la política canadiense: la de que las concesiones son imprescindibles para evitar la secesión y la de que jamás hay que admitir en público que el adversario puede ganar. A sus 47 años sigue conservando un aire universitario y hasta jovial, aunque es posible que la dura experiencia política le haya ensombrecido algo el carácter. Enamorado de España desde que la recorrió de parte a parte en autostop cuando era joven -es doctor honoris causa por la Universidad Carlos III de Madrid-, el ministro, doctorado en ciencias políticas, muestra un amplio conocimiento de los problemas españoles. A pesar de su agenda, sumamente cargada, Dion encuentra un hueco para responder a las preguntas de EL PAÍS. Tiene libre un desayuno en Ottawa y él es un hombre frugal.

"En una democracia no hay argumento moral posible que justifique convertir a nuestros conciudadanos en extranjeros"
"La única manera de que los soberanistas cambien de opinión es decirles que se les respeta, que son un componente esencial de Canadá"
"Si los catalanes mostraran que su autonomía sirve para reforzar España, y no para deshacerla, los demás españoles les mirarían con simpatía"
"La secesión de una parte del territorio tiene consecuencias evidentes sobre el conjunto del país, así que deberían decidir todos los electores de ese país"
"Si todas las provincias canadienses y todas las regiones europeas quieren estar presentes en los foros internacionales, el planeta se haría ingobernable"
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Pregunta. Usted ha escrito que la experiencia española le ha animado a defender con mayor pasión la idea de la unidad en la diversidad. ¿Puede explicarse?

Respuesta. Hubo un momento en mi vida en que yo también pensé que la condición de canadiense menoscababa mi identidad quebequesa. Luego, al comprobar y analizar el comportamiento del nacionalismo en el mundo, comprendí que era un error negar mi dimensión canadiense, comprendí que ser quebequés es ser canadiense y ser canadiense es ser quebequés. España forma parte de esa reflexión sobre la necesidad de salvaguardar una identidad común a partir de las diferencias. Es un desafío que me ha marcado mucho.

P. ¿Qué similitudes ve entre la España del Estado de las autonomías y el Canadá federal?

R. Diría que su país tiene un sentido trágico derivado de su historia violenta, mientras que Canadá carece de ese sentido trágico, pero a veces dramatiza sobre desacuerdos y problemas que envidiarían tener otros muchos países en el mundo. Me parece que en la España democrática hay mucho más sentido de la proporción de las cosas. Creo que en su país no se dramatizan inútilmente los desacuerdos y que ustedes saben muy bien lo que es trágico y lo que es normal.

P. Usted sostiene que la unidad es no uniformidad. ¿Piensa en la posibilidad de que Quebec disponga de un estatuto particular?

R. En su país hay algo de eso, ¿verdad?, comunidades que no tienen el mismo estatuto que otras. En Canadá, como en Alemania o Suiza, sin embargo, no hay más que un único estatuto constitucional para todas las provincias, aunque en el plano lingüístico y jurídico Quebec tenga sus particularidades. Lo que pasa es que en la práctica se producen asimetrías. Hay provincias más ricas que contribuyen más a los fondos federales para financiar a otras más pobres, caso de Quebec. Además hay asimetrías de hecho, porque hay Gobiernos provinciales que utilizan una serie de competencias y otros no. Quebec y Ontario, por ejemplo, se han dado una policía provincial, mientras que el resto de Canadá prefiere seguir contando con la Gendarmería Real. Es su decisión. Al contrario que el resto, Quebec administra su propio fondo de pensiones y gestiona la Formación Profesional. Tratamos de aplicar políticas muy flexibles dejando que cada cual decida qué es lo que le interesa.

P. ¿Ese sistema puede ser interesante para España?

R. Ah, no puedo hablar en nombre de España. Lo que sí sé es que en Canadá tendríamos enormes problemas si no ofreciéramos lo mismo a todas las provincias. Nuestros conflictos surgen a menudo en materia de política exterior. Sólo el Gobierno de Canadá puede ratificar los tratados internacionales, pero esos tratados no se pueden aplicar si las provincias no están de acuerdo, y es difícil poner de acuerdo a 10 provincias, 3 territorios autónomos y al propio Ejecutivo federal, 14 jurisdicciones en total. Eso supone una negociación constante.

