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Columna
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Filiaciones

Cuando aún da las últimas boqueadas la guerra en Irak, en ningún caso ha sido mi propósito tratar objetivamente el tema, tan abundantemente manoseado en las televisiones. Uno es de la vieja escuela, con escasas posibilidades de adoptar nuevos criterios y he de confesar que las guerras, en directo, pierden mucho y acusan uno de sus mayores defectos: la monotonía. En principio se nos alegraron las pajarillas informativas al contemplar los estupendos mapas y planos que traen los diarios, ofreciendo amplias posibilidades para desplegar el genio estratégico que todos llevamos dentro. No sé si está compartido por otras personas, pero a mí me parece que el espectáculo tan crudo y contemporáneo, incluso inmediato, le ha quitado vistosidad al conflicto y lo ha alejado, paradójicamente. En otras ocasiones la opinión pública se decantaba por unos u otros contendientes, había simpatías, incluso apasionamiento, pero ahora lo que ha ocurrido en aquellos remotos campos de batalla no compromete a casi nadie, abstracción hecha de que se consideren en la antigua dimensión, los horrores marciales, la destrucción y la muerte que parece encarnizarse especialmente con los niños y las mujeres embarazadas, lo que para personas adultas y combatientes masculinos parece alejar el riesgo.

No viví, por razones obvias, la Primera Guerra Europea, que tantos encarnizados tácticos de café produjo, con encendidas discusiones solventadas a bastonazos. Sí la Segunda Guerra Mundial durante casi un año viviendo en una ciudad asediada y bombardeada: Budapest. Sólo se parece a esto remotamente. Era renovable el pavor que producía el sonido de las sirenas anunciando la llegada de las fortalezas volantes americanas que machacaban, justo es decirlo, los objetivos militares, sin descartar que a algún piloto se le escapasen los proyectiles sobre lugares civiles.

Encastrados en un régimen dictatorial, las gentes que vivían en Madrid mostraban su inclinación y preferencia: germanófilos o aliadófilos. Incluso los diarios expresaban con nitidez las simpatías por uno u otro campo. El diario Informaciones, por ejemplo, ganaba más batallas para Hitler que los ejércitos alemanes. Había anglófilos -Norteamérica intervino después- y se sentía el vigor de la propaganda inglesa, porque la generaba, además, una institución tan neutra como el Instituto Británico. Entre mis remotos recuerdos de 1940 tengo la irrupción que hicieron en mi vivienda, de madrugada, para arrastrarme a una especie de checa de Falange, donde fui interrogado por el responsable de ella, que se llamaba David Jato Miranda. Yo tenía 20 años y él parecía muy interesado en saber quién y por qué me enviaba la embajada inglesa su boletín informativo. Era cierto que lo recibía y también que no tenía la menor idea de por qué lo mandaban. He dicho el nombre de aquel sujeto porque sólo tengo que referir un hecho incómodo, que no comportó malos tratos, y sigo sin saber quién había puesto mi nombre en la relación de corresponsales y por qué. En este bochinche actual, parece que nadie se declara abiertamente partidario de uno de los bandos, aunque oficialmente la posición del Gobierno -que no tiene por qué coincidir con la de la gente- parezca clara.

La tarea periodística se ha oficializado. Los corresponsales que acompañan a las fuerzas angloamericanas se ven obligados a transmitir los argumentos que se cuecen en los estados mayores, formados por expertos o, al menos, profesionales de la información. Ya no vale caerle simpático a un generalote o recibir datos interesados que se acompañaban de ciertas sumas en metálico. Y eso que, según se rumoreaba en el Madrid de aquellos años cuarenta, en las embajadas contendientes había días de pago y nóminas rigurosamente despachadas. Siempre sentí una vaga irritación por no haber sido ni siquiera intentado corromper por alguna de aquellas potencias, lo que da una idea de mi insignificancia.

Conocí la parte de la tostada que no tenía mantequilla. Por haber ido a una manifestación, me ví enrolado en la División Azul, camino de la Selva Negra, con la imagen de mi esposa y mi recién nacida primogénita, despidiendo a un imbécil que agitaba la mano dentro de un vagón de ganado, que es como fuimos hasta Hendaya. Ahora las cosas, por fortuna, acaban de otra manera y el cierre lo ponen unos cuantos desaprensivos que se aprovechan para sustraer jamones. Pero la buena gente duerme en su casa, como debe ser, filiaciones aparte.

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