La opinión pública y la guerra
La opinión pública mundial ha expresado de forma inequívoca su oposición a la guerra en Irak. A los millones de personas que se movilizaron antes y después del 15 de febrero y se manifestaron de nuevo el 15 de marzo en las principales capitales del mundo se suma la mayoría silenciosa que sin salir de casa rechaza la guerra. En total, según indican los sondeos, entre el 75% y el 90% de la población en Europa, por referirnos sólo a nuestro continente. Son gentes de todas las edades, clases sociales, niveles de educación, creencias religiosas y familias políticas que están en contra de esta guerra y de quienes la han decidido porque no acaban de entender ni su necesidad ni su urgencia. No comprenden cuál es el fundamento legal en que se basa y sospechan que sus eventuales consecuencias humanas, políticas y económicas no guardan proporción con la finalidad de desarmar a Irak.
El clamor de la opinión pública mundial no ha sido suficiente para inducir a Bush, Blair y Aznar ni a rectificar ni a demorar la intervención para explorar si existía una posibilidad de desarmar a Irak sin recurrir a la fuerza. Se han quedado solos en el Consejo de Seguridad sin convencer a ninguno de sus miembros de por qué es tan necesario y urgente el recurso a la fuerza. Sus argumentos se han ido sucediendo unos a otros a medida que iban siendo desacreditados por sus propios servicios secretos o por los inspectores de la ONU. No sólo no se han presentado pruebas fehacientes de las conexiones de Irak con el terrorismo, de la existencia en su poder de armas de destrucción masiva, o de su negativa a colaborar con los inspectores, sino que se han presentado pruebas falsas, como se han visto obligados a reconocer. Si hubieran tenido otras las habrían presentado, y si no las han presentado es porque no las tenían.
En consecuencia, se han refugiado en una interpretación maniquea de la resolución 1.441 que hace aguas por todas partes. En primer lugar, aducen que no tienen por qué probar que Irak constituya una grave amenaza para la seguridad internacional, que es a Irak a quien le corresponde demostrar que no lo es. Deben demostrarlo a los inspectores, pero da igual lo que digan éstos si contradicen lo que se espera que digan. La prueba, la gran prueba, la única prueba es que habiendo tenido 12 años para demostrar la voluntad de desarmarse no lo han hecho. Todo lo demás sobra si no sirve para confirmar este inconmovible axioma.
Lógicamente, no hay argumento más estúpido que el de afirmar que lo que no ocurrió en el pasado tampoco podrá ocurrir en el futuro porque equivale a negar la posibilidad de cualquier cambio sean cuales sean las diferencias entre unas circunstancias y otras. Pero, en todo caso, la resolución 1.441 no se aprobó para verificar si el régimen iraquí había mostrado o no esa voluntad en el pasado, sino para verificar si estaba dispuesto a cooperar ahora y, en su caso, proceder al desarme. Los inspectores han certificado que se había producido un cambio y que necesitaban unos meses para sacar conclusiones definitivas. ¿Por qué después de 12 años resultan inaceptables unos meses? Nadie ha sido capaz de responder a esta sencilla pregunta.
En segundo lugar, es muy probable que sin la presión de las fuerzas americanas el depravado régimen iraquí no hubiera mostrado la misma voluntad de cooperación que, al parecer, ha mostrado con los inspectores. Pero la cuestión está en saber si la ha mostrado o no, porque si es que sí habrá que admitir que el desarme podía lograrse con la presión y la amenaza sin recurrir a la fuerza. Cierto que esa presión podía ser insuficiente para derrocar al régimen iraquí. Pero ésa no es, ni en su letra ni en su espíritu, la finalidad de la famosa resolución 1.441, aun cuando haya sido implícita y explícitamente, desde antes de su aprobación, la finalidad perseguida por la Administración de Bush.
Por último, la resolución 1.441 no sólo es de aplicación para Irak. Obliga tanto a Irak como a los miembros del Consejo de Seguridad. A Irak, a mostrar su voluntad de desarmarse. Al Consejo de Seguridad, a evaluarla en función de los informes de los inspectores y a decidir en consecuencia, sin que ninguno de sus miembros venga autorizado a imponer su interpretación. Es más, la resolución no fija plazos, sino objetivos, y no autoriza a ninguno de aquéllos a decidir por su cuenta que el tiempo se ha acabado, decisión que corresponde en exclusiva al Consejo como órgano colegiado. ¿Qué hay en esa resolución que autorice a Bush, Blair y Aznar a imponer desde las Azores su interpretación particular al resto del Consejo si éste no la comparte? La respuesta la dio Bush al anunciar el ultimátum: "No es una cuestión de tener la competencia (authority), sino de tener la voluntad".
Por eso, porque era claro que la resolución 1.441 no daba cobertura legal a la guerra, durante estas últimas semanas Bush, Blair y Aznar han dedicado todos sus esfuerzos, con muy poca fortuna, a conseguir una segunda resolución que se la diera. Una segunda resolución que, según el trío de las Azores, era conveniente, pero no necesaria. Si no era necesaria, ¿por qué era conveniente?, ¿para qué o para quién lo era? Era conveniente para los tres porque a ninguno de ellos le interesaba quedar al margen de la legalidad internacional. No era necesaria para EE UU porque nunca había ocultado su decisión de atacar con o sin el respaldo de la ONU. Que España y el Reino Unido dijeran que "no era necesaria" es sólo una prueba de que no tenían la menor confianza de que el Consejo de Seguridad la aprobara y, al decirlo, se reservaban la posibilidad de justificar el uso de la fuerza reavivando la resolución 1.441 aun a sabiendas de que era insuficiente. Su fracaso ha dejado a los dos con sus vergüenzas al aire porque EE UU, que es quien decide en este caso, al situarse al margen de la ONU no justifica la guerra en esa resolución, sino en su decisión soberana de responder atacando a lo que considera una amenaza para su seguridad nacional.
En el Consejo de Seguridad se ha jugado estos últimos días una gran partida de póquer en la que los esfuerzos de intimidación del trío de las Azores han sido demasiado evidentes para tener credibilidad. Primero, porque tenían las peores cartas y sólo podían ganar si los demás renunciaban a jugar las suyas. Segundo, porque, al ver que ninguno renunciaría a jugarlas, han insistido en las presiones en lugar de buscar la transacción y el acuerdo. Las cartas eran malas porque una intervención no autorizada por la ONU constituye una agresión a la opinión pública mundial y al derecho internacional, como ha recordado Kofi Annan. Las han jugado mal porque, en vez de buscar un consenso para dar más tiempo a los inspectores, como proponía la mayoría de los miembros del Consejo, atacaron a los promotores de esa propuesta reforzándolos en sus posiciones y haciendo imposible el acuerdo. Ni Blair ni Aznar tenían margen de maniobra más allá de los tiempos marcados por Bush.
El trío de las Azores no ha conseguido convencer a un solo país más en el Consejo de Seguridad. Responsabilizan de ese fracaso a Francia por haber anunciado su voluntad de vetar cualquier resolución que autorizara el uso automático de la fuerza. Pero lo cierto es que, conociendo la determinación francesa, continuaron presionando a los demás miembros, lo que no habrían hecho si hubieran entendido que el veto francés hacía inútiles tales esfuerzos. No ha sido la amenaza del veto francés lo que ha impedido el consenso, sino la obstinación por arrancar un acuerdo de adhesión a sus posiciones. Las cuatro versiones de la segunda resolución, a las que se ha referido Aznar en el Congreso, no buscaban otra cosa que la cobertura legal de la ONU al uso inmediato de la fuerza. Ninguna apuntaba a explorar una aproximación a las posiciones de los que solicitaban más tiempo para los inspectores, más tiempo para evitar la guerra y para encontrar una solución pacífica al conflicto.
Habrá tiempo para hablar de las consecuencias de la agresión y evaluar, entre otras cosas, si contribuye a reducir o a incrementar el terrorismo y la seguridad internacional. De momento, basta constatar que la opinión pública mundial no ha podido evitar la agresión armada, pero ha hecho imposible que esa agresión pueda presentarse al mundo como una guerra amparada por la legalidad internacional. Y eso no es irrelevante. Tienen razón quienes han dicho estos días que, frente a la superpotencia militar, ha surgido como nueva superpotencia la opinión pública mundial. Sin duda alguna, en los próximos días, la fuerza de las armas se llevará por delante a Sadam Husein. Habrá que ver a quiénes y a cuántos se lleva por delante en los próximos meses la fuerza de la opinión.
Julián Santamaría Ossorio es catedrático de Ciencia Política de la UCM.
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