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Columna
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Incompetencia

Las catástrofes suelen ser un espejo sucio en el que las sociedades se miran la cara, en las últimas horas de la fiesta, cuando el cansancio escapa por las grietas del maquillaje y el brillo de los ojos confunde el amanecer con la luz derrotada de un hospital. El fuego devora una sierra de Granada, y las llamas corren entre los árboles y los invernaderos como una metáfora de la libertad, lenguas de manos libres, sin control, sin orden, porque las respuestas aparecen tarde y mal. Un petrolero se parte en los mares de Galicia, y sobre la mancha que envenena las costas, igual que los restos de un naufragio, flotan los libros de cuentas de las compañías, la impertinencia de los negociantes, la lógica ilimitada del tanto por ciento, y un timón roto, humillado, que hace tiempo renunció a marcar el camino de las cosas. Las catástrofes no son ya una consecuencia de la ira de Dios, sino el resultado de la incompetencia humana, la prueba de que estamos jugando con fuego o con petróleo sin capacidad para señalar los límites del juego, sin brújula, sin autoridad sobre las repercusiones de nuestra baraja. Hay que acostumbrarse a vivir en el desamparo, porque estamos desamparados, a merced de una cólera insaciable. El dios que mandaba diluvios, que imponía la realidad de las plagas, que decidía el tiempo de las guerras y de los terremotos, era un dios poco paternal, un justiciero de sus propios caprichos. La ciencia no es colérica, pero está humillada a las razones de la cólera, subvencionada por las plagas, gobernada por los diluvios, dirigida por el libro de cuentas de las guerras.

Y es aquí donde hay que situar la dimensión política de la incompetencia. El mundo es una navegación con tripulantes desamparados, y el funcionario incompetente que no sabe realizar bien su trabajo se parece a los estados que se quedan sin competencias, sin leyes, sin timón, en manos de la avaricia de los mercaderes. El progreso juega con fuego, se alimenta de una maquinaria cada vez más compleja, de frutos y de peligros radicales. Deberíamos sentirnos seguros por los cálculos de una torre de control democrático, un saber dispuesto a responsabilizarse de las corrientes de la convivencia. Pero cuando nos miramos en el espejo turbio de las catástrofes sólo vemos una reunión de incompetentes y de incompetencias, que es más amenazante que los viejos argumentos de la conspiración. Algunos nostálgicos de las razones maquiavélicas han pretendido incluso explicar el atentado de las Torres Gemelas con las estrategias oscuras de la conspiración. Y, sin embargo, la simple incompetencia de los servicios secretos, o de los estados, o de los cálculos científicos, o de las medidas contra el fuego, o de las leyes marinas, es mucho más desoladora que la conspiración. Se siembran vientos sin exigir competencias para controlar las tempestades, porque aquí no mandan ni los patrones, ni los marineros, sino los que deciden la libertad del dinero, la única libertad que existe. La consigna "el que contamina, paga" no es suficiente. O nos tomamos en serio nuestras competencias, aunque tengamos que recortarle los vuelos a la sagrada libertad del dinero, o este mundo será un bosque quemado, una costa del infierno.

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