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LECTURA

El complejo Macbeth de Pinochet

Ariel Dorfman

Conocí a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros íntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los años ha terminado siendo como una hermana. Y más doloroso todavía es que aquella noche en que nos topamos por primera vez serían también las únicas horas que pasaría yo con Orlando.

Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El día anterior, 4 de septiembre, había sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos estábamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un millón pasamos dos veces por el balcón de la Moneda en que estaba Allende, como si tuviéramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidiéndole que jamás se fuera.

'Más allá del miedo. El largo adiós a Pinochet'.

Ariel Dorfman Siglo XXI Editores.

Letelier se quejaba de que Pinochet fuera tan servil y zalamero, hasta el punto de que le ponía nervioso. "Me quiere llevar el maletín. ¡Un general! ¡Y quiere ponerme el abrigo!"
Los dueños del cuerpo de Orlando son aquellos que le sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable muerte se apoderara de él: el olvido, la amnesia y la distancia
Se podría haber pensado que ningún acto de Pinochet había sido más estúpido, arrogante y presuntuoso que esa decisión de matar a Letelier en la capital de EE UU, el país que ayudó a Pinochet a dar el golpe y le sostuvo en el poder

No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conocí a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los últimos meses del Gobierno popular-, había organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes había renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ejército. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalición de lo que podríamos haber supuesto en ese tiempo. Prats había constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que había comenzado a definir la seguridad de Chile en términos que dejaban atrás la ideología de la guerra fría, proclamando que una nación es más segura si su pueblo está bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educación; pero pensábamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba también con esas ideas progresistas.

En algún momento durante esa noche se comenzó a bailar. Un tango, según recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundiéndose con la música: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sofía Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y José Tohá, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Tohá.

Testigos de la traición

Los tres habían sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres habían estado muy cerca de los militares, los tres serían testigos de la traición de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sabían demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.

Estaban tan vivos y la música tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Peña de los Parra, donde estábamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canción en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bailándola más allá de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.

Primero mataron a Tohá y después a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.

Se podría haber pensado que ningún acto de Pinochet había sido más estúpido, más arrogante y presuntuoso que esa decisión de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el país que había ayudado al general a dar el golpe y que después hizo todo lo posible para seguir sosteniéndolo en el poder.

Pinochet les había enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ningún lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el más prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabrán que no es cierto. Como si estuviera diciéndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volverán a bailar nunca más, no tienen derecho a música, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el dueño de esos cuerpos que osaron bailar.

Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sabía mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequívoca: él sabía muy poco acerca de la vida.

Podía matar a Orlando, pero no logró ser el dueño de su cuerpo muerto.

Nosotros somos los dueños del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la policía secreta de Pinochet.

Los dueños del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de él, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los señores de la muerte como para decretar quién vive y quién muere.

Pero sí somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sofía ni José pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta metáfora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma función que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la última palabra.

Cuento de hadas

Si esto fuera un cuento de hadas, es así como yo lo terminaría:

Érase una vez un país en que tres parejas bailaban el tango.

Érase una vez que vivió entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.

Érase una vez que necesitábamos ayuda para que él y tantos otros siguieran con vida.

Érase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi país muriera.

Éste no es, sin embargo, un cuento de hadas.

Isabel Morel de Letelier tiene una interpretación acerca de cómo Pinochet se transformó en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro más allá de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.

Ella conoció a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Tohá le había hablado de Pinochet, describiéndolo como alguien bonachón y galante, que incluso les pedía a los niños Tohá que le llamaran Tata. Pinochet se le había acercado a Isabel en una recepción en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qué suerte conocerla", y agregó: "Y una suerte también para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y así había seguido, amabilísimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le aseguró que el Ejército estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llamó- fuera ahora ministro, porque "él es de los nuestros", dijo, refiriéndose a que Orlando había sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".

"Me dio la impresión", me explicó Isabel, "de un hombre que hacía todo lo posible por complacerme". Esta versión de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada después por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le ponía nervioso. "Estoy incómodo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el maletín, ¡un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquerías a la antigua que después de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".

Tres semanas más tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Tohá, van al Ministerio de Defensa unos días después del golpe. No saben si sus maridos están vivos o muertos o qué ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que él les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres están caminando por el pasillo de uno de los pisos más altos, hay una conmoción y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fotógrafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todavía fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet después del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses más tarde estará parada frente a él otra vez más, rogándole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacción de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas señoras".

Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que resultó ser justo el día del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese día, Isabel y Moy, acompañadas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que había sido el canciller de Allende y que también estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del más grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que murió, más de tristeza que de cáncer, unos días después del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sofá y ahí las dejaron un buen rato.

Palabras incoherentes

"De repente, detrás de mí", dice Isabel, "se abrió la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz decía: 'Sus maridos están en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, están muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar quién podía ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojadísimo. Alcancé a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al revés, ahí...'. Y Pinochet se pasó el índice por la garganta y sacó la lengua, poniendo una cara extraña, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".

"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos años en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ahí estábamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos habían pasado por quién sabe cuántos registros de seguridad, y él era el que tenía miedo, él era el que estaba enojado. Alteradísimo".

Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses más tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a José Tohá".

"Parece que después del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ahí se puso de nuevo a gritar, de repente, refiriéndose a Allende: 'A ese traidor, aunque esté bajo tierra...'. Y entonces se paró Irma y le dijo: 'En esos términos no, general', haciendo un ademán de que iba a retirarse. Y eso pareció calmar un poco a Pinochet. Se puso más sobrio. '¿Qué las trae por acá, señoras?".

"Cada una dijo lo suyo, y cuando me tocó a mí, expliqué: 'A mí me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber dónde está Orlando, qué ha pasado con él, y yo no sé qué decirles'. Y era cierto, no teníamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".

"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvió a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.

Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.

-Imposible.

-Pero los niños -dijo Moy-. Carolina y José. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.

Pinochet vaciló un instante, y enseguida:

-Bueno, que escriban.

-¿Y nosotras?

-Bueno, también, también, que escriban, que escriban.

Estábamos contentas porque si podíamos escribir, quería decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy siguió a la carga:

-¿Y las demás señoras? -preguntó, porque había tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.

-Bueno, ya, ya, ya. Que también escriban.

Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por algún insólito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que dárselo a todas las demás.

Y ésa fue la última vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.

Dejándola durante años con la pregunta que yo también me he estado haciendo tanto tiempo: cómo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, cómo se transforma el hombre que la trató tres semanas antes con galantería y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, colérico.

Todos complotando

La interpretación de Isabel es sencilla.

Pinochet, según ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos días antes del golpe de que todos están complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".

De ahí que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravucón para que nadie piense que él es dócil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.

¿Por qué será?

"Porque tiene un miedo pánico", dice Isabel. "Es así como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".

¿Será cierto?

Tanto tiempo pensando yo que nosotros teníamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos diéramos cuenta, era él quien había estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era él quien temía, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.

La clave secreta de Pinochet

¿Será tan primordial como esto?

¿Será cierto que todos estos años el que tuvo de veras miedo fue él? ¿Y que la única manera de borrar al hombre que le llevaba el maletín a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ¿Y que la única manera de olvidar al hombre que juró lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ¿Y que la única manera de negar al hombre que llevó regalos al hijo de José Tohá era ultimar a José Tohá? ¿Que todos estos años la persona a la que más temía era a él mismo, al hombre que él alguna vez llegó a ser, al hombre que él había sofocado y muerto cuando se unió a la conspiración contra Allende?

Qué grandísimo hijo de puta.

Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle lástima.

Conocí a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros íntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los años ha terminado siendo como una hermana. Y más doloroso todavía es que aquella noche en que nos topamos por primera vez serían también las únicas horas que pasaría yo con Orlando.

Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El día anterior, 4 de septiembre, había sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos estábamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un millón pasamos dos veces por el balcón de la Moneda en que estaba Allende, como si tuviéramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidiéndole que jamás se fuera.

No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conocí a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los últimos meses del Gobierno popular-, había organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes había renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ejército. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalición de lo que podríamos haber supuesto en ese tiempo. Prats había constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que había comenzado a definir la seguridad de Chile en términos que dejaban atrás la ideología de la guerra fría, proclamando que una nación es más segura si su pueblo está bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educación; pero pensábamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba también con esas ideas progresistas.

En algún momento durante esa noche se comenzó a bailar. Un tango, según recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundiéndose con la música: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sofía Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y José Tohá, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Tohá.

Testigos de la traición

Los tres habían sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres habían estado muy cerca de los militares, los tres serían testigos de la traición de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sabían demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.