P. ¿Puede poner un ejemplo?

R. Por ejemplo, la ratificación del Protocolo de Kioto contra los gases que producen el efecto sierra. Europa ha llevado el asunto de manera centralizada, y no creo que en España se haya hecho un debate interminable sobre eso. Pues aquí se ha planteado casi como una cuestión de unidad nacional. Las provincias productoras de petróleo, como Alberta, están rotundamente en contra; pero otras, Quebec entre ellas, estaban a favor. El protocolo no se puede firmar a medias, así que, al final, el Gobierno de Canadá decidió ratificarlo pensando en la dignidad y el interés nacional. La reacción de Alberta ha sido reclamar su presencia en la mesa de negociaciones; pero qué pasa si todas las provincias canadienses, y los 50 Estados americanos, y todas las regiones europeas y del mundo quieren estar presentes en los foros internacionales. Pasa que el planeta se hace ingobernable.

P. ¿Por qué ha dicho que la dinámica secesionista es difícilmente conciliable con la democracia?

R. Por razones de procedimiento y por razones de índole moral. Respecto al procedimiento, no está nada claro quiénes deben votar. La secesión de una parte del territorio tiene consecuencias evidentes sobre el conjunto del país, así que podría hacerse valer el derecho a decidir de todos los electores de ese país. Supongamos que en una región de su país se descubre un pozo de petróleo o una mina de diamantes y que la población de esa región decide independizarse. ¿No tendrían todos los españoles derecho a pronunciarse? Habrá gente que diga que es una decisión que corresponde únicamente a los habitantes de esa región. Y entonces, ¿qué pasa si parte de esos habitantes quieren seguir dentro de España, si hay una subregión contraria a la secesión?, ¿qué les impide tomar una decisión por su cuenta? Supongamos también que los españoles están hartos de esa región y deciden expulsarla de España. ¿Es democrático hacerlo cuando parte de la población de esa región está contra la separación? Hay que dar una respuesta a todas estas cuestiones porque no están nada claras.

P. ¿Las mayorías simples sirven como criterio?

R. Ésa es la otra cuestión. ¿Qué mayoría se requiere? Todos aceptamos que el 50% más uno de los votos es suficiente para elegir al Gobierno que va a dirigir el país durante cuatro años, pero de lo que se trata aquí es de adoptar decisiones mucho más trascendentes que comprometen también a generaciones futuras. Yo creo que hay que exigir una mayoría clara, reiterada, bien afirmada en sus convicciones, consciente de la importancia y trascendencia de la decisión. Porque puede ocurrir que esa mayoría sea efímera y se deshaga durante el proceso de negociación con el Gobierno federal. Imagine que la economía va mal, que surgen complicaciones, que las dificultades se multiplican y que esa mayoría se descompone. ¿Hay que continuar con las negociaciones? ¿Ir a un nuevo referendo? Así que es mejor asegurarse de que la población ha votado claramente si quiere ser canadiense o española antes de lanzarse a un proyecto semejante y a una negociación de ese calado. Ve usted que el procedimiento es muy complejo.

P. Hablaba usted de razones de orden moral.

R. La fraternidad de que hablaba la Revolución Francesa se traduce hoy por la solidaridad entre todos los ciudadanos independientemente de los orígenes, del color de la piel, de la lengua y de la ubicación geográfica. Todos somos los unos y los otros. Uno puede estar en contra de un Estado que atenta contra los derechos humanos elementales, pero en una democracia no hay argumento moral posible que justifique convertir a nuestros conciudadanos en extranjeros.

P. ¿Qué hará el Gobierno federal si el Partido Quebequés vuelve al poder dentro de cuatro u ocho años, convoca el referendo y gana con una pregunta y una mayoría clara?

R. En esas condiciones, retener a una provincia contra su voluntad me parecería impracticable y sin justificación en el plano democrático. Habría que empezar a negociar, pero poniendo todo sobre la mesa, buscando la justicia para todos: para los que quieren irse, para los que quieren quedarse y para aquellas regiones afectadas por esa decisión. Será un proceso complejo y penoso, tal y como lo ha descrito la Corte Suprema de Canadá. Dislocar las estructuras comunes de un país moderno es extremadamente complejo y delicado. El 40% del PIB lo gestionan las autoridades públicas, hay decenas de miles de funcionarios, tenemos una historia democrática común de 135 años.

P. ¿La Ley sobre la Claridad, que usted elaboró, explica la desaparición del referendo en el debate político quebequés y la derrota electoral de los independentistas?

