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LECTURA

La evolución del abuelo de Darwin

Javier Sampedro

Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!'. Esa fue la célebre reacción del científico y reformador social británico Thomas Huxley cuando oyó por primera vez la idea de Charles Darwin. La frase, de una u otra forma, pronunciada o no en voz alta, se habrá repetido miles de veces desde entonces cada vez que un estudiante o un lector curioso haya descubierto la teoría de la evolución por selección natural en un libro de texto o en un reportaje de la prensa dominical. ¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!

No quiero decir simplemente que cualquier idea brillante induzca en los demás una comprensible envidia. Uno puede envidiar a Platón por su caverna, a Leibniz por el cálculo diferencial o a Schumann por cualquiera de sus lieder. Uno puede cocerse de resentimiento por no haber nacido con el talento de Leonardo da Vinci, J. W. von Goethe o Billy Wilder. Uno puede admirar a Cervantes hasta desearle todo lo peor. Pero nadie dice: ¡Dios mío, qué increíblemente estúpido he sido por no haber ideado la Gioconda, el Fausto o El apartamento! ¿Cómo he sido tan imbécil de no escribir El Quijote? La no muy larga historia de la ciencia está también repleta de buenas ideas, qué duda cabe, pero nadie llega al bar a la hora del aperitivo y exclama: Por los clavos de Cristo, pero ¿cómo no se me ocurrió a mí la ley de la gravitación universal, o la tabla periódica de los elementos, o la ecuación de onda de la mecánica cuántica? Uno puede admirar todas esas cosas, y envidiar a los cráneos privilegiados que las concibieron por primera vez, sí, pero nadie se flagela por no haber sido capaz de producirlas. Aceptamos que Newton, Mendeléiev y Schrödinger eran unos tipos geniales, pero también suponemos que sudaron sangre para construir esas prodigiosas arquitecturas mentales, y no estamos por la labor de revivir sus torturas en nuestras carnes. Entonces, ¿qué fue lo que hizo palidecer de envidia a Thomas Huxley?

'Deconstruyendo a Darwin'

Javier Sampedro. Prólogo del biólogo Ginés Morata. Editorial Crítica.

La gran aportación de Darwin no es la idea de la evolución de las especies. Noventa años antes, su abuelo Erasmus ya había formulado y voceado las líneas básicas de esa teoría
La clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente la encontró en el 'Ensayo sobre el principio de la población' de Malthus. La fuerza causal de la evolución no era otra que la escasez de recursos

La gran aportación de Charles Darwin al pensamiento occidental no es la idea de la evolución, como parece creer casi todo el mundo. Esa gloria le corresponde muy probablemente a su mismísimo abuelo, el médico, poeta y gourmet británico del siglo XVIII Erasmus Darwin. Noventa años antes de que lo hiciera su nieto, Erasmus Darwin ya había formulado y voceado las líneas básicas de la teoría de la evolución, una idea que no sólo llegó a oídos de su nieto Charles, sino que ha sobrevivido durante más de dos siglos hasta nuestros genómicos días. La idea dice así: todos los seres vivos de este planeta, con toda su mareante diversidad, con todas sus asombrosas especializaciones, provienen de una o unas pocas formas muy simples y primordiales.