Estaban tan vivos y la música tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Peña de los Parra, donde estábamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canción en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bailándola más allá de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.

Primero mataron a Tohá y después a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.

Se podría haber pensado que ningún acto de Pinochet había sido más estúpido, más arrogante y presuntuoso que esa decisión de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el país que había ayudado al general a dar el golpe y que después hizo todo lo posible para seguir sosteniéndolo en el poder.

Pinochet les había enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ningún lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el más prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabrán que no es cierto. Como si estuviera diciéndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volverán a bailar nunca más, no tienen derecho a música, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el dueño de esos cuerpos que osaron bailar.

Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sabía mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequívoca: él sabía muy poco acerca de la vida.

Podía matar a Orlando, pero no logró ser el dueño de su cuerpo muerto.

Nosotros somos los dueños del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la policía secreta de Pinochet.

Los dueños del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de él, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los señores de la muerte como para decretar quién vive y quién muere.

Pero sí somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sofía ni José pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta metáfora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma función que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la última palabra.

Cuento de hadas

Si esto fuera un cuento de hadas, es así como yo lo terminaría:

Érase una vez un país en que tres parejas bailaban el tango.

Érase una vez que vivió entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.

Érase una vez que necesitábamos ayuda para que él y tantos otros siguieran con vida.

Érase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi país muriera.

Éste no es, sin embargo, un cuento de hadas.

Isabel Morel de Letelier tiene una interpretación acerca de cómo Pinochet se transformó en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro más allá de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.

Ella conoció a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Tohá le había hablado de Pinochet, describiéndolo como alguien bonachón y galante, que incluso les pedía a los niños Tohá que le llamaran Tata. Pinochet se le había acercado a Isabel en una recepción en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qué suerte conocerla", y agregó: "Y una suerte también para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y así había seguido, amabilísimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le aseguró que el Ejército estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llamó- fuera ahora ministro, porque "él es de los nuestros", dijo, refiriéndose a que Orlando había sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".

"Me dio la impresión", me explicó Isabel, "de un hombre que hacía todo lo posible por complacerme". Esta versión de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada después por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le ponía nervioso. "Estoy incómodo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el maletín, ¡un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquerías a la antigua que después de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".

Tres semanas más tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Tohá, van al Ministerio de Defensa unos días después del golpe. No saben si sus maridos están vivos o muertos o qué ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que él les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres están caminando por el pasillo de uno de los pisos más altos, hay una conmoción y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fotógrafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todavía fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet después del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses más tarde estará parada frente a él otra vez más, rogándole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacción de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas señoras".

Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que resultó ser justo el día del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese día, Isabel y Moy, acompañadas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que había sido el canciller de Allende y que también estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del más grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que murió, más de tristeza que de cáncer, unos días después del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sofá y ahí las dejaron un buen rato.

Palabras incoherentes

"De repente, detrás de mí", dice Isabel, "se abrió la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz decía: 'Sus maridos están en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, están muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar quién podía ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojadísimo. Alcancé a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al revés, ahí...'. Y Pinochet se pasó el índice por la garganta y sacó la lengua, poniendo una cara extraña, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".

"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos años en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ahí estábamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos habían pasado por quién sabe cuántos registros de seguridad, y él era el que tenía miedo, él era el que estaba enojado. Alteradísimo".

Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses más tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a José Tohá".

"Parece que después del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ahí se puso de nuevo a gritar, de repente, refiriéndose a Allende: 'A ese traidor, aunque esté bajo tierra...'. Y entonces se paró Irma y le dijo: 'En esos términos no, general', haciendo un ademán de que iba a retirarse. Y eso pareció calmar un poco a Pinochet. Se puso más sobrio. '¿Qué las trae por acá, señoras?".

"Cada una dijo lo suyo, y cuando me tocó a mí, expliqué: 'A mí me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber dónde está Orlando, qué ha pasado con él, y yo no sé qué decirles'. Y era cierto, no teníamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".

"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvió a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.

Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.

-Imposible.

-Pero los niños -dijo Moy-. Carolina y José. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.

Pinochet vaciló un instante, y enseguida:

-Bueno, que escriban.

-¿Y nosotras?

-Bueno, también, también, que escriban, que escriban.

Estábamos contentas porque si podíamos escribir, quería decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy siguió a la carga:

-¿Y las demás señoras? -preguntó, porque había tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.

