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Adiós a la raza

Pablo Salvador Coderch

¿De qué raza es Tiger Woods? No es blanco, claro, pero ¿qué es? Una respuesta positiva ya es imposible: tras medio siglo de agonía, Estados Unidos está a punto de prescindir de la raza como criterio básico para decidir políticas de apoyo a personas y grupos desfavorecidos en el acceso a los centros de enseñanza superior. Sabremos si lo hará así o no dentro de unas semanas, cuando el Tribunal Supremo federal de EE UU resuelva Grutter contra Bollinger, el pleito estrella de este año judicial. Como mínimo se producirá un punto de inflexión.

En el caso, Margaret Grutter, una mujer blanca, demandó a la Universidad de Michigan, cuya Facultad de Derecho la había rechazado pese a que sus calificaciones eran mejores que las de otros candidatos amparados por una política de discriminación positiva. En su virtud, afroamericanos, hispanos e indios -pero no coreanos, afganos o, en general, los asiáticos- disponen de presencia garantizada en la universidad hasta alcanzar una "masa crítica" que les permita contribuir al diálogo interracial en las aulas sin sentirse "aislados" como "portavoces de su raza" respectiva.

Una sentencia a punto de fallarse en EE UU podría ser la puntilla para las políticas raciales todavía vigentes

Tras dos sentencias contradictorias de los tribunales inferiores, el Supremo tiene ahora la palabra, y Sandra Day O'Connor, su magistrada bisagra, la llave del fallo: en un viejo precedente de 1978 (Regents of the University of California contra Bakke), el Supremo de entonces sólo llegó a ponerse de acuerdo en que la diversidad era un valor atendible, pero que no cabía establecer cuotas raciales. Ahora tienen la oportunidad de dar un paso más y alejar al país de su obsesión secular por la raza. Ojalá. Puedo equivocarme, como alguna otra vez me ha sucedido en mi apuesta anual con el Tribunal Supremo de EE UU, pero creo que sus jueces van a pasar página: tal y como está diseñado, el sistema de doble acceso a Michigan es muy burdo, se presta a arbitrariedades sin cuento y resulta contraproducente. Lo menos que harán será forzar su modificación.

El ejemplo de Woods, quien se niega a ser clasificado racialmente, ejemplifica bien las dificultades prácticas de políticas diseñadas en función de los colores de la piel humana: quizá funcionaba en los años sesenta, cuando todo era más contrastado -o blanco o negro-, pero hace ya tiempo que gestionar una sociedad con docenas de clasificaciones basadas en caracteres genéticos secundarios es peor remedio que la enfermedad. Ya no se puede organizar una universidad con "masas críticas" de colores cada vez más variados: el criterio, aparte de ser crecientemente inmanejable, estigmatiza a quienes quiere favorecer. Danny Boggs, un juez contrario a la política preconizada por la Universidad de Michigan, sostiene que hay muchos sistemas admisibles de apoyo a grupos desfavorecidos dejando a un lado la raza, como los que tienen en cuenta los recursos económicos de los solicitantes y sus familias o los sorteos entre quienes hayan conseguido un determinado nivel de calificaciones escolares.

La controversia ha hecho correr ríos de tinta, pues afecta de lleno al núcleo central del liberalismo clásico norteamericano, los claustros universitarios de sus facultades de Derecho de excelencia, entre las que se cuenta Michigan, por supuesto. En Europa no es fácil comprender el apasionamiento feroz de partidarios y adversarios de las políticas raciales, pero el lector curioso puede formarse una idea cabal y, de paso, disfrutar de una buena novela policiaca si lee El emperador de Ocean Park. Su autor, Stephen L. Carter, es catedrático de Derecho Constitucional en Yale, pero también es negro, y su libro describe bien la hipocresía untuosa de las élites académicas blancas vista desde la óptica de lo que él denomina "la nación más oscura", es decir, la cultura negra norteamericana: "¿por qué los liberales blancos, siempre condescendientes, nos tratan como si fuéramos débiles de carácter?", protesta el protagonista de la novela, trasunto del autor.

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Woods y Carter llevan razón cuando rechazan que decisiones políticas muy importantes tengan que seguir estando ancladas otro medio siglo en rasgos biológicos que los principales afectados no podrán suprimir jamás: uno es negro o blanco de por vida y, como poco, los hijos de uno lo serán a medias. Sólo falta que, además, te miren de medio lado porque eres parte de una "masa crítica".

La Universidad de California dejó caer su política de preferencias raciales hace algunos años y, tras un periodo de transición durante el cual las minorías preferidas perdieron peso en las aulas de los mejores campus, los porcentajes históricos se están recuperando y los afectados te miran ahora con la orgullosa seguridad de quienes saben que están ahí por sus propios méritos.

El temor fundado del progresismo norteamericano es que el desmantelamiento de las preferencias raciales en las grandes universidades no sea contrarrestado por medidas alternativas y eficaces de apoyo a los menos favorecidos. Podría pasar, desde luego, pues, por primera vez en muchísimo tiempo, los republicanos controlan los tres poderes. Pero a veces uno se pregunta si esto no sucede, entre otras cosas, porque el progresismo conservador es incapaz de promover políticas inteligentes, algo menos superficiales que las basadas en el color de la piel. Todos los cerebros son grises.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.

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