Pregunta para el Trivial

Un inciso. Quisiera proponer a los fabricantes del Trivial Pursuit una nueva pregunta para sus cartones: ¿Quién fue el primer lamarckista? Jean Baptiste de Lamarck, responderá el más listo de la reunión con una sonrisa autosuficiente. Y perderá la jugada, porque el primer lamarckista fue Darwin (no Charles, sino su abuelo Erasmus). Lo que conocemos como lamarckismo, o herencia de los caracteres adquiridos, es la idea de que las transformaciones que un individuo logre durante su vida -cuellos estirados para alcanzar las hojas más altas, extremidades aplanadas para remar mejor en el agua, dedos atrofiados por la falta de uso- se puede transmitir a la descendencia. Y, en efecto, fue Erasmus Darwin el primero en proponer ese mecanismo como una fuerza causal de la evolución biológica. Digo 'como una fuerza causal de la evolución biológica' porque la herencia de los caracteres adquiridos era una especie de mito o superstición de andar por casa por lo menos desde la Ilustración, y posiblemente desde la noche de los tiempos. Pero fue el abuelo Erasmus el primero en tomársela en serio y ponerla por escrito en un libro de zoología. El naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck propuso también el lamarckismo como un mecanismo evolutivo, desde luego, pero lo hizo 10 años más tarde que Erasmus Darwin. No es que esto importe mucho, toda vez que el lamarckismo ha resultado ser una teoría errónea, pero es de justicia darle a la familia Darwin lo que le corresponde en la historia del pensamiento evolucionista. El mismo Charles, por cierto, fue evolucionando desde el darwinismo (que él mismo -esta vez sí- había inventado) hacia unas formas de lamarckismo muy embarazosas para sus posteriores biógrafos. Pero vayamos por partes.

Erasmus Darwin era un deísta: creía que Dios había creado el mundo y sus leyes naturales, pero que luego se había retirado para no volver a intervenir jamás. Su nieto Charles, a quien le tocó vivir en una Inglaterra más reaccionaria que la de su abuelo, partió de cimientos mucho menos fértiles para el pensamiento científico. En diciembre de 1831, cuando se embarcó como naturalista en el H. M. S. Beagle rumbo a Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Perú, Charles era un jovencito previctoriano de 22 años, recién licenciado en Teología por la Universidad de Cambridge y convencido de la exactitud del relato de la creación expuesto en el Génesis. Darwin no sólo creía firmemente, como todos sus profesores de Cambridge, que cada especie animal y vegetal había sido creada separadamente por Dios, y que no cambiaba jamás, sino que contaba entre sus libros de cabecera con la Teología natural del reverendo británico William Paley. 'Casi podría haberlo recitado de memoria', escribió Darwin mucho después en su autobiografía. Paley presentaba en ese libro una meticulosa demostración del llamado 'argumento teológico del diseño': los seres vivos muestran tal cantidad de signos evidentes de haber sido diseñados (para las funciones que deben cumplir) que la mera enumeración de esos signos es el más sólido argumento que puede aducirse en favor de la existencia de Dios. Un Dios que, obviamente, habría creado cada especie en un acto separado y magnífico.

Las observaciones cruciales que despejaron la mente de Darwin de todas esas brumas teológicas tuvieron lugar en 1835, durante el cuarto año de la travesía del Beagle. Aquel año, durante sus escalas en las Galápagos, Darwin observó que unos pájaros llamados pinzones eran similares en todo el archipiélago y en el continente, pero también reparó en que cada isla albergaba sólo una variedad característica de esa especie, pese a que todas ocupaban unos hábitats muy similares. ¿Para qué demonios se había molestado el Creador en diseñar una variedad ligeramente distinta de pinzón para cada isla, si con una hubiera dado más que de sobra para todo el archipiélago? ¿Es que el Creador iba a resultar ahora ser un chapucero o un gamberro? Unos meses después de haber recolectado especímenes de pinzones de tres de las islas, y todavía a bordo del Beagle, Darwin escribió en su diario de viaje:

'Cuando me fijo en esas islas , todas a la vista unas de otras y habitadas por nada más que un parco repertorio de animales, moradas por esos pájaros que sólo difieren un poco en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que son variedades (...) Si hay la más mínima base para estos comentarios, merecerá la pena examinar la zoología del archipiélago: porque tales hechos socavan la estabilidad de las especies'.

La conversión

El Beagle no fondearía en el puerto inglés de Falmouth hasta tres meses después, poniendo fin a una travesía de cinco años. Pero es obvio que Darwin, a sus 27 años y todavía a bordo del buque, estaba ya en avanzados trámites de convertirse al evolucionismo soñado por su abuelo y otros pensadores, una idea herética que ningún científico se había tomado en serio nunca, pero que ahora asaltaba al joven Charles con la luz cegadora de una revelación. La anotación en el diario es de julio de 1836.