-Bueno, ya, ya, ya. Que también escriban.

Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por algún insólito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que dárselo a todas las demás.

Y ésa fue la última vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.

Dejándola durante años con la pregunta que yo también me he estado haciendo tanto tiempo: cómo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, cómo se transforma el hombre que la trató tres semanas antes con galantería y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, colérico.

Todos complotando

La interpretación de Isabel es sencilla.

Pinochet, según ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos días antes del golpe de que todos están complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".

De ahí que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravucón para que nadie piense que él es dócil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.

¿Por qué será?

"Porque tiene un miedo pánico", dice Isabel. "Es así como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".

¿Será cierto?

Tanto tiempo pensando yo que nosotros teníamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos diéramos cuenta, era él quien había estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era él quien temía, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.

La clave secreta de Pinochet

¿Será tan primordial como esto?

¿Será cierto que todos estos años el que tuvo de veras miedo fue él? ¿Y que la única manera de borrar al hombre que le llevaba el maletín a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ¿Y que la única manera de olvidar al hombre que juró lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ¿Y que la única manera de negar al hombre que llevó regalos al hijo de José Tohá era ultimar a José Tohá? ¿Que todos estos años la persona a la que más temía era a él mismo, al hombre que él alguna vez llegó a ser, al hombre que él había sofocado y muerto cuando se unió a la conspiración contra Allende?

Qué grandísimo hijo de puta.

Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle lástima.

Conocí a Isabel Margarita Morel la misma noche en que tuve mi primer encuentro con su marido, Orlando Letelier. Un largo exilio compartido iba a transformar a Isabel y a sus cuatro hijos en nuestros íntimos amigos. Me duele pensar que si no hubiera sido por Pinochet y su golpe, es probable que no hubiese tenido yo la oportunidad de acercarme tanto a Isabel que con los años ha terminado siendo como una hermana. Y más doloroso todavía es que aquella noche en que nos topamos por primera vez serían también las únicas horas que pasaría yo con Orlando.

Fue un jueves, si no me equivoco -jueves 5 de septiembre de 1973-. El día anterior, 4 de septiembre, había sido el tercer aniversario de la victoria de Allende en las elecciones presidenciales. Tal vez intuimos que nos estábamos despidiendo de nuestro presidente -muchos de los que marchaban en esa multitud de casi un millón pasamos dos veces por el balcón de la Moneda en que estaba Allende, como si tuviéramos la esperanza de congelar este momento en el tiempo, pidiéndole que jamás se fuera.

No hablamos mucho la siguiente noche, cuando conocí a Orlando. Fernando Flores, el ministro secretario general de Gobierno -con quien estaba trabajando como asesor cultural y de medios durante los últimos meses del Gobierno popular-, había organizado una cena de agradecimiento y de despedida para el general Carlos Prats, que unas semanas antes había renunciado a su puesto de comandante en jefe del Ejército. Una desgracia mucho mayor para nuestra coalición de lo que podríamos haber supuesto en ese tiempo. Prats había constituido el principal baluarte del Gobierno constitucional, un hombre que había comenzado a definir la seguridad de Chile en términos que dejaban atrás la ideología de la guerra fría, proclamando que una nación es más segura si su pueblo está bien alimentado y goza de buenas viviendas y buena salud y educación; pero pensábamos que su reemplazo, Augusto Pinochet, concordaba también con esas ideas progresistas.

En algún momento durante esa noche se comenzó a bailar. Un tango, según recuerdo. En mi memoria veo tres parejas girando y girando, hacia un lado, hacia el otro, fundiéndose con la música: primero veo a Orlando Letelier con su brazo en la cintura de Sofía Prats, la esposa de Carlos Prats; luego entran danzando a mi campo visual Isabel Margarita Morel y José Tohá, y luego veo al general Prats mismo virando y volteando una y otra vez con Moy, la mujer de Tohá.

Testigos de la traición

Los tres habían sido ministros de Defensa de Salvador Allende, los tres habían estado muy cerca de los militares, los tres serían testigos de la traición de esos soldados a sus juramentos de lealtad, los tres sabían demasiado. Y finalmente, a los tres los iban a silenciar.

