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Le llamaban 'calidad'

Joan Subirats

Nos hemos metido en un debate complicado. Entiendo que a los responsables del Ministerio de Educación les resultaba cómodo y legitimador presentar su reforma legislativa bajo el amparo de ese término tan equívoco como teñido de positividad como es el de calidad. Pero, no nos engañemos, no existen demasiados precedentes de que para conseguir la calidad de algo tan complejo como es el sistema educativo de un país baste con hacer una ley. Ni tampoco me sirve que la ley sea considerada como un primer paso de un largo proceso. El primer paso en la búsqueda de calidad no puede ser un trágala legislativo. El primer paso debería haber sido poner de acuerdo al máximo número posible de actores del sistema sobre qué entendían por calidad educativa, para acabar probablemente acordando que la calidad es el resultado azaroso y siempre condicionado en el espacio y en el tiempo, de un conjunto de circunstancias, personas y recursos que logran el milagro que el conjunto de una comunidad educativa comparta la sensación subjetiva que lo que hacen entre todos es algo de "calidad" y que así es percibido por el entorno.

La ley empieza con los diez principios de calidad del sistema educativo. Los diez mandamientos contenidos en esas nuevas tablas de la calidad educativa se resumen en uno: esforcémonos, seamos responsables y todo irá de maravilla. El tono del preámbulo de la ley nos sitúa en la necesidad de recuperar las buenas costumbres y prácticas perdidas. En ese prólogo se afirma que se han desdibujado los valores del esfuerzo y la exigencia personal. Se insiste en que se han debilitado los conceptos del deber, de la disciplina y del respeto al profesor. Y se sentencia que los adolescentes no saben que sin esfuerzo no hay aprendizaje. El legislador afirma sin ambages que los adolescentes viven en un "espejismo". La solución, sugiere la ley, es reencontrar lo que se ha ido perdiendo: "un clima ordenado, afectuoso, pero exigente".

Creo que no vamos bien. Es difícil preparar el futuro mirando hacia atrás, y eso es lo que se hace añorando orden, afecto y exigencia fuera del contexto actual, desordenado, sin piedad para los que no pueden seguir, y salvajemente competitivo. Por otro lado, es muy complicado conseguir calidad desde lejos. En el tipo de sociedad en que nos encontramos ya instalados, no resulta fácil conseguir resultados de calidad sin contar con la participación de todos los sectores implicados. Y tampoco podremos conseguir calidad si seguimos empeñándonos en considerar la formación y la educación como algo de responsabilidad exclusiva de los centros escolares. Proximidad, participación e integralidad son elementos centrales en los procesos de construcción de calidad en cualquier tipo de servicios. Y la ley parte de todo lo contrario. Cree en el efecto taumatúrgico de la norma como palanca de cambio, restringe las capacidades de participación de los consejos escolares y no genera lazos de complicidad alguno con el entorno del sistema educativo.

Debería hablarse de calidad, sin duda, pero desde otra perspectiva. El gran reto de la calidad hoy, y no sólo en educación, es conseguir articular la diversidad (en su sentido más amplio) en los márgenes de un sistema que pretende dar una cierta homogeneidad de conocimientos básicos y garantizar la equidad de acceso y, si es posible, de llegada. Para ello hemos de partir de nuevas concepciones educativas. El gran tema es la trasmisión y el aprendizaje mutuo. La trasmisión de valores, de conocimientos, de experiencias. El aprendizaje mutuo de éxitos y fracasos, de caminos viejos y nuevos. Hemos de entender la educación como un tema de trasmisión entre generaciones, entre personas, entre saberes. Y es evidente que la escuela no puede quedarse sola en ese proceso.

Educar, aprender, enseñar deberían ser actos cívicos sobre el porvenir. La trasmisión de saberes es tan importante como el proceso de construcción del propio acto de la trasmisión. Se trata de un aprendizaje colectivo, de interacción constante entre saberes y sujetos. Educar para y desde el vínculo social. Aprender, trabajando el conflicto, la contradicción, favoreciendo el ir y venir entre acto y pensamiento. ¿Los conocimientos que trasmitir son algo definido y prefijado, o es algo que puede variar en el propio acto y lugar en el que se produce la trasmisión? ¿No deberíamos valorizar los saberes latentes, los conocimientos informales? ¿Puede hacerse todo ello desde una lógica en la que predomina una concepción elitista, tecnocrática y corporativa de la función docente? ¿Es posible abordar procesos de innovación educativa sin hacerlo desde la proximidad, sin la complicidad y la participación de la comunidad, del entorno local? ¿Cómo podemos hablar de calidad educativa si no hablamos también de calidad social? Sin proyecto social no hay proyecto educativo.

El problema es que en la ley late un proyecto social que bajo el paraguas del "sistema de oportunidades", construye un nuevo sistema de filtros y pruebas que apunta a clasificar a los adolescentes en categorías. Un proyecto social dirigista que restringe las posibilidades de autoorganización de la comunidad educativa, aunque hable de más "autonomía de los centros". Un proyecto social que busca recentralizar las capacidades de decisión. Un proyecto social que confunde calidad con competitividad, con resultados, con "ganadores" y "perdedores". Necesitamos repensar el sistema educativo del país, porque hemos de repensar también hacia dónde nos dirigimos como sociedad. La ley recoge el malestar que existía en el mundo de la enseñanza. Pero interpreta mal las señales, consolida el conservadurismo reactivo de algunos de los actores principales y margina las voces discordantes. Que aprueben la ley, pero con ella ni volverán al clima ordenado, afectuoso y exigente que añoran, ni mucho me temo que consigan la calidad anhelada.

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Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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