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MARGUERITE YOURCENAR, NOVELAR LA HISTORIA

Una francesa trabajadora

El 23 de febrero de 1937, Virginia Woolf anota en su diario que, el día anterior, la traductora al francés de su novela Las olas había venido a consultarle: "No tengo ni tiempo ni espacio para describir a la traductora, salvo para decir que llevaba unas lindas hojas de oro en su vestido negro; es una mujer que supongo oculta algo en su pasado; dada al amor; intelectual; vive la mitad del año en Atenas; es parte del grupo de Jaloux [el influyente crítico francés]; de labios rojos; tenaz; una francesa trabajadora; amiga de los Margerie; prosaica". Se trata, agrega Woolf apresuradamente, de "una señora o señorita Youniac (?) No es ése su nombre".

Su nombre (o el nombre que había elegido) era Yourcenar. Por razones económicas, había aceptado traducir la novela de Woolf; el encargo le brindaba la excusa de conocerla. Años más tarde, Yourcenar describiría aquel encuentro "en las tinieblas, en un salón iluminado apenas por el fulgor del hogar", donde las dos novelistas se hablaron por primera y única vez. Para Yourcenar, la mujer "con cara de joven Parca" era sin duda "uno de los cuatro o cinco virtuosos de la lengua inglesa"; para Woolf, la joven entusiasta era poco más que una interrupción en su ajetreado día. Es posible que la disparidad de sus respectivos recuerdos de aquel encuentro reflejen algo más profundo: dos visiones fundamentalmente distintas del quehacer literario.

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Yourcenar quería saber si Woolf deseaba que ciertas alusiones en Las olas, tomadas de la literatura inglesa, fueran traducidas literalmente, o si prefería que fuesen reemplazadas por referencias a la literatura francesa. Para Woolf (según Yourcenar), el problema de la traducción carecía de interés: el idioma de un escritor debía ser autosuficiente, y definir tanto su temática como su estilo. La traducción es, para Woolf, apenas un instrumento que ayuda a conocer ciertas historias extranjeras, pero siempre desde el punto de vista del lector anglosajón. Para Yourcenar, en cambio, la traducción es un diálogo, una forma de creación casi idéntica a la de la poesía en la que la experiencia ajena se transforma, no en versión de una experiencia propia o testimonio documental sino en algo nuevamente original, en una nueva metáfora o música. Para Yourcenar, la literatura es el conjunto de una multiplicidad de voces de culturas y épocas distintas que alimentan y transforman el vocabulario personal de un escritor, cualquiera sea su lengua. Para Woolf, desde la isla de Gran Bretaña, la literatura es un espejo que apunta hacia adentro. Para Yourcenar, la literatura sirve, al contrario, para iluminar la vastedad del mundo. ¿Qué? La eternidad es el título de uno de sus últimos libros, tomado de un verso del cosmopolita Rimbaud.

La obra de Yourcenar traducto-

ra (de Woolf, de Henry James, de Constantin Cavafis, de canciones populares norteamericanas) fue severamente criticada por sus lectores académicos: no entendieron (no quisieron entender) que para Yourcenar, la traducción era parte, no sólo de la obra original, sino de la suya propia. Sus versiones al francés de Las olas, de Lo que Maisie sabía, de los poemas de Cavafis y de los negro spirituals son parte de su universo temático e imaginativo, textos recreados en su propia lengua poética y que deben ser leídos a la par de Alexis, El golpe de gracia, Opus nigrum o los Cuentos orientales. La literatura de Yourcenar no fue nunca limitada por las fronteras de su idioma.

Desde su infancia, le interesó, en toda su riqueza, el generoso panorama de la cultura humana entera: nuestras raíces griegas y latinas, las vastas cosmogonías de la India, China y Japón, el medioevo alquimista y guerrero, y el iluminado Renacimiento, el nuevo mundo europeo de los comienzos del siglo veinte. Su guía cultural fue su padre. Su madre murió a los pocos días del parto; su padre, hombre refinado y aventurero a quien debió su primer amor por los libros, la llevó a vivir a París y luego a Londres donde padre e hija visitaron incansablemente museos y galerías de arte. A los veinte años visitó Italia por primera vez y en la Villa Adriana empezó a imaginar los sueños del emperador que, treinta años más tarde, tomarán la forma de su obra maestra, las Memorias de Adriano. Poco después, con su compañera, la traductora Grace Frick, se instaló definitivamente en una isla del Maine, en Estados Unidos. A partir de entonces, los libros se sucedieron, como así también los honores. En 1981 fue recibida en la Academia Francesa. Murió el 17 de diciembre de 1987.

