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Columna
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Contra la actualidad

Esta semana se ha celebrado en Vitoria el V Congreso Internacional destinado a la Historia de los Conceptos. Y no sólo con la finalidad de examinar la biografía de términos clave en la vida política, sino también con el propósito de verificar si, en realidad, respiran. Las palabras "democracia", "revolución", "ciudadanía", "libertad", han sido empleadas de tantas maneras y oportunidades que llega el momento de una limpieza general. ¿Para poner cada concepto en su auténtico sitio? Para constatar, sobre todo, la imposibilidad, a estas alturas, de conocer la verdad de la verdad. O más aún: para obtener la incontestable impresión de que denominaciones ilustres vivieron un instante de fulgor y pronto se nublaron, se apagaron o apañaron de acuerdo al interés del poder. Conclusión: el desenlace de los sucesivos simposios sobre la Historia de los Conceptos políticos ha venido a mostrar que las palabras brotan, maduran y envejecen como las personas, se deforman como sus rostros y, como ellas, se hacen intangibles espectros.

En Francia se discute ahora mucho, mientras aquí se polemiza sobre la Comunidad de Madrid, la noción de "comunitarismo". Pronto, en España, ocurrirá igual. Porque ¿cómo impedir que este país pase del llamado "hecho diferencial" y de las nacionalidades al hecho racial y religioso de las nuevas comunidades de inmigración? Los andaluces en Cataluña o en Madrid siguen celebrando entusiásticamente la fiesta del Rocío en los barrios donde se asientan, pero, a la vez, marroquíes o ecuatorianos introducen sus tradiciones. Viéndoles disfrutar se diría que lo hacen olvidando su empadronamiento y que su condición se encuentra realmente en un universo distante y ajeno, siempre sin integrar.

¿Es efectivamente así? Por "comunitarismo" se entiende en Francia la coexistencia de comunidades, judías, musulmanas, de argelinos o de polacos, que obtienen su sentido esencial al encapsularse en las culturas de origen, en la primera y hasta en la tercera generación. El ideal republicano haría igual a todos, pero ¿iguales hasta dónde, o para qué? A los ciudadanos, indígenas o extranjeros, se les reconocen derechos políticos y sociales iguales, pero ¿por qué no derechos culturales, derecho a sus velos y su completa expresión?

Si Europa afronta actualmente un problema cada vez más común es el de conciliar la creciente reunión de razas, creencias y costumbres en su interior. Los norteamericanos zanjaron el asunto bajo el imperio de la ley, el idioma y la axiología anglosajona común. Lo demás, pese a su número, fue tenido por excepción de raza, de religión, de color. ¿Puede Europa producir otro modelo de convivencia distinto a éste? En Francia o en Alemania debaten el "comunitarismo" que ya espera para presentarse en España tras los tránsfugas de la Comunidad y el penar entre partidos domésticos.

La cuestión, en definitiva, radica en que, al margen de la política de las ideologías partidistas, fundamentando precisamente la sociedad civil, el mundo desplaza su conflicto desde el enfrentamiento entre organizaciones políticas a la colisión entre comunidades culturales; desde la lucha de clases a la lucha por la propia identidad; desde la vieja jerarquía de idiosincrasias a su potencial igualación. Así, lo mismo que en el feminismo o en el movimiento gay pugnan por que se reconozcan sus derechos al máximo nivel, los grupos étnicos y religiosos, los lingüísticos y los folclóricos, se baten ahora por el reconocimiento de su condición peculiar. ¿Para segregarse del resto del mundo? No. Precisamente para reconocerse, dentro del teatro del mundo, como actores. Actores que disfrutan con la ficción de ser inconfundibles dentro de la confusión, que gozan con representarse como diferenciados en la indiferencia general. O que buscan, en fin, proveerse de alguna sustancia histórica en el efímero e implacable imperio de la actualidad.

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