_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Amazonia

En la vida hay momentos sublimes que tratamos a veces de repetir casi siempre sin éxito. Sabina dice saber por experiencia que al lugar donde has sido feliz no se debe tratar de volver. Es una consigna extremadamente dura por la carga de realismo que contiene, pero muy acertada. Nada es igual cuando vuelves, nada, ni siquiera las estrellas. Si tuviera que escoger el momento de mi vida en que he sentido mayor plenitud vital creo que elegiría aquellas noches de verano de chaval en que me tumbaba en la cuneta para contemplar el firmamento. Era una pasada. Ocurría a las afueras de un pequeño pueblo castellano donde el aire olía a tierras de labor recién segadas y el silencio, atronador, era tan sólo violado por los grillos y las chicharras.

En ese ambiente rompía la oscuridad absoluta el espectáculo alucinante de la bóveda celeste. Allí tocabas las estrellas e identificabas planetas y constelaciones con nombres y apellidos como si formaran parte de tu familia. Aquel viaje sideral con ojos de crío te hacía sentir grande ante las pequeñas mezquindades terrenales. He intentado mil veces recuperar la experiencia y nunca ha sido igual. Ni el cielo del Sinaí , que parece poner las estrellas al alcance de la mano, ha logrado transmitirme el sobrecogimiento interior de esas noches memorables de adolescencia.

En el monte sagrado el aire olía a camélido, el silencio era ruidoso y sobre todo los ojos no miraban ya con el prisma de la inocencia de quien despierta a la vida. Quizá influye también el reconocer que aquella escenografía estelar no existe realmente, no al menos tal como la vemos al tratarse de imágenes que viajaron a la velocidad de la luz durante millones de años.

Resulta que ahora un gran ojo electrónico dotado de sistemas infrarrojos permite a los científicos contemplar cómo eran los confines del universo hace 13.000 años. La cámara del telescopio Hubble está captando imágenes que muestran galaxias situadas en la llamada edad oscura. Imágenes que viajaron a la velocidad de la luz durante ese espacio de tiempo casi inimaginable, ofreciendo la visión del universo cuando apenas tenía mil años de antigüedad.Un espectacular avance en el conocimiento humano que, sin embargo, patentiza nuestra absoluta incapacidad de escrutar siquiera cómo es el cosmos en la actualidad. Tal impotencia contrasta con las increíbles posibilidades de prospección que aún presenta el planeta en que vivimos. Se encuentra en Madrid desde hace días un personaje prácticamente desconocido para el gran público y cuya vivencia personal resulta fascinante. Su nombre es Sydney Posuelo y dirige el departamento de Indios Aislados de Brasil. Sydney, que pronunciará una conferencia el próximo lunes día 20 en la Casa Encendida de Caja Madrid, es la persona encargada de proteger las últimas tribus de la tierra que aún no han tenido contacto con el hombre civilizado. Tribus que viven igual que lo hacían sus antepasados antes de que llegara Cristóbal Colón.

Para que se hagan una idea de la magnitud de este tesoro antropológico allí hay más de trescientas mil almas que ignoran la existencia del mundo tal y como lo conocemos y que conservan sus lenguas, sus costumbres y culturas sin la menor contaminación externa. No se trata de una tribu, sino de casi trescientas etnias diferentes asentadas en la Amazonia y que, separadas por cientos de kilómetros de selva, no mantienen contacto alguno entre sí. Pueden imaginar la enorme riqueza y diversidad cultural que encierra cada uno de estos colectivos humanos que pueblan el último gran reducto virgen del planeta. Les hablo de un espacio equivalente a tres veces el territorio español y que Sydney Posuelo, con sólo setenta hombres armados, ha demarcado y protegido de los madereros y buscadores de oro que amenazan su supervivencia. Indiana Jones o cualquiera de los héroes de ficción empalidecería ante las hazañas de este tipo sencillo que hoy pasea por las calles de Madrid con aire despistado. Él nos descubre un mundo insólito y alucinante bajo las estrellas del Amazonas. Las estrellas que los indígenas observan todavía con esa ingenuidad maravillosa que te permite casi tocarlas. Ellos ignoran que el firmamento que se alza ante sus ojos, al menos tal y como lo ven, ya ni siquiera existe.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_