Los aniversarios sirven para in

sistir sobre el recuerdo de un escritor querido, para volver a abrir sus libros, para detenerse sobre una frase o una anécdota. A cien años de su nacimiento, los lectores de Yourcenar le han otorgado el agobiante título de clásico; su obra aparece en la serie de La Pléiade, consagración olímpica de la edición francesa; su casa en Maine se visita como un museo. Pero importa sobre todo volver a su obra, a las Memorias de Adriano que deslumbraron a Julio Cortázar, su traductor, y a Thomas Mann, quien sintió al leerlas "una renovada fe en la literatura"; a los Cuentos orientales que Borges quiso incluir (y que por problemas de derechos no pudo) en su Biblioteca Personal; a sus ensayos y cartas y memorias. También a ciertos detalles de su persona literaria: a su rigor intelectual, a su generosidad para con sus amigos, a su temprana pasión ecológica, a su asombroso espíritu de rebeldía que, a los sesenta y pico de años, le hacía admirar ciertas frases de Mayo del 68 como "la imaginación al poder" y "la selva precede al hombre, el desierto lo sigue". A menudo tomaba prestadas las palabras de Artaud para definir su visión de nuestra sociedad en crisis: "No es el ser humano sino el mundo que se ha vuelto anormal".

También sirve recordar sus pasiones literarias: Horacio, Flaubert, los filósofos griegos. No es de extrañar su admiración por Borges: sus respectivas bibliotecas imaginarias compartían la mayoría de sus anaqueles. Pocos meses antes de la muerte del autor de Ficciones, Yourcenar decidió ir a conocerlo en Ginebra, donde Borges esperaba, en un cuarto de hotel, que estuviera listo el departamento que sería su último domicilio. Hablaron como viejos amigos con los idénticos intereses literarios. Al cabo de un tiempo, Borges, sacando una llave del bolsillo de su bata, le pidió a Yourcenar que fuera hasta el departamento y que volviera para describírselo con todo detalle. Yourcenar cumplió con el pedido. Sólo que, al contarle a Borges el recorrido de las habitaciones, omitió decirle que, al abrir la puerta de entrada, un vasto espejo amenazaba con su reflejo al visitante. Delicadamente, Yourcenar quiso evitarle al poeta temeroso de espejos la posibilidad de una última pesadilla.

Hay escritores que construyen para nosotros un universo de infinita profundidad a partir de su propia intimidad psíquica y geográfica. Hay otros cuya intimidad es sólo el comienzo, escritores que uno siente como múltiples, que parecen contener en su imaginación todos los lugares y todos los siglos, que pueden hablarnos con igual convicción en la voz de un filósofo de la antigüedad, de un pintor chino, de un príncipe japonés, de una mujer enamorada, de un emperador romano que era también poeta. Marguerite Yourcenar pertenece a esta estirpe de generosos y ricos cronistas de nuestra milagrosa variedad humana.

Mesa de trabajo de Marguerite Yourcenar y su compañera Grace Frick, 

en la casa de la isla de los Montes Desiertos.
Mesa de trabajo de Marguerite Yourcenar y su compañera Grace Frick, en la casa de la isla de los Montes Desiertos.ANTONIO ESPEJO

BIBLIOGRAFÍA

Memorias de Adriano. (Edhasa/Planeta/Debolsillo).

Opus Nigrum.

Fuegos.

¿Qué? La eternidad.

Alexis o el tratado del inútil combate.

Archivos del norte.

Cuentos orientales.

Una vuelta por mi cárcel.

El tiempo, gran escultor.

Peregrina y extranjera.

Cartas a sus amigos. (Todos en Alfaguara y Punto de Lectura).

Mishima o la visión del vacío. (Seix Barral).

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