En octubre de ese mismo año, nada más tocar puerto en Falmouth y reintegrarse a la sociedad británica, Darwin puso en orden los numerosos especí-menes que había recogido laboriosamente durante los cinco años de travesía y los envió a varios especialistas para que le ayudaran a clasificarlos. Uno de ellos, el ornitólogo John Gould, se dio cuenta de que las distintas variedades de pinzones recogidas por Darwin en tres de las islas Galápagos eran, en realidad, tres especies distintas, aunque similares. Si Darwin ya había reparado durante el viaje en que la supuesta especie única de pinzones que poblaba el archipiélago parecía no ser estable, el dictamen de Gould vino a revelarle que el aislamiento geográfico podía, de hecho, dividir a la especie original, llegada del continente, en al menos tres especies diferentes. Eso ya era el colmo. En la primavera de 1837, Darwin ya había extrapolado esas evidencias a la totalidad de la naturaleza, y estaba plenamente convencido de que los seres vivos no habían sido creados como los vemos ahora, sino que se habían diversificado desde un origen común a través de pequeños cambios acumulados gradualmente durante centenares o miles de millones de años.

Pero esa convicción no le bastaba. Charles Darwin no podía dar por buena su teoría sin un mecanismo causal que explicara por qué las especies cambiaban hasta transformarse en otra cosa, hasta escindirse en dos o más especies distintas, hasta generar desde un origen simple y primitivo la sofocante variedad de seres vivos que pueblan en la actualidad cada rincón de nuestro planeta. (...)

Conservadurismo religioso

Ese mecanismo no se le ocurrió hasta septiembre de 1838, un año y medio después de haberse convencido por completo de que la evolución era un hecho. ¿Qué ocurrió en ese lapso de tiempo? Darwin estaba al tanto de los mecanismos evolucionistas propuestos por su abuelo Erasmus y por el francés Lamarck. Y sabía que esas ideas habían sido aplastadas sin piedad no sólo por el conservadurismo religioso, sino también por la ortodoxia científica de la época. En palabras del historiador Philip Appleman:

'[Darwin] conocía la amarga experiencia de Lamarck, que había tratado de desafiar la opinión convencional con una hipótesis evolucionista poco convincente, y había sido atacado y ridiculizado sistemáticamente por la práctica totalidad del establishment científico. Otros científicos, filósofos y escritores, incluido el propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, habían especulado también sobre la transmutación [evolución] de las especies, pero, al igual que el de Lamarck, su trabajo tampoco fue tomado en serio; era demasiado hipotético o demasiado superficial para amenazar en cualquier forma grave a la creencia científica y religiosa en la estabilidad de las especies'. (Appleman, 2000).

Uno de los principales argumentos de la ciencia convencional contra las ideas evolutivas de cualquier tipo era que éstas no podían explicar satisfactoriamente las evidentes, y espectaculares, adaptaciones de los seres vivos a su ambiente. Si hubiera sido cierto que las especies eran cambiantes, ¿cómo podría entenderse que cada una hubiera desarrollado unas estructuras tan complejas y tan útiles, tan optimizadas, tan obviamente diseñadas por Dios para funcionar en el entorno en que vivían? Ese era, en esencia, el argumento del reverendo Paley, que tan bien conocía el joven Charles.

Darwin, sin embargo, estaba muy familiarizado con las chocantes transformaciones que los agricultores y los mejoradores habían logrado con las plantas de cultivo y los animales domésticos. Y también sabía cuál era el truco: ninguna fuerza o tendencia intrínseca llevaba a las espigas a hacerse mayores y más compactas a lo largo de las generaciones. Era el agricultor el que elegía las mejores espigas en cada generación y las usaba para sembrar la siguiente cosecha. En eso consistía la selección. ¿No habría alguna forma de que eso mismo ocurriera en la naturaleza, sin ninguna mano que guiara el proceso?

