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Columna
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Barcelona, Brasil

Rafael Argullol

Para llegar a Barcelona desde Natal, la capital del estado de Rio Grande do Norte, en el noreste de Brasil, es necesario recorrer unos doscientos kilómetros tierra adentro por una carretera llena de socavones. A medida que se aleja de la costa, esta carretera alberga un tráfico cada vez más escaso, con el reinado indiscutible de los grandes camiones que amenazan, a cada momento, con aplastar las carretas tiradas por mulos o bueyes que circulan junto a la cuneta. En los márgenes del asfalto se suceden puestos de venta ambulante en los que se alternan las papayas y las tiras de carne. De vez en cuando bueyes enteros despellejados y colgados de ganchos herrumbrosos parecen derretirse bajo el sol. También abundan las pirámides de neumáticos usados y llenos de polvo. La carretera huele a carne y goma quemadas.

De repente el 'factor Lula' parece haber descolocado a todos, como si alguien hubiera alterado reglas del juego inviolables

Barcelona es un pueblo de casas sucias con un par de bonitas calles sin asfaltar y una plaza blanca con una iglesia también blanca. Parece pobre, pero no miserable: eso le da un cierto aire de frontera puesto que separa la pobreza de la costa de la miseria que aguarda en el interior. Más allá de Barcelona el paisaje se endurece. No es, desde luego, algo repentino, pero se percibe con claridad al incrementarse todos aquellos rasgos que acompañan al viajero desde la salida de Natal. La aridez es mayor, las poblaciones están paulatinamente más alejadas entre sí, la delgadez de los perros que cruzan, indiferentes, la carretera es más y más acentuada.

Los perros, apenas sombras de costillas esculpidas, anuncian el aire onírico que impregna toda la región. De hecho, a partir de Barcelona se hace paulatinamente palpable lo que, todavía más en el interior, será el universo del sertão: un inmenso sueño desértico, una pesadilla poblada por historias secretas y ancestrales, una fantasmagoría de injusticias y venganzas. El sertão, que cubre buena parte de cuatro estados brasileños, ocupa el doble que el territorio español.

Barcelona es uno de los puertos del sertão. No lejos de ella se encuentran algunos de los lugares que fueron utilizados por Glauber Rocha para filmar Dios y el diablo en la tierra del sol. Han pasado muchos años desde que vi esta película y no sé hasta qué punto ahora conserva su fuerza inicial. En mi memoria siguen vivas algunas de las escenas de extraña violencia: la opresión a los campesinos, la revuelta de los cangaceiros, un horizonte visionario y apocalíptico permanentemente sumergido en un sol implacable. Y los recuerdos encajan bien con unos parajes en los que el fin del mundo parece aguardar siempre a la vuelta de la esquina.

Desconozco la vigencia actual de las películas de Glauber Rocha, pero apuesto sin dudar por la principal obra inspirada en estas tierras, Gran Sertón: veredas, de João Guimarães Rosa, una de las grandes novelas del siglo XX. El libro de Guimarães Rosa es la epopeya de un Brasil desdoblado en su propio vacío, de un continente atrapado en una telaraña de relatos casi imposibles pero decisivos. Sobre todo es un remolino de voces tan íntimamente pegadas a la tierra (encarnado en una riqueza idiomática casi intraducible) que el lector se siente envuelto sin remedio en el pasado y en el destino de un mundo mágico y cruel. Guimarães Rosa cruza las pequeñas sendas épicas de los que serán empujados a emigrar para constituir ese Brasil maldito del noreste que a menudo ya no está ni siquiera en el noreste, sino en las favelas y periferias de São Paulo, Rio de Janeiro o Belo Horizonte.

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Parte de ese mundo -Rio Grande do Norte, Pernambuco, Piauí- ha entrado, quizá establemente, en los renglones de los periódicos gracias a la recién estrenada presidencia de Lula y al cumplimiento por parte de éste de la promesa electoral que implicaba el viaje de los ministros por el "Brasil del hambre". En este sentido el compromiso de Lula con el noreste brasileño no deja de ser un retorno a su propio origen. Tal vez por eso sus imágenes paseando entre los miserables no están rodeadas de la bruma demagógica que ha envuelto trayectos similares de muchos políticos populistas.

Pero el impacto de esos primeros pasos presidenciales de Lula va más allá del nuevo -y al parecer excepcional- cumplimiento de un compromiso electoral. Por primera vez en mucho tiempo un proyecto político despierta una nueva ilusión, ya no en Brasil, sino en muchos lugares. Lula irrumpe en el horizonte como un dirigente distinto, más vinculado a la estirpe de los Mandelas que a la de los políticos que gestionan desde el puro pragmatismo los asuntos del mundo. De repente el factor Lula parece haber descolocado a todos, como si alguien hubiera alterado reglas de juego inviolables.

Sin duda al lado de esa esperanza surgirá asimismo la amenaza. A Lula ya se le ha insinuado que debe contentar también a "los mercados": una proclama aparentemente inocua pero suficientemente explícita. Si no lo hace será considerado un peligro en los centros de poder internacionales y, por supuesto, de Brasil. Incluso en ese noreste suyo cuya pobreza sólo es equiparable a la arrogancia de los grandes terratenientes que lo explotan.

Cerca de Barcelona fui testigo de una de las afrentas peores a las que he asistido. Pese a la escasez de tráfico, hubo de pronto un breve colapso en el que se vio envuelto el vehículo en el que viajaba. Tras unos minutos de espera salí del coche y me adelanté para ver lo que ocurría. Observé, por fin, un pequeño cortejo que desfilaba al borde de la carretera detrás de un ataúd transportado en una carreta. Eran todos negros, delgadísimos, con una fina capa de polvo adherida a la piel. Súbitamente apareció un enorme todoterreno -distintivo favorito de los propietarios agrícolas- que había sorteado el colapso avanzando por el margen de la carretera. Se lanzó sobre el cortejo y lo dispersó. Y se oyó una voz: "Esa mierda negra molesta incluso cuando está muerta".

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