La caída del comandante
Asesinado un ex jefe de la policía mexicana que amparaba a los narcos
El pasado día 7, un balazo atravesó la ventanilla ahumada del Mercedes de Guillermo González Calderoni y la cabeza de quien fuera uno de los jefes policiales más poderosos, inteligentes y sinvergüenzas del sexenio del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). México y Estados Unidos investigan la muerte y andanzas de un ex funcionario que amasó millones protegiendo o combatiendo el narcotráfico, fue tenorio a golpe de talón y dispuso de información letal. El epitafio es obligado en difuntos de su condición: "Sabía demasiado". Varios de sus subordinados también crían malvas. La historia del ex comandante González Calderoni, responsable en su día de la interceptación de alijos en la Procuraduría General de la República (PGR, Fiscalía General), refleja aspectos relevantes de la corrupción en las instituciones mexicanas. Acusado de enriquecimiento ilícito y torturas la década de 1990, ganó un juicio de extradición y vivía desde hace casi diez años en la población donde fue asesinado: McAllen (Tejas), vecina de la mexicana Reynosa. Se le vinculó con los carteles del Golfo y de los hermanos Arellano Félix, y el contrabando a gran escala. "Tenía mucho que decir sobre el narcotráfico", señaló el analista en asuntos de seguridad Jorge Carrasco. La DEA lo exprimió a fondo. Guillermo González se incorporó en el año 1983 a la Procuraduría General de la República (PGR, Fiscalía General), en la que siete años después fue director de Intercepción Aérea, Terrestre y Marítima: el zorro en el gallinero. Adquirió notoriedad y épica al detener uno de los más peligrosos narcotraficantes del país, Miguel Ángel Félix Gallardo, a varios comandantes y al ex director de la Interpol, Jorge Miguel Aldana Ibarra. Perseguía a unos carteles y amparaba a otros. Su tren de vida y la sangre vertida acabaron por delatarle. Avisado de que la justicia iba a detenerle, huyó a Estados Unidos. En el año 2001 propuso hablar largo y tendido si la justicia mexicana le protegía. De entrada, incriminó a Raúl Salinas de Gortari con Juan García Abrego, ex jefe del cartel del Golfo, actualmente en prisión. El hermano del presidente, declaró por televisión, le ordenó asesinar en 1988 a dos colaboradores de Cuauhtémoc Cárdenas, candidato presidencial aquel año. Nunca presentó pruebas. La opinión pública no las necesitaba porque la presunción de culpabilidad es aún punto de partida y veredicto en México. El finado era un tipo duro. Bajó la guardia y la mafia no perdonó. González había incriminado, encarcelado y liberado a conveniencia. Su fortuna en bancos norteamericanos ascendía a cuatro millones de dólares, pero otros cálculos la multiplicaron hasta cerca de 400 millones de dólares. Los posibles asesinos son muchos: desde sectores estadounidenses a los que ya no servía hasta grupos narcotraficantes en la divisoria con Estados Unidos, según Jorge Fernández Menéndez, autor de varios libros sobre el narcotráfico en México. "Traicionó a demasiada gente, a demasiados intereses, y en ese ámbito terrible del narcotráfico y el crimen organizado, en sus relaciones con el poder, eso se paga, tarde o temprano, y se paga muy caro", señaló. A González Calderoni le perdieron las cosas caras. Su sueldo era alto pero no daba para casonas, lujosos coches, relojes de oro, trajes italianos, viajes de placer y periódicas farras de champán y meretrices. Las joyas, las pieles, los automóviles y hasta algún apartamento sepultaron a las mujeres cortejadas, y otros dinerales forjaron su red de complicidades en la Administración. Tenía orejas donde había que tenerlas. Supo anticipadamente de nombramientos, detenciones y sentencias y las vendió a doblón. "Todos en la PGR sabían que actuaba generosamente con otros comandantes, lo mismo que con los agentes del ministerio público (fiscales), jueces y funcionarios judiciales que lo tenían en alta estima", escribió Humberto Musacchio en el diario Reforma. La información privilegiada le permitió alertar, impedir, posponer y, en suma, burlar a la ley. Cayó abatido a quemarropa, sorprendido por un pistolero que le acertó en la sien, después de haberse interesado en un turbio despacho de abogados por la compra de un rancho.
Su sueldo era alto, pero no daba para casonas, lujosos coches, relojes de oro y viajes de placer
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