R. La derrota independentista es el mérito del líder liberal Jean Charest, pero la victoria se prepara con el ejercicio previo de clarificación. La campaña del referendo de 1995 fue bastante delirante. Había una enorme confusión y nunca se pusieron sobre la mesa las dificultades que entrañaba la secesión. La prueba de que los canadienses no tenemos un sentido trágico es que no nos dimos cuenta de que estábamos jugando con un cosa muy grave.

P. Pero la sociedad canadiense es muy pacífica.

R. Atención, si somos pacíficos es por nuestras instituciones, no porque lo llevemos en los genes. Somos gente que ha llegado aquí desde todas las partes del mundo, desde las regiones más violentas que usted pueda imaginarse. Un día estas gentes se hacen canadienses, y si se vuelven ciudadanos pacíficos y tolerantes es porque hay un Estado de derecho y la confianza que establece el respeto a la ley.

P. Usted ha corrido un riesgo político enorme.

R. Me han acusado de ser incendiario cuando de lo que se trata es de advertir a la gente sobre el panorama que se le presentaba. Tengo que decirle que si en el referendo de 1995 hubiera salido el sí a la escisión, y sólo les faltaron 30.000 votos, la paz habría estado en peligro en algunos puntos de Quebec, a pesar de nuestro carácter pacífico. Lo que pasa es que los canadienses no piensan eso porque no tienen la experiencia histórica que, por ejemplo, tienen los españoles. Lo hemos dicho, y el peso de la prueba ha pasado a las espaldas de los soberanistas, que tienen que explicarnos por qué seríamos más felices después de la escisión. Hasta ahora éramos los procanadienses los que teníamos que probar que Canadá merece vivir.

P. Canadá está enfermo, dicen los soberanistas.

R. Lo repiten continuamente; pero si Canadá está enfermo, dígame entonces qué país goza de buena salud.

P. Tras el resultado de 1995, usted optó por tomarles la palabra a los secesionistas. Por un lado, les exige que se dejen de subterfugios, y por otro, les advierte de que pueden ganar, al tiempo que rechaza la amenaza soberanista como elemento de chantaje permanente.

R. Es que es imprescindible que la pregunta del referendo sea clara. Nada de eso de que queremos la soberanía con una asociación económica y política posterior con Canadá. Si el Gobierno de un país comienza a hacer concesiones para calmar las amenazas de separación, el resto de las regiones reclamará las mismas ventajas y privilegios. Es una dinámica a la que no queremos contribuir. El Gobierno al que pertenezco no reacciona ante las amenazas diciendo: ah, bueno, está usted frustrado, ¿qué podemos hacer para calmarle? Eso no funciona. No se calma al separatismo, al separatismo se le combate en el plano de las ideas. La gente que quiere crear un Estado no se conforma con las tres cuartas partes de ese Estado. Lo quiere entero, quiere disponer de un asiento en las Naciones Unidas y no desea compartir esa plaza con nadie.

P. ¿Cuál es el elemento clave en ese combate?

R. Hay que hacer una federación o un Estado de las autonomías eficaz en la defensa del bien común. Si asentamos el problema sobre esas bases, y no sobre las concesiones a la amenaza separatista, desaparecerán también los agraviados que dicen que hacemos regalos a Quebec y que a ellos que son fieles canadienses no les damos nada. Recuerdo ahora la conversación que tuve con un dirigente catalán, cuyo nombre no citaré porque fue una conversación privada, que se quejaba de que el resto de España miraba con desconfianza la autonomía catalana. Le dije que si los catalanes mostraran que su autonomía sirve para reforzar a España, y no para deshacerla, los demás españoles les mirarían con simpatía. Ahora, si la autonomía es la antesala de la separación, entonces tenemos un problema.

P. ¿Es una cuestión de lealtad básica?

R. Exactamente. Si hay lealtad, usted puede decir con todo derecho: déjenme ser yo mismo y verán cómo el conjunto del país sale fortalecido porque yo soy una expresión de ustedes.

P. ¿Su fórmula para combatir ideológicamente al soberanismo consiste en mucha claridad, bastante firmeza y grandes dosis de convicción?

R. Es la pasión de la razón. Yo soy quebequés y estoy orgulloso de serlo. No se trata de decirle a la gente que ser quebequés es peligroso. La única manera de hacerles cambiar de opinión a los soberanistas es decirles que se les respeta, que son un componente esencial de Canadá y que hacen mal en negar esa dimensión canadiense. Yo me esfuerzo permanentemente por convencerles de que no debemos rechazar la ayuda de los otros canadienses ni renunciar a ayudarles a ellos. Discuto mucho, pero no respondo a los insultos y amenazas, me prohíbo todo ataque personal y no opongo un nacionalismo a otro porque yo estoy por la identidad plural. Digo simplemente que la mejor manera de ser quebequés es ser canadiense, y que ser canadiense es aspirar a la universalidad. Lo que quiero es que nuestro corazón quebequés sea lo suficientemente grande como para aceptar eso. Mis aliados son la claridad y la franqueza, y mis adversarios, la confusión y la ambigüedad.