Estaban tan vivos y la música tan viva; se deslizaban las tres parejas por el piso de madera de la Peña de los Parra, donde estábamos celebrando esa cena de despedida, como si el tango pudiera purificar y posponer lo que estaba a punto de devorarnos desde el futuro. Ellos canturreaban esa canción en voz bien bajita, cada hombre, cada mujer, con la esperanza tal vez de seguir bailándola más allá de ese momento, con la esperanza de derrotar al futuro.

Primero mataron a Tohá y después a Prats y a su mujer en Buenos Aires, y finalmente a Orlando Letelier en Washington.

Se podría haber pensado que ningún acto de Pinochet había sido más estúpido, más arrogante y presuntuoso que esa decisión de matar al ministro de Allende en la capital del mismo Estados Unidos, el país que había ayudado al general a dar el golpe y que después hizo todo lo posible para seguir sosteniéndolo en el poder.

Pinochet les había enviado un mensaje a los militares y a los chilenos del interior. Ahora les tocaba escuchar su voz a los chilenos del destierro: no hay ningún lugar de resguardo en este planeta para ustedes. Ni para el más prominente. Si piensan que el exilio los protege y otorga libertad, pronto sabrán que no es cierto. Como si estuviera diciéndonos: ustedes que se me escaparon, ustedes que bailaron aquella noche, no volverán a bailar nunca más, no tienen derecho a música, ni a tangos, ni al amor. Yo soy el dios del silencio. Yo soy el dueño de esos cuerpos que osaron bailar.

Al menos en esto, sin embargo, el general Pinochet estaba equivocado. Sabía mucho Pinochet acerca de la muerte. Pero es posible declarar esto y declararlo de una manera inequívoca: él sabía muy poco acerca de la vida.

Podía matar a Orlando, pero no logró ser el dueño de su cuerpo muerto.

Nosotros somos los dueños del cuerpo de Orlando. Aquellos que en Chile como en Estados Unidos, norteamericanos y chilenos bailando juntos de otra manera, ayudamos a sacar a la luz a los asesinos, a conocer sus identidades, nosotros que hicimos posible que se diera un primer paso hacia la justicia con la condena y el encarcelamiento de Manuel Contreras, el jefe de la policía secreta de Pinochet.

Los dueños del cuerpo de Orlando son aquellos que lo sobrevivieron y no permitieron que una segunda e implacable forma de muerte se apoderara de él, esa muerte que se llama olvido y amnesia y distancia. No pudimos impedir que los hombres del general destrozaran las piernas que bailaron aquella noche en Chile, no pudimos detener a los hombres del general cuando destruyeron los labios que cantaron ese tango. No somos los señores de la muerte como para decretar quién vive y quién muere.

Pero sí somos los que dan sentido a la muerte, somos los guardianes de esa vida y de esa memoria, aunque ni Orlando ni Sofía ni José pueden ya danzar la danza de la vida con nosotros. Y si insisto en esta metáfora del baile es porque nos conecta con la cueca sola, el baile que las mujeres de los desaparecidos han estado bailando con sus hombres ausentes. Nuestro baile invisible con Orlando y todos nuestros amores perdidos tiene la misma función que la cueca sola: atestiguar la presencia de Orlando y los otros, asegurar que no los vuelvan a matar, impedir que la muerte tenga la última palabra.

Cuento de hadas

Si esto fuera un cuento de hadas, es así como yo lo terminaría:

Érase una vez un país en que tres parejas bailaban el tango.

Érase una vez que vivió entre nosotros un hombre llamado Orlando Letelier.

Érase una vez que necesitábamos ayuda para que él y tantos otros siguieran con vida.

Érase una vez que muchos adentro y afuera de Chile decidieron no dejar que mi país muriera.

Éste no es, sin embargo, un cuento de hadas.

Isabel Morel de Letelier tiene una interpretación acerca de cómo Pinochet se transformó en el hombre que ahora estamos a punto de juzgar. No un ogro más allá de la humanidad, no la quintaesencia de la maldad. Simplemente un hombre.