Como se ve, todos los ingredientes estaban ya flotando en la cabeza de Darwin: las especies cambiaban; lo hacían gradualmente, hasta escindirse en dos o más especies nuevas; el resultado era un incremento de adaptación al entorno; ninguna fuerza intrínseca las llevaba a ello; en cada generación, algo debía seleccionar a ciertos individuos y descartar a todos los demás. ¿Qué era ese algo? ¿Qué fuerza causal podía completar el esquema? ¿Qué podía hacer las veces del agricultor que selecciona las semillas en cada generación?

Todos los muelles estaban tensados y sólo necesitaban una mota de polvo para saltar por los aires al unísono. Y la clave vino de la lectura casual del Ensayo sobre el principio de la población del reverendo Thomas Malthus. Allí se señalaba que la población humana siempre tiende a crecer más deprisa que los recursos y los alimentos. Pero entonces... ¡Cristo! Ésa era la clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente. La fuerza causal de la evolución -el agricultor que seleccionaba las semillas- no era otra que la escasez. Si los seres vivos tenían una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos eran limitados, sólo las variantes más aptas de cada generación (las más adaptadas a las necesidades impuestas por su medio) sobrevivirían lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generación. La repetición de este proceso ciego una generación tras otra durante miles o millones de años provocaría inevitablemente que las especies fueran cambiando y haciéndose más aptas para vivir en su medio. La mera escasez de recursos hacía las veces del agricultor que selecciona las espigas. Más aún: las fascinantes adaptaciones de los seres vivos a su particular entorno, sus estructuras y especializaciones tan funcionales y óptimas, tan obviamente diseñadas por un Ser inteligente, como creía haber demostrado el reverendo Paley, quedaban explicadas de un plumazo sin intervención divina alguna, ya que el cambio gradual de las especies, generación tras generación, no consistía en una deriva errática, sino que estaba guiado por las exigencias del entorno, y debía conducir por tanto, inevitablemente, a optimizar la adaptación a ese entorno. La principal crítica de la ortodoxia científica a Lamarck y los otros evolucionistas predarwinianos había quedado desactivada para los restos.

Ahora sí: ésta es la teoría de la evolución por selección natural, la gran aportación de Darwin al pensamiento occidental. Ésa es la idea que hizo exclamar a Thomas Huxley: '¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!'. Y ahora vemos el porqué de la reacción de Huxley. Jamás una idea tan simple, tan evidente, jamás una de esas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, había explicado una realidad tan amplia, compleja y trascendente como... ¡la totalidad de la biología del planeta Tierra! Y acabando de paso con una superstición tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. Qué increíblemente estúpido que, durante los 100.000 años que la especie humana llevaba en el mundo, a nadie se le hubiera ocurrido esa trivialidad. Huxley, la verdad, tenía todas las razones para morirse de envidia.

Darwin dio con la teoría de la selección natural el 28 de septiembre de 1838. Habían pasado dos años y dos meses desde la anotación crucial en su diario sobre los pinzones, todavía a bordo del Beagle. Y un año y medio desde que, ya en tierra, se convenció por completo de que la evolución era un hecho. Aún habrían de pasar otros 21 años hasta que se decidiera a publicarla en el libro que fundó la biología moderna, El origen de las especies. Durante esos 21 años, Darwin fue posiblemente el único ser humano que se había asomado al oscuro abismo de la verdad. No falta quien piensa que su salud se resintió por ello.

