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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una franquicia sin alma

Marcos Ordóñez

Uno. Andrew Lloyd Webber encontró en El fantasma de la ópera (1986) el mejor molde imaginable para su personalidad como compositor: la eterna historia de la Bella virginal atraída por la Bestia sensible; el perfecto melodrama gótico, convenientemente desbravado y para todos los públicos, reemplazando el sexo por la pasión platónica, el humor macabro por los chistes de divas y la sangre roja por hectolitros de jarabe orquestal. La partitura es la pura quintaesencia de su estilo: una opereta pop sobrecargada de cuerdas cuyas melodías se reciclan sin rubor una y otra vez, y en la que casi cualquier canción puede recolocarse aleatoriamente en otra escena sin alterar el conjunto. Si algo me fascina de Lloyd Webber es que pasa del oropel grandilocuente a la perla repentina en un abrir y cerrar de orejas. Para muestra un botón: Music of the night, el conmovedor anhelo del Fantasma de ser amado por su música, quizá el mejor tema de su carrera, tiene la fuerza de una autobiografía estética secreta, pero llega precedido de un pavoroso crescendo de teclados electrónicos que hace pensar en Mike Olfield interpretado por el doctor Phibes.

El fantasma de la ópera es el perfecto melodrama gótico, convenientemente desbravado y para todos los públicos

En el Lope de Vega se reproduce la opulenta escenografía original (y el precioso vestuario) de Maria Bjornson, que, acorde a la música, también oscila entre la ensoñación romántica -a recordar: el escenario y los tejados de la Ópera de París, el lago subterráneo sembrado de velas, el deslumbrante baile de máscaras- y el kitsch elevado a la undécima potencia del refugio del Fantasma, una mazmorra iluminada por decenas de candelabros que Frank Rich describió muy justamente como 'el infierno imaginado por Liberace'. La historia avanza sin excesiva tensión y con previsibles golpes de efecto, como la famosa caída de la lámpara, que aquí más bien se descuelga y pende con el dulce balanceo de un botafumeiro. Tampoco esperen mucha coherencia dramática: la única vez que el Fantasma abandona su teatro, la escena no tiene mayor sentido que el de mostrarnos el suntuoso desfile carnavalesco, del mismo modo que la heroína visita la tumba de su padre sin otro motivo que el de gorjear una balada rememorativa, Wishing You Were Somehow Here Again, antes de volver por donde entró.

Dos. Los carteles del espectáculo anuncian 'dirección de Harold Prince' pero, obviamente, la referida puesta en escena es la del lejano estreno de 1986. Hay que rebuscar mucho en el programa de mano hasta encontrar el nombre de la 'directora residente', la coreógrafa argentina Moira Ana Chapman, encargada, al parecer, de poner en pie el montaje del Lope de Vega según las leyes no escritas de la franquicia: se selecciona a un grupo de intérpretes (en su mayoría muy jóvenes, y más cantantes que actores) y se les 'marcan' caracterizaciones, poses y movimientos, con escasa o nula posibilidad de creación personal. Da una cierta pena ver, perdido en el coro, a un actor/cantante con personalidad como Jaume Giró, al que todavía recordamos luciéndose en el Chicago de Coco Comín o en Penas de amor de una gata francesa, de Alfredo Arias.

La compañía es una máquina, liderada por Luis Amando (el Fantasma) y Felicidad Farag (Christine), en alternancia con Juan Carlos Barona y Julia Moller, moviéndose según las pautas de Operación Triunfo: hay buena calidad 'técnica', pero todo suena igual, sin personalidad ni viveza, como si estuvieran más atentos a impresionar por la potencia vocal que a transmitir emociones, justo lo contrario de lo que hacía Michael Crawford -voz exigua, vulnerabilidad extrema- en el rol titular. Actoralmente, y con la excepción de David Venancio Muro (Mr. Firmin), que interpreta su personaje con una malicia muy en la línea de José María Escuer, todo resulta mascadito y externo, simulando o 'amplificando' sentimientos -miedo, atracción, pasión- hasta el punto de que en vez de un musical parecen estar haciendo una película muda o una función infantil.

Donde la colaboración del equipo local alcanza cotas de delirio es en la presunta 'versión española' de los cantables de Charles Hart y Richard Stilgoe, capaz de agotar las reservas de dardos de Lázaro Carreter. La adaptación parece manufacturada en México pero lleva la firma de Eduardo Galán. No le arriendo la ganancia al ex subdirector general de teatro, por muy buenos dividendos que depare en taquilla. Para que el castellano encaje en el patrón rítmico original se le somete sin piedad a todo tipo de luxaciones y vejámenes: los personajes hablan con lenguaje de fotonovela ('mas prométeme', 'cuánto quiero yo volverte a ver'), los pobres verbos trotan cabizbajos hasta el furgón de cola ('un insulto es', 'qué tonto, risas das'), proliferan mixturas arcanas ('¡qué silencio los messieurs!') y se alcanzan cumbres dadaístas como ese 'mas no debo olvidar de no reír' que retumba en la memoria como un jeroglífico sin solución. Quizá el megaéxito de este through-sung musical (o sea, que cantan seguidito) en Londres, Broadway y ahora en Madrid cabe atribuirlo a sus promesas de grandeur (gran espectáculo, grandes pasiones, gran música -pastiches operísticos incluidos-) y a la dificultad casi instantánea de encontrar entradas: como suele suceder con las descomunales operaciones publicitarias, poco importa que las promesas no se cumplan frente a la pletórica sensación de estar asistiendo a un acontecimiento.

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