Ella conoció a Pinochet justo antes del golpe, a finales de agosto de 1973. Ya su amiga Moy de Tohá le había hablado de Pinochet, describiéndolo como alguien bonachón y galante, que incluso les pedía a los niños Tohá que le llamaran Tata. Pinochet se le había acercado a Isabel en una recepción en honor de Orlando Letelier, al que Allende acababa de nombrar ministro de Defensa, para decirle lo encantado que estaba de conocer a la mujer del nuevo ministro. Cuenta Isabel que Pinochet hizo una reverencia, y dijo: "Qué suerte conocerla", y agregó: "Y una suerte también para nosotros que todas las mujeres de los ministros sean tan buenas mozas". Y así había seguido, amabilísimo, preguntando por sus cuatro hijos. Y le aseguró que el Ejército estaba tan orgulloso de que Orlando -"nuestro Orlando", como Pinochet lo llamó- fuera ahora ministro, porque "él es de los nuestros", dijo, refiriéndose a que Orlando había sido cadete militar. "Hizo muy bien su papel cuando estaba en la Escuela Militar. Miramos su llegada con gran esperanza".

"Me dio la impresión", me explicó Isabel, "de un hombre que hacía todo lo posible por complacerme". Esta versión de un Pinochet meloso y hasta rastrero me fue confirmada después por el mismo Orlando, que se quejaba de que Pinochet fuera tan tremendamente servil y zalamero, hasta el punto de que le ponía nervioso. "Estoy incómodo", me explicaba Orlando, "este Pinochet me quiere llevar el maletín, ¡un general! Y quiere ayudarme a que me ponga el abrigo. Me recuerda a uno de esos hombrecitos de las peluquerías a la antigua que después de que te ha cortado el pelo viene con una escobita y te empieza a sacudir y limpiar los pelos del traje y luego espera una propina".

Tres semanas más tarde, Isabel vuelve a ver a Pinochet. Ella y su amiga Moy, la mujer de Tohá, van al Ministerio de Defensa unos días después del golpe. No saben si sus maridos están vivos o muertos o qué ha pasado con ellos, y quieren pedir una entrevista con Pinochet para que él les informe. Van subiendo piso por piso por las escaleras del ministerio y en cada piso son registradas de forma procaz y desagradable por los soldados. Y en un momento dado, cuando las dos mujeres están caminando por el pasillo de uno de los pisos más altos, hay una conmoción y ven que a lo lejos se va acercando un grupo de fotógrafos sacando fotos y se dan cuenta de que es Pinochet. El general reconoce a Moy y se detiene y la abraza y le da un beso, como si todavía fuera su viejo amigo y no el hombre que tiene preso a su marido. Moy no puede adivinar, esa primera vez que ve a Pinochet después del golpe y siente sus labios en la mejilla, que cinco meses más tarde estará parada frente a él otra vez más, rogándole para que salve a su marido. Por ahora se siente esperanzada por la reacción de Pinochet, que le ordena a un coronel que les arregle una cita a "estas señoras".

Y la cita que el oficial les otorga, escribiendo sus nombres en un gran libro sobre un atril en un despacho que quedaba en ese mismo piso, fue para el 23 de septiembre, que resultó ser justo el día del entierro de Pablo Neruda. De manera que ese día, Isabel y Moy, acompañadas de Irma, la esposa de Clodomiro Almeyda, que había sido el canciller de Allende y que también estaba preso, acudieron a ver a Pinochet y tuvieron que perderse el funeral del más grande poeta chileno, el premio Nobel de Literatura, que murió, más de tristeza que de cáncer, unos días después del golpe. Les hicieron pasar a una oficina que era como un living; se sentaron en un sofá y ahí las dejaron un buen rato.

Palabras incoherentes

"De repente, detrás de mí", dice Isabel, "se abrió la puerta y se escucharon unos gritos destemplados, una serie de palabras incoherentes, nerviosas. Esa voz decía: 'Sus maridos están en perfectas condiciones, bien alimentados, bien vestidos, están muy bien'. Yo me di la vuelta para mirar quién podía ser, y, claro, era Pinochet, que entraba a la pieza enojadísimo. Alcancé a verlo en el momento en que gritaba: 'Si la cosa hubiera sido al revés, ahí...'. Y Pinochet se pasó el índice por la garganta y sacó la lengua, poniendo una cara extraña, como si lo hubieran degollado. Fue tan grotesco que tuve que reprimir mi propia risa".

"Debe de ser", agrega Isabel, "que yo, por haber pasado tantos años en Estados Unidos, tengo un sentido del humor bien especial. Pero ahí estábamos nosotras, indefensas, con nuestros maridos desaparecidos, que nos habían pasado por quién sabe cuántos registros de seguridad, y él era el que tenía miedo, él era el que estaba enojado. Alteradísimo".

