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Reportaje:LECTURAS PARA TODOS

Cuentos de niños y algo más

Aquella noche, después del complicado casamiento de Lord Peter Wimsey con su amada Harriet Vane, a quien el aristocrático detective había defendido de un oprobioso cargo de asesinato, la viuda duquesa de Denver, madre de Lord Peter, busca en su biblioteca un libro para aliviar su mente de las fatigas del día. Su mano se dirige hacia la novela de Cronin, Las estrellas miran hacia abajo, que está tratando de acabar desde hace varias semanas, pero decide que lo que necesita es algo menos lúgubre y más sedante, y la viuda duquesa se va a la cama con un ejemplar de Alicia en el País de las Maravillas. El lector, nostálgico, comprende.

La relectura es privilegio de la infancia y también de la edad madura. De niños nos gusta la repetición, saber que la misma hacha abrirá la misma panza del mismo lobo travesti, y que otra vez el mismo volcán vomitará de sus entrañas la roca salvadora con los mismos viajeros del Centro de la Tierra. Más tarde, adolescentes y adultos, buscamos los dudosos méritos de lo original y de lo nuevo; obligatoriamente, nos importan primero las literaturas experimentales y luego las listas de best sellers. Ya de viejos, hartos de novedad, el recuerdo de una antigua lectura nos vuelve nostálgicos. Con la esperanza de sentir una vez las emociones que (bien sabemos) no pueden sentirse más que la primera vez, cuando ignorábamos que Doctor Jekyll y Mister Hyde eran una sola y terrible persona, abrimos los libros que conocimos allá lejos y hace tiempo. La desilusión no nos detiene. Volvemos a las consabidas páginas sabiendo que no lograremos ser los candorosos lectores que una vez fuimos, pero que, en cambio, si tenemos suerte, podremos descubrir rincones insospechados en esas geografías que creíamos conocer tan bien. Ya no podemos razonar como Alicia, pero de pronto podemos sentir, como Alicia, el terror de ahogarnos en el mar de nuestras propias lágrimas.

Al final de su vida, Pablo Neru

da quiso releer a Emilio Salgari, a quien leyó cuando escribía sus primeros versos en un cuaderno de matemáticas, durante el abrasador verano de Cautín, bajo el cerro Ñielol; conmovido, el viejo poeta socialista soñó nuevamente con ser un bucanero ávido de sangre y de tesoros. Adolfo Bioy Casares, a los 80 años, volvió a la historia de Pinocho. "No sólo la leí en el libro de Collodi, su inventor, sino también en una serie de la editorial Calleja, de autor no declarado, Salvador Bertolozzi, un madrileño que la continuó y que, por lo menos para el chico que fui, escribió las mejores aventuras de Pinocho", recordó Bioy. Y agregó: "El más íntimo encanto de la aventura nos llega en la enunciación de las circunstancias domésticas que la rodean". Borges, pasados los sesenta años, se acordaba perfectamente del diseño de la revista en la que, de niño, leyó El libro de la selva de Kipling, incluso si cierta ilustración se encontraba en una página par o impar. Sin embargo, al escuchar ahora esas historias leídas tanto tiempo atrás, quedaba de pronto atónito, y confesaba que cierta frase, cierto detalle olvidado, le había inspirado una frase o detalle en una de sus propias ficciones. Michael Dorris, el escritor indígena norteamericano, que de niño había sido ferviente lector de la serie La casita en la pradera, de Laura Ingalls, intentó resucitar el placer de sus tardes infantiles leyéndole esos libros a sus propios chicos, antes de darse cuenta, horrorizado, que Ingalls describía a los indígenas de manera despectiva y racista, y Dorris se vio obligado a improvisar una versión "corregida" para no ofender a sus hijos con una historia que a él mismo, en su infancia, nunca le había ofendido.

Lo cierto es que los libros que leímos de niños cambian con nosotros. No sólo las sobrecubiertas se desgarran, las cubiertas se ajan, el papel se vuelve amarillo, la tinta empalidece: las palabras mudan de sentido, los detalles se multiplican, los personajes se hacen más complejos, la acción cambia de rumbo. Los libros de nuestra infancia son más fieles a nosotros, sus lectores, que a aquellos que los han creado.

La categoría "literatura infantil" no fue inventada hasta el siglo XVII, y durante muchos años fue meramente instructiva. Nuestros antepasados en Babilonia, Grecia, India y China leyeron en sus remotas infancias los libros escritos para sus padres, pero porque eran niños quienes los leían, los mismos libros eran también otros. La épica de Gilgamesh, que para los adultos de Sumeria narraba entre alegoría e historia los orígenes de su civilización, era sin duda para los pequeños sumerios una primera versión de lo que, 2.000 años más tarde, sería el encuentro de Elliot con E. T.

Toda categoría es censura. Re

legados al gueto de la sección para niños de nuestras bibliotecas y librerías, ciertos libros no son admitidos a las mesillas de noche de los mayores más que en secreto, recelosamente. Para evitar a los adultos la vergüenza de ser vistos con un libro "infantil" entre las manos, los editores ingleses de Harry Potter publicaron una versión de las novelas con cubiertas "serias", en las que lúgubres fotografías de paisajes en blanco y negro reemplazan las coloridas imágenes originales. Curiosamente, lectores que no sienten el menor escrúpulo en ser vistos con un ejemplar de Houellebecq o Paolo Coelho entre las manos, se ruborizan ante la idea de sentarse en un café con los Cuentos de Andersen o La isla del tesoro. Tove Jansson, Monteiro Lobato, Lloyd Alexander, Julio Verne, Edith Nesbit, aparecen raramente en las listas de autores preferidos, aunque sospecho que más de una biblioteca "seria" esconde en sus anaqueles un gastado ejemplar de la saga de Emilia o de la crónica de Miguel Strogoff.

Cuenta Plutarco que Alejandro Magno llevaba siempre consigo un ejemplar de la Ilíada. Sus biógrafos han visto en esta pasión bibliófila (tan rara en los militares de nuestros días) el natural interés de un gran guerrero por las estrategias de otros guerreros famosos. Pero también es posible que el conquistador del mundo, intuyendo la brevedad de su vida, quiso volver, en sus contados reposos entre batallas, a un tiempo en el cual las hazañas de Aquiles eran un maravilloso cuento que Aristóteles le leía noche a noche y que el niño Alejandro podía repetir incansablemente con soldados de arcilla en el patio del palacio de Pella.

BIBLIOGRAFÍA

Alicia en el país de las maravillas. Alicia a través del espejo. La caza del Snark. Lewis Carroll. Ilustraciones de John Tenniel y Henry Holiday. Traducción de Luis Maristany. Edhasa.
Las aventuras de Pinocho.
Carlo Collodi. Traducción de Esther Benítez. Alianza.
Los tigres del mar y otros cuentos. Emilio Salgari. Edición de Eleonora Arrigoni y Luis Navarro. Páginas de Espuma.
El libro de la selva. Rudyard Kipling. Traducción de G. Bustelo. Anaya.
La isla del tesoro. R. L. Stevenson. Traducción de Juan Antonio Molina Foix. Cátedra.
Los mejores cuentos. H. C. Andersen. Traducción de Inés Belaustegui. Ediciones B.

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