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Habrá guerra

El despliegue se desarrolla inexorable. Como si de una invasión de hispanos se tratara, se llena de Sánchez, Pérez, Garcías y González -incluso-. El Golfo se llena de tropas dispuestas a combatir al cabeza visible del "eje del mal". La ventana temporal de oportunidad se acerca en el duro desierto bíblico.

Los inspectores buscan, contra reloj y en palacios rodeados de miseria, pero no encuentran pruebas. Es probable que sólo puedan certificar que no encontraron lo que buscaban. Sadam Husein tampoco parece dispuesto a demostrar que realizó su propio desarme. Ni siquiera que haya acabado con las armas químicas cedidas por Estados Unidos en su lucha contra Irán, allá por los ochenta del pasado siglo.

Desde la Casa Blanca, el que decide el destino global muestra su impaciencia enfadado porque el tiempo se agota y "está harto de engaños".

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¿Mambrush se va a la guerra? La pregunta circula por todos los mentideros, políticos, financieros y mediáticos. El precio del petróleo, acicateado por la huelga venezolana, precipita las especulaciones.

Desde Naciones Unidas a las cancillerías del mundo árabe, Europa, Rusia, Turquía, América Latina, el Medio y el Extremo Oriente, se estiman porcentajes: cincuenta a cincuenta, sesenta a cuarenta, ochenta a veinte, a favor del sí o del no respecto del comienzo inmediato de la intervención.

Lo mismo ocurre con los mercados, tan habituados a los cálculos, a las operaciones de descuento. Ya tenemos estadísticas de lo ocurrido en Wall Street antes, durante y después de todas las guerras del siglo XX en las que intervinieron los EE UU. Pero, en esta ocasión, la decisión es más difícil de descontar que las habituales en el escenario de la globalización.

Es más fácil descontar el efecto del triunfo de Lula que una guerra contra Irak, porque es más predecible el hombre que cree que la economía y el propio mercado deben servir a la sociedad a la que representa -incluso para tener éxito en el medio plazo-, y porque se empeña en acabar con el hambre en un país rico de recursos.

Hace poco más de una década, en el mismo escenario del Golfo, el tirano de Bagdad había invadido otro país (después de su fracaso contra los iraníes apoyado por Estados Unidos), empeñado en ser el dueño y señor de las fuentes de aprovisionamiento energético. Todo el mundo, sin excepciones -salvo el Estado Vaticano- creyó que era necesario, incluso inevitable, parar los pies al aventurero, reduciendo su poder y su agresividad. Había que sacarlo de Kuwait y restablecer la legalidad internacional conculcada. Incluso el ya débil Gorbachov estuvo de acuerdo y prestó su apoyo junto a los países árabes que se sentían directamente amenazados.

Hoy, la realidad y la percepción del mundo han cambiado, a pesar de la amplia corriente de solidaridad con Estados Unidos por el 11 de septiembre, que puede haberse erosionado gravemente. Pocos confunden la amenaza del terrorismo internacional, que se puso de manifiesto con los atentados de las Torres Gemelas, con el problema iraquí, de naturaleza diferente.

Se superponen y mezclan dos tipos de análisis sobre la seguridad internacional. El clásico de la posguerra fría, orientado a frenar el amenazante desarrollo de armas de destrucción masiva por países atrasados y autoritarios, empeñados en aumentar su poder regional, y el nuevo, que trata de definir sin conseguirlo el fenómeno del terrorismo internacional, como la nueva y más peligrosa amenaza por la ubicuidad de su origen y la de su destino. Amenaza desde cualquier punto del planeta y contra cualquier objetivo sea cual sea el territorio de destino.

El día que terminó la operación Tormenta del Desierto, el viejo Bush pensó, a requerimiento del general Schwarzkopf, si debía hacer llegar a Bagdad las tropas exitosas en la expulsión de Kuwait. En 24 horas Sadam podría ser derrotado definitivamente y sacado del poder. El viejo Bush realizó la ronda de consultas que practicaba habitualmente, con su idea del multilateralismo eficiente. Tras ello dio por concluida la operación, teniendo en cuenta los riesgos para la región de liquidar abruptamente al régimen iraquí.

Las decisiones de Naciones Unidas, a partir de ese momento, iban encaminadas a mantener en cuarentena a Sadam Husein, aunque parte de las sanciones y el bloqueo hayan sido mal orientados y pagados a un altísimo precio por la población inocente y no por la nomenclatura. Sadam es, sin duda, el máximo responsable de la larga agonía de su pueblo.

