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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Las de Caín

Marcos Ordóñez

Uno. Las de Caín le hace pasar Julia (Gabriela Izcovich) a Pablo (Marcelo d'Andrea) -y viceversa, con efectos retroactivos- en Cuando la noche comienza, la nueva obra de Hanif Kureishi, en el Espai Lliure. Y similar tratamiento, pero en clave farsa negra, propinan Toñi (Paqui Montoya) y Paqui (Carmen León) a la inocente Juani (Lola Botello) en La calle del infierno, el nuevo y esperadísimo espectáculo de Valiente Plan, esta vez con un texto de su paisano, el sevillano Antonio Onetti, que acaba de estrenarse en el Club Capitol de Barcelona. Vayamos por partes, como diría Bush.

Gabriela Izcovich, primerísima actriz argentina, presentó en el Lliure el año pasado, por estas fechas, Intimidad, una adaptación del relato de Kureishi, codirigida por Javier Daulte. El resultado sorprendió al propio autor, y le espoleó para volver a escribir teatro: su nueva obra, especialmente concebida para la Izcovich, se estrenó en febrero en La Carbonera, una de las salas clave del off bonaerense, en el barrio de San Telmo, con dirección de la actriz y de Alejandro Maci. Cuando la noche comienza es la historia del vínculo fatal entre Julia, una viuda, joven y rica, con veleidades artísticas, y Pablo, su padrastro, un conductor de autobús que convirtió su infancia en un infierno. Ella regresa a la vieja casa familiar para saldar deudas, para hacerle pagar sus traumas psíquicos, para extirparlo de su vida. Un punto de partida interesante que, lástima, se convierte en un psicodrama previsible; un juego de poderes, un "ni contigo ni sintigui" que huele a refrito, que hemos visto demasiadas veces, de Shepard a Lars Noren pasando por la lejanísima Noche de los asesinos, de José Triana. Hay dos sillones, una caja llena de latas de cerveza, un escenario que recuerda a un ring, un texto con esporádicas zonas de verdad y dos actores superlativos defendiéndolo a muerte. Siempre es un regalo ver a la Izcovich, una bestia escénica químicamente pura; su trabajo es un tour de force pero produce una cierta sensación de talento malgastado: mucha tela para tan poca bolsa. Por un lado, abajo, está la obra, repetitiva, con golpes de efecto grandguignolescos, y ella muy por encima, buscando que cada palabra, cada gesto, hiera o estalle en una feroz sensualidad. ¿Por qué no "me" funciona Cuando la noche comienza? Porque las cartas están repartidas desde el principio: "Sabemos" que Julia es mucho más débil de lo que aparenta y que no logrará romper el vínculo; como "sabemos", a la tercera frase, que el padrastro es mucho más lúcido y maligno de lo que su aire de alcohólico terminal hace suponer. Otro problema: el casting de Marcelo d'Andrea. Frente a la visceralidad de la Izcovich, D'Andrea se ve obligado a "componer" técnicamente. Es un pedazo de actor, se ve en el acto, pero es demasiado joven para el papel, un papel bombón para Luppi, para Ulises Dumont, para Norman Briski. Marcelo D'Andrea tiene que "parecer" un viejo enfermo, que apenas puede respirar; entra en escena con el brazo a la espalda, encorvado como el Gepetto de Pinocho, y a la media hora la energía se le escapa, explosiva, como si se hubiera arrancado una gabardina empapada: es un trabajo lleno de "esfuerzo", y en teatro no hay nada que distancie más que "ver" el esfuerzo de un actor componiendo: tengo muchas ganas de verle en otro papel, un papel a su altura. Lo importante es que Gabriela Izcovich está de vuelta, y que en octubre llevará Intimidad a Madrid (no se la pierdan). Y en primavera estrenará en Buenos Aires (trifásica: protagonista, adaptadora, directora) una versión teatral de la novela Terapia, de David Lodge.

A propósito de Cuando la noche comienza, de Hanif Kureishi, y La calle del infierno, de Antonio Onetti

Dos. La sorpresa de la semana ha sido, como decía al principio, el retorno de las Valiente Plan, que nos alegraron muy mucho la vida a finales del siglo pasado -dos joyas: A tu vera (1997) y Poros abiertos (1998)- y de las que nada había vuelto a saber (teatralmente: hicieron mucha televisión) desde entonces. Han vuelto, con una nueva integrante, Paqui Montoya, y, por primera vez, con un texto ajeno, de Antonio Onetti, que no lo parece, porque se lo hacen absolutamente suyo, frase a frase, deglutido y respirado tan bien como siempre, con la misma gracia, con la misma mezcla de humor, ternura y desgarro. Y no es cosa fácil, porque La calle del infierno, una comedia negra, brillante y perversa, tiene algún que otro "exceso de construcción" -párrafos más novelescos que teatrales, para entendernos-, pero ellas (y su directora, Pepa Gamboa) saben muy bien cómo llevar cualquier agua a su molino. Onetti nos cuenta la historia de tres perdedoras, y ya se sabe lo que sucede cuando se juntan perdedores: siempre hay uno que pierde más que los otros. La víctima propiciatoria es aquí Juani (Lola Botello), empleada de un supermercado de la Macarena, un pedazo de pan que cree tener un marido modelo, un trabajo con futuro y, sobre todo, una amiga fiel, Paqui (Carmen León), cajera, divorciada, más sola que la una, y empeñada en ganar como sea un concurso de sevillanas. El concurso es el macguffin de esta imprevista versión sureña de American Buffalo, en la que Teach, el ángel negro de la función, corre a cargo de Toñi (Paqui Montoya), también cajera, anoréxica, viperina y depredadora. Tres perdedoras, tres presuntas amigas que caen, literal y abismalmente, en la calle del infierno de la Feria de Sevilla, un perfecto espacio metafórico, lleno de lucecitas y espejitos cegadores, más falsos, nunca mejor dicho, que un duro sevillano; y con una noria más peligrosa que la de Bajo el volcán. Lo único que no es espejito ni espejismo es la virulencia del texto, el perfil (dibujado con un pincel mojado en vitriolo y tinta simpática) de las tres mujeres trituradas, entre copla y trago de manzanilla, por una máquina implacable, y la verdad "gemebunda y riente", que diría Valle, de esas tres interpretaciones: "Hipernaturalismo" de la mejor escuela, la escuela de la vida. A no perdérselo: empieza la gira.

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