Yo interrumpo a Isabel. "Pero si eso se parece a la rabieta que tiene con Moy cinco meses más tarde, cuando ella va a visitarlo de nuevo para pedirle que salve a José Tohá".

"Parece que después del golpe, Pinochet estaba siempre enojado", responde Isabel, "porque ahí se puso de nuevo a gritar, de repente, refiriéndose a Allende: 'A ese traidor, aunque esté bajo tierra...'. Y entonces se paró Irma y le dijo: 'En esos términos no, general', haciendo un ademán de que iba a retirarse. Y eso pareció calmar un poco a Pinochet. Se puso más sobrio. '¿Qué las trae por acá, señoras?".

"Cada una dijo lo suyo, y cuando me tocó a mí, expliqué: 'A mí me llaman de Holanda, me llaman de Estados Unidos, de otras partes, y quieren saber dónde está Orlando, qué ha pasado con él, y yo no sé qué decirles'. Y era cierto, no teníamos ninguna noticia sobre la suerte de nuestros maridos".

"Sobre esto", dijo Pinochet, "no hay respuesta". Y volvió a decir que estaban bien alimentados, bien vestidos, en perfectas condiciones. De nuevo, enojado.

Le pedimos entonces que nos dejara comunicarnos con nuestros maridos.

-Imposible.

-Pero los niños -dijo Moy-. Carolina y José. Ellos quieren saber de su padre. Usted los conoce.

Pinochet vaciló un instante, y enseguida:

-Bueno, que escriban.

-¿Y nosotras?

-Bueno, también, también, que escriban, que escriban.

Estábamos contentas porque si podíamos escribir, quería decir que nuestros maridos estaban vivos. Pero Moy siguió a la carga:

-¿Y las demás señoras? -preguntó, porque había tantas otras mujeres de ministros y dirigentes que estaban presos sin que se supiera su paradero ni destino.

-Bueno, ya, ya, ya. Que también escriban.

Muy exasperado Pinochet, pero a la vez animado por algún insólito sentido de la justicia militar, que si le das permiso a una persona, tienes que dárselo a todas las demás.

Y ésa fue la última vez que Isabel Morel de Letelier vio al general Augusto Pinochet Ugarte.

Dejándola durante años con la pregunta que yo también me he estado haciendo tanto tiempo: cómo se entiende el salto entre un Pinochet y el otro, cómo se transforma el hombre que la trató tres semanas antes con galantería y melosidad en ese ser vociferante, desarticulado, colérico.

Todos complotando

La interpretación de Isabel es sencilla.

Pinochet, según ella, es un sobreviviente. Llega a darse cuenta unos días antes del golpe de que todos están complotando y no quiere meterse. Pero todos se han metido y piensa: "Si no me meto, me matan".

De ahí que, cuando finalmente se une a los conspiradores, tiene que asumir un lenguaje vulgar y bravucón para que nadie piense que él es dócil y sumiso, como ha sido hasta ahora su personalidad. Tiene que montarse en el macho, montarse encima de todos los otros. Tiene que estar siempre enojado, siempre creando temor.

¿Por qué será?

"Porque tiene un miedo pánico", dice Isabel. "Es así como se entiende a Pinochet. Es un sobreviviente".

¿Será cierto?

Tanto tiempo pensando yo que nosotros teníamos que exorcizar a Pinochet y mientras tanto, sin que nos diéramos cuenta, era él quien había estado tratando desesperadamente de exorcizarnos de su vida, era él quien temía, como Macbeth, el retorno incesante de los fantasmas.

La clave secreta de Pinochet

¿Será tan primordial como esto?

¿Será cierto que todos estos años el que tuvo de veras miedo fue él? ¿Y que la única manera de borrar al hombre que le llevaba el maletín a Orlando Letelier era matar a Orlando Letelier? ¿Y que la única manera de olvidar al hombre que juró lealtad y amistad al general Prats era mandar asesinar al general Prats? ¿Y que la única manera de negar al hombre que llevó regalos al hijo de José Tohá era ultimar a José Tohá? ¿Que todos estos años la persona a la que más temía era a él mismo, al hombre que él alguna vez llegó a ser, al hombre que él había sofocado y muerto cuando se unió a la conspiración contra Allende?

Qué grandísimo hijo de puta.

Y pensar que casi caigo en la trampa de tenerle lástima.

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