En el momento presente, el factor desencadenante de la nueva política de Estados Unidos es el 11 de septiembre, y la nueva amenaza que altera sustancialmente las prioridades es el terrorismo internacional que lo provocó. Si esto es así, lo lógico es concentrarse en combatir esa amenaza, intentando disminuirla en una primera fase, para anularla -si es posible- con una estrategia meditada y sostenida.

Esto exige una clara definición del fenómeno y de sus orígenes. Un diagnóstico certero que facilite la terapia más eficaz para combatirlo. Cuando esto se aclare se verá cómo es más necesaria que nunca la cooperación internacional entre Estados, la estrategia multilateral que se está menospreciando, cuando no negando abruptamente con el desarrollo de la política unilateral de gran potencia hegemónica y exclusiva.

Para una guerra clásica, en la que el enemigo sea un Estado nación concreto, o varios si me apuran, Estados Unidos está en condiciones de aplicar esta estrategia, aunque sea menos conveniente en el medio plazo que contar -en serio- con el mayor número de aliados como se hizo en la anterior crisis del Golfo. Pero, para conseguir el objetivo de acabar con la amenaza del terrorismo internacional, esta estrategia puede llevar a resultados desastrosos.

La gran confusión en la que nos estamos metiendo -no solo Estados Unidos, sino el resto del mundo, arrastrado por sus decisiones- es la mezcla de dos objetivos que responden a amenazas radicalmente diferentes, aunque ambas afec-

ten -a su manera- a la seguridad internacional.

El diagnóstico sigue sin precisarse, incluso me atrevería a decir que sigue sin hacerse. Casi nadie duda de que la amenaza emergente para la seguridad internacional es el terrorismo, prototípicamente representado por Al Qaeda, aunque no sea sólo una organización sino más bien una red de organizaciones. Una especie de hidra compuesta de ONGs unidas por el propósito nihilista de destruir el poder establecido que representan Estados Unidos, en particular, y lo que llamamos el mundo occidental, en general. Pero que incluye a todo aquel que se considera tibio, o traidor a los propósitos de los grupos terroristas.

Los métodos que exhiben van desde los más simples en apariencia -aviones civiles y cuchillas- a los más sofisticados que estén a su alcance y puedan ser empleados con facilidad en las sociedades abiertas o en las menos capaces de protegerse. Pueden ser Nueva York o Bali. A esto añaden la determinación nihilista de morir matando. Por eso se constituyen en enemigos difíciles de ubicar y de batir, como lo demuestra la operación en Afganistán.

Esta amenaza tiene poco que ver con la otra, la más convencional, procedente también de los desechos de la guerra fría, de la proliferación de las armas de destrucción masiva, en manos de dictadores ávidos de poder. No es inimaginable que algún grupo terrorista llegue a disponer de algunas químicas o biológicas (los atentados con gas sarín en Japón pueden ser un indicio), pero es menos pensable que accedan a las nucleares, incluidas las de bolsillo de reciente desarrollo.

En todo caso, los Estados nación, comprendidos los que han sido considerados en las últimas décadas como instigadores o promotores del terrorismo, no se libran de las amenazas de estos nihilistas, como podría explicar Gaddafi en sus enfrentamientos con Bin Laden, o como podrían explicar los financiadores de estos grupos cuando pagan seguridad propia, cediendo al chantaje.

Por tanto, la jugada es otra y merece la pena diferenciarla para avanzar en un buen diagnóstico y en una mejor terapia.

Esto es lo más inquietante de la situación actual. Desgraciadamente, Estados Unidos se siente golpeado, humillado y solo, a la vez que potente para responder por su cuenta. No quiere escuchar a los que, de buena fe y sin sumisión, están dispuestos a cooperar en una lucha decidida contra la amenaza del terrorismo internacional.

Así, bajo una amenaza real y peligrosa como pocas, asistimos a una estrategia de respuesta que nos conduce -nueva OTAN incluida- a un escenario internacional más incierto que nunca, más imprevisible. Veremos, ¡y pronto!, guerra en Irak. Se saldará con la derrota de Sadam, pero esto no significará el triunfo simplificador que se espera. La post-guerra será larga y la región seguirá en tensión y desequilibrio, desde Turquía a Arabia Saudí, para no hablar del conflicto israelo-palestino.

Pero, y sobre todo, nada indica que mejore la posición contra la amenaza del terrorismo internacional. ¿Podría ocurrir lo contrario en este provocado conflicto de civilizaciones?

Felipe González es ex presidente del Gobierno.

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