P. Usted sabe que el Gobierno vasco ha iniciado un proceso de soberanismo de libre asociación inspirado en el de Quebec. ¿Le parece responsable y legítimo que se lance ese proceso cuando existe el terrorismo de ETA y los representantes políticos de los ciudadanos no nacionalistas viven amenazados?

R. Si me lo permite, no me gustaría inmiscuirme en los problemas internos de otro país.

P. En su condición intelectual de profesor universitario.

R. Le diré que la democracia debe expresarse fuera de toda coacción e intimidación. Adoro España, y me encantaría que encontraran cómo defender sus pertenencias regionales dentro de una pertenencia común. Y por encima de todo, que todo eso se haga en paz. El catalán es un nacionalismo pacífico, deseo fervientemente que el vasco también lo sea.

P. Usted ha escrito que el desafío crucial para este siglo es precisamente cómo guardar la unidad en los Estados que tienen poblaciones diferentes.

R. En el mundo hay al menos 3.000 grupos diferentes identificados y sólo 196 Estados en las Naciones Unidas. La mayor parte de esos Estados no son Estados étnicos homogéneos ni tienen una sola lengua, una única religión, una sola cultura. Lo que vemos en el mundo, olvidando esto último de Irak, son guerras civiles, internas; poblaciones que recelan unas de otras dentro de un mismo Estado, que piensan que no pueden vivir juntas. Sinceramente, creo que lo que tienen que hacer contra eso es inventar Canadá por todo el mundo; inventar un país multicultural, complejo, no siempre fácil de gobernar, pero que crea dinámicas positivas, que nos demuestra que somos capaces de vivir juntos por encima de nuestras diferencias. Ése es nuestro orgullo. No digo que tengan que tener nuestras instituciones necesariamente, pero sí compartir nuestros objetivos de cohabitar en la armonía y la solidaridad.

Stéphane Dion, ministro canadiense.
Stéphane Dion, ministro canadiense.LUIS MAGÁN

Apostar por la sinceridad

SI STÉPHANE DION volviera hoy a la Universidad Laval de Montreal es seguro que algunos de sus antiguos compañeros le darían la espalda o le lanzarían miradas de reprobación. Dion es el gran adversario del soberanismo; el político que con su estilo franco, directo y mordaz hurga en las contradicciones del separatismo quebequés; el que le toma la palabra y le emplaza a someter sus "verdades incuestionables" al debate público.

Pero su principal activo, el que le otorga más credibilidad y respeto, es que combina esa exigencia de responsabilidad política con una actitud y un discurso abiertamente conciliadores; con el compromiso en la defensa del francés, la lengua oficial de Quebec. Él fue el que presentó la Ley sobre la Lengua, que tanta irritación inicial provocó entre los anglófonos quebequeses.

De la misma manera que ataca la obsesión soberanista por la diferencia, censura aquellos excesos verbales que, de forma injusta, adjudican a la sociedad quebequesa actitudes de xenofobia. Lo suyo es combatir el peligro de rechazo mutuo, convencer a todo el mundo de que Canadá merece la pena; es subrayar que la identidad quebequesa es un componente esencial de la federación, conseguir que los independentistas vean en el Canadá anglófono a un aliado y no a un peligroso asimilador. "Cada vez que un antiguo soberanista me dice que he terminado por convencerle, el corazón me da un brinco de alegría", dice.

Hace ya muchos años que Stéphane Dion comprendió que los partidarios de la unidad no pueden comportarse como los secesionistas. Mientras los soberanistas pueden permitirse todo tipo de declaraciones ofensivas y métodos dudosos, porque todo lo que agrava el conflicto contribuye a incrementar el número de convencidos de lo inevitable o deseable de la separación, los federalistas no pueden irritar gratuitamente o aparecer como odiosos ante la población que pretenden conservar. "Si el Gobierno de Quebec responde con intimidaciones e insultos a nuestras objeciones a su proyecto, nosotros debemos responder reiterando nuestros objetivos con franqueza y cortesía", escribió en su libro La apuesta de la sinceridad.

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