Sobre el plan de Ibarretxe
El diálogo tiene un requisito previo indispensable: tomar en el mejor de los sentidos la proposición del otro. En ello consiste la regla ignaciana en la que Laín insistiera a la hora de propugnar la pedagogía de la comprensión de la que España anda, aún, tan necesitada, y el escándalo que ha suscitado la reciente declaración del lehendakari Ibarretxe es buena muestra de ello. Porque, en efecto, puede estarse en total desacuerdo con el programa en ella contenido (solamente los dictadores de vocación anatematizan toda discrepancia); pero no es legítimo descalificarla desde el inicio, en nombre de aquello que debiera amparar, tanto la posición del lehendakari como la de sus adversarios, y que aquél asume como fundamento de su declaración: el propio bloque de constitucionalidad.
La reacción de numerosos políticos y analistas llueve sobre mojado. Cuando en la pasada primavera las instituciones vascas se pronunciaron por la unilateralidad en la asunción de competencias y la superación del Estatuto se las acusó de romper con la legalidad; pero cuando, semanas después, se anunció que todo ello se sujetaría a los cauces legalmente previstos, los mismos acusadores tildaron tal actitud de cobarde retirada. El castizo 'se la ha envainado' fue la respuesta a una posible vía de entendimiento, coincidiendo así quienes invocan todo el día el consenso constitucional con los radicales de HB. ¿Participan, acaso, ambos de la estrategia, creo que leninista, de cuanto peor mejor?
Ahora Ibarretxe, alejándose de anteriores exabruptos y truculencias de su propio partido -lo cual no es fácil, como debiera saber todo el que milite o haya militado en un partido-, inicia una nueva andadura que, cualquiera que sea su intención final, se muestra respetuosa con la letra y el espíritu de la Constitución y del Estatuto. Sin duda para reformarlos, al menos este último, algo perfectamente lícito, puesto que el Estatuto y la misma Constitución contienen cláusulas de revisión que legitiman cualquier proyecto de reforma que se atenga a ellas, por radical que éste fuera. Ni la Constitución ni el Estatuto, se ha dicho hasta la saciedad a la hora de alabarlos, son 'pétreos', sino totalmente reformables, porque ambos se dan en una sociedad abierta.
Que la propuesta del lehendakari respeta la letra de la Constitución es evidente, puesto que declara expresamente que 'atenderá a la vía procedimental contemplada en las normas estatutarias y constitucionales vigentes. En particular, en la Comunidad Autónoma Vasca se seguirá el procedimiento legal de reforma contemplado en el artículo 46 del actual Estatuto de Autonomía'. Y otro tanto puede decirse del espíritu de la Constitución, aparte de que todo positivista, ¿hay todavía juristas que no lo sean?, sabe que, en las normas, no hay otro espíritu que el espíritu de la letra. Lo demás son juicios de intenciones.
Pero vayamos más allá. Una Constitución democrática, como la nuestra felizmente es, se basa en ciertos presupuestos indispensables, sin los cuales la letra de la Constitución es un cascarón vacío y a los que la propuesta del Gobierno vasco se atiene expresamente. En primer lugar, la decisión democrática: 'El respeto' decía el lehendakari, 'a las decisiones de los ciudadanos y ciudadanas de los diferentes ámbitos jurídico-políticos en los que actualmente se articula' (...) 'atendiendo', repetía el lehendakari, 'a la mayoría democrática de la sociedad vasca'; 'sólo a las navarras y a los navarros les corresponde decidir su propio futuro', afirmaba a la hora de propugnar el establecimiento de vínculos entre Euskadi y Navarra, que, por cierto, ya prevén los vigentes Estatuto Vasco de 1979 y Amejoramiento del Fuero Navarro de 1983. Si eso no es afirmar la supremacía del principio democrático, ¿cómo podría formularse éste mejor?
Sin duda, la democracia, para ser real, requiere un clima de paz y diálogo. Éste es el segundo gran presupuesto del constitucionalismo democrático, incompatible con la violencia terrorista y también con la criminalización de la discrepancia en razón no de sus medios, ilícitos cuando son violentos, sino de sus fines, incluido el independentismo. No bastan sólo los votos, sino que los votos han de emitirse en conocimiento y libertad. Por eso, el lehendakari afirma que la ratificación democrática de la reforma propuesta 'deberá producirse en las condiciones adecuadas para que la sociedad vasca se pueda expresar en libertad en un escenario sin violencia y sin exclusiones'. Y por ello el proceso de reforma se pretende iniciar con una amplia serie de consultas y encuentros políticos y sociales, de los que sería insensato autoexcluirse.
Pero hay un tercer requisito, sin el cual la decisión democrática formal carece de legitimidad material, la substantividad del cuerpo político que la adopta. 'El pueblo vasco es un pueblo con identidad propia', afirma el lehendakari. Probablemente, la mayoría de los vascos lo creen así y, en todo caso, no estaría mal el preguntárselo, y en el presupuesto de tal identidad se basa el vigente Estatuto tantas veces invocado (artículo 1 EA). ¿Va a negase ahora tal identidad?
Los que creen, de tanto citar a Habermas y su peculiar forma de patriotismo, que en una sociedad pluralista el único consenso constitucional posible es un consenso procedimental, no pueden negar las dos primeras tesis. El consenso y la lealtad a la Constitución es sólo formal, y no se refiere sino a los procedimientos de adopción de decisiones en ella establecidos, no a las decisiones mismas, y tal ha sido la doctrina sentada por el propio Tribunal Constitucional. Los que creen, además, que la Constitución se sustenta en la cohesión de un cuerpo político no pueden negar la tercera, el derecho 'a ser' de una parte de ese cuerpo que se considera a sí misma cuerpo substantivo.
Lo demás son tecnicismos o nominalismos, siempre discutibles y negociables, y para ello habría de servir el largo camino que anuncia el lehendakari. En cuanto a los primeros, cómo se organice la Administración de justicia debería ser una cuestión de eficacia, de la que toda ella no anda sobrada. Cómo se gestione la Seguridad Social es tema de actuarios. La práctica comparada fino-sueca, austro-italiana o flamenco-neerlandesa ofrece guías útiles para articular las relaciones vascas transpirenaicas que el propio lehendakari reconoce compatibles con la pertenencia a dos Estados diferentes. Y el protagonismo europeo de Euskadi, algo que también preocupaba hace meses al presidente de Galicia, se discute en la Convención Europea.
Y la soberanía, piedra de escándalo para unos y otros, es hoy, pese al artículo 1 CE, un mero 'nomen' y no una categoría dogmática de imposible división y coparticipación. Si no tenemos empacho de compartirla con país tan lejano como Dinamarca en el seno de la UE, ¿no es farisaico escandalizarse de la cosoberanía con Euskadi en un Estado complejo? Si así se establece mediante una relación paccionada -ya incoada en Navarra- y unilateralmente inderogable, ¿no es eso la mejor garantía tanto del autogobierno como de la integración voluntaria?
Guste o no, la fuerza normativa de los hechos exige para Euskadi una fórmula de autogobierno singular y diferente de la actual, que no tiene por qué ser la independencia estatal, y la cuestión consiste en si se conseguirá con España o contra España. Como españolista acérrimo que soy, deseo lo primero. Y ello no se consigue mediante la confrontación, sino con el diálogo y la negociación. No sé si ése es el propósito del lehendakari Ibarretxe; pero debiera ser el de los estadistas españoles, si España tuviera estadistas... en el poder. Ésta sería su hora de demostrarlo.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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