Lo natural es, siempre había sido, pensar que los seres vivos han sido diseñados por un ser inteligente. Todo el mundo, también el mundo científico, había dado por descontada esa obviedad hasta que Darwin formuló una alternativa creíble y científicamente coherente: la selección natural. Desde Darwin sabemos que cualquier cosa -bueno, cualquier cosa de una cierta complejidad- que sea capaz de sacar copias de sí misma, de manera levemente inexacta, no tiene más remedio que irse haciendo lentamente más eficaz a lo largo de las generaciones, de modo ciego y estúpido. La razón es que, como las copias son inexactas, todos los individuos son ligeramente diferentes, y siempre habrá uno que, por pura casualidad, se las apañe un poquito mejor -nada espectacular, cualquier ínfima mejora puede valer- y logre hacer más copias de sí mismo que todos los demás. En un mundo de recursos limitados, y con el paso del tiempo, los descendientes de aquel individuo levemente mejorado, que son muy parecidos a él, serán mayoritarios en la población, y, por tanto, la población habrá cambiado y ahora se las apañará un poquito mejor que unas generaciones antes. Y cuidado con la palabra mejor: el darwinismo sólo nos permite utilizarla en un sentido local, pasajero, oportunista, carente de finalidad. En el darwinismo no hay objetivos: las cosas pasan y se acabó.

Invenciones espectaculares

La repetición ciega y mecánica de este proceso durante millones o decenas de millones de años, nos sigue diciendo Darwin, conduce a menudo a invenciones espectaculares, órganos tan complejos, exquisitos y eficaces como el ojo del águila, o como el cerebro humano, tan complejos, exquisitos y eficaces que parecen diseñados por un ser inteligente. Por un ser muy inteligente, si hemos de ser exactos. Darwin había descubierto por fin una alternativa creíble al creacionismo, a la perogrullada que todo el mundo había dado por sentada hasta entonces, y que formulaba -o mejor, que ni formulaba por obvio- que las cosas de diseño inteligente, como los relojes y los seres vivos, tenían forzosamente que haber sido diseñadas por una inteligencia, como un relojero o un dios. Fue la teoría de la selección natural la que refutó el famoso argumento teológico del diseño, tan pía y meticulosamente ensamblado por el reverendo Paley. Si quieren loar a la persona que mató a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de tripulantes del H. M. S. Beagle. (...)

Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!'. Esa fue la célebre reacción del científico y reformador social británico Thomas Huxley cuando oyó por primera vez la idea de Charles Darwin. La frase, de una u otra forma, pronunciada o no en voz alta, se habrá repetido miles de veces desde entonces cada vez que un estudiante o un lector curioso haya descubierto la teoría de la evolución por selección natural en un libro de texto o en un reportaje de la prensa dominical. ¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!

No quiero decir simplemente que cualquier idea brillante induzca en los demás una comprensible envidia. Uno puede envidiar a Platón por su caverna, a Leibniz por el cálculo diferencial o a Schumann por cualquiera de sus lieder. Uno puede cocerse de resentimiento por no haber nacido con el talento de Leonardo da Vinci, J. W. von Goethe o Billy Wilder. Uno puede admirar a Cervantes hasta desearle todo lo peor. Pero nadie dice: ¡Dios mío, qué increíblemente estúpido he sido por no haber ideado la Gioconda, el Fausto o El apartamento! ¿Cómo he sido tan imbécil de no escribir El Quijote? La no muy larga historia de la ciencia está también repleta de buenas ideas, qué duda cabe, pero nadie llega al bar a la hora del aperitivo y exclama: Por los clavos de Cristo, pero ¿cómo no se me ocurrió a mí la ley de la gravitación universal, o la tabla periódica de los elementos, o la ecuación de onda de la mecánica cuántica? Uno puede admirar todas esas cosas, y envidiar a los cráneos privilegiados que las concibieron por primera vez, sí, pero nadie se flagela por no haber sido capaz de producirlas. Aceptamos que Newton, Mendeléiev y Schrödinger eran unos tipos geniales, pero también suponemos que sudaron sangre para construir esas prodigiosas arquitecturas mentales, y no estamos por la labor de revivir sus torturas en nuestras carnes. Entonces, ¿qué fue lo que hizo palidecer de envidia a Thomas Huxley?

