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Columna
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Centro y periferia

Cada vez que se cierra una sala cine del centro de Alicante, los alicantinos asistimos a un espectáculo formado a partes iguales de nostalgia y resignación. Como durante los últimos años han sido varios los cierres que se han producido, uno ya conoce los detalles de la representación. Tan pronto se anuncia la clausura de una sala, los diarios entrevistan a algunas personas, todas ellas aficionadas al cine, preguntando su opinión. Al ser consultadas, estas personas evocan indefectiblemente su infancia, lamentan la desaparición y cuentan alguna anécdota de su juventud, relacionada con el caso. Todo cuanto los periódicos publican con este motivo tiene un aire apagado, ineluctable y triste. De creer lo que se afirma en estos reportajes, uno diría que las ciudades las gobiernan fuerzas telúricas y fatales, frente a las que no cabe más que la resignación.

En estos años pasados, hemos asistido en Alicante a un fenómeno curioso, similar al sucedido en otros lugares del país, pero aquí con un carácter más acentuado. Mientras los cines de la ciudad cerraban sus puertas, uno tras otro, en los centros comerciales de la periferia se multiplicaba el número de salas cinematográficas. Alicante es hoy una de las poblaciones de España con mayor número de cines por habitante. Esto quiere decir que no faltan espectadores, sino que falla el urbanismo. Durante la última década, Alicante ha sufrido un urbanismo que ha potenciado la periferia sobre el centro. En los alrededores de la población, se han edificado importantes complejos comerciales que han creado una ciudad desperdigada, errática, de difícil calificación. Todo se ha realizado con el visto bueno de las autoridades, quienes, en lugar de prever las consecuencias que estas obras tendrían, se han limitado a cruzarse de brazos, permitiendo a los constructores obrar a su antojo.

Dejar el desarrollo de una ciudad en manos del mercado, sin introducir alguna corrección, es, a mi entender, un grave error y un despilfarro económico. Si alguna vez los economistas se tomaran la molestia de averiguar lo que cuesta el desarrollo urbano de Alicante, seguramente nos asombraríamos. Pero estas cosas no parece que tengan ninguna importancia en la actualidad. La construcción de viviendas se ha convertido hoy en un ideal de progreso -el único ideal de progreso, si somos sinceros-, que aplaude todo el mundo. Cualquier voz que se levante para matizar la cuestión, para pedir un poco de prudencia y señalar los peligros que esa política acarrea, es ignorada por completo.

Sin embargo, es evidente que esta clase de urbanismo va contra la ciudad y supone su ruina. Es un modelo que destruye la vida urbana al trasladarla a los centros comerciales. Una ciudad sin cines, sin bares, sin calles para el paseo y el encuentro, está destinada a desaparecer en un plazo más o menos breve. Esto es lo que sucede hoy en Alicante, cuando cada anochecer se convierte en una población fantasma. Si el empeño que el alicantino ha puesto en salvar el Benacantil lo hubiera extendido a defender el centro tradicional, miraríamos el futuro con algún optimismo. Como no ha sido así, podemos encontrarnos, en unos años, con un Alicante que sólo abre en horario comercial.

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