La gran aportación de Charles Darwin al pensamiento occidental no es la idea de la evolución, como parece creer casi todo el mundo. Esa gloria le corresponde muy probablemente a su mismísimo abuelo, el médico, poeta y gourmet británico del siglo XVIII Erasmus Darwin. Noventa años antes de que lo hiciera su nieto, Erasmus Darwin ya había formulado y voceado las líneas básicas de la teoría de la evolución, una idea que no sólo llegó a oídos de su nieto Charles, sino que ha sobrevivido durante más de dos siglos hasta nuestros genómicos días. La idea dice así: todos los seres vivos de este planeta, con toda su mareante diversidad, con todas sus asombrosas especializaciones, provienen de una o unas pocas formas muy simples y primordiales.

Pregunta para el Trivial

Un inciso. Quisiera proponer a los fabricantes del Trivial Pursuit una nueva pregunta para sus cartones: ¿Quién fue el primer lamarckista? Jean Baptiste de Lamarck, responderá el más listo de la reunión con una sonrisa autosuficiente. Y perderá la jugada, porque el primer lamarckista fue Darwin (no Charles, sino su abuelo Erasmus). Lo que conocemos como lamarckismo, o herencia de los caracteres adquiridos, es la idea de que las transformaciones que un individuo logre durante su vida -cuellos estirados para alcanzar las hojas más altas, extremidades aplanadas para remar mejor en el agua, dedos atrofiados por la falta de uso- se puede transmitir a la descendencia. Y, en efecto, fue Erasmus Darwin el primero en proponer ese mecanismo como una fuerza causal de la evolución biológica. Digo 'como una fuerza causal de la evolución biológica' porque la herencia de los caracteres adquiridos era una especie de mito o superstición de andar por casa por lo menos desde la Ilustración, y posiblemente desde la noche de los tiempos. Pero fue el abuelo Erasmus el primero en tomársela en serio y ponerla por escrito en un libro de zoología. El naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck propuso también el lamarckismo como un mecanismo evolutivo, desde luego, pero lo hizo 10 años más tarde que Erasmus Darwin. No es que esto importe mucho, toda vez que el lamarckismo ha resultado ser una teoría errónea, pero es de justicia darle a la familia Darwin lo que le corresponde en la historia del pensamiento evolucionista. El mismo Charles, por cierto, fue evolucionando desde el darwinismo (que él mismo -esta vez sí- había inventado) hacia unas formas de lamarckismo muy embarazosas para sus posteriores biógrafos. Pero vayamos por partes.

Erasmus Darwin era un deísta: creía que Dios había creado el mundo y sus leyes naturales, pero que luego se había retirado para no volver a intervenir jamás. Su nieto Charles, a quien le tocó vivir en una Inglaterra más reaccionaria que la de su abuelo, partió de cimientos mucho menos fértiles para el pensamiento científico. En diciembre de 1831, cuando se embarcó como naturalista en el H. M. S. Beagle rumbo a Patagonia, Tierra de Fuego, Chile y Perú, Charles era un jovencito previctoriano de 22 años, recién licenciado en Teología por la Universidad de Cambridge y convencido de la exactitud del relato de la creación expuesto en el Génesis. Darwin no sólo creía firmemente, como todos sus profesores de Cambridge, que cada especie animal y vegetal había sido creada separadamente por Dios, y que no cambiaba jamás, sino que contaba entre sus libros de cabecera con la Teología natural del reverendo británico William Paley. 'Casi podría haberlo recitado de memoria', escribió Darwin mucho después en su autobiografía. Paley presentaba en ese libro una meticulosa demostración del llamado 'argumento teológico del diseño': los seres vivos muestran tal cantidad de signos evidentes de haber sido diseñados (para las funciones que deben cumplir) que la mera enumeración de esos signos es el más sólido argumento que puede aducirse en favor de la existencia de Dios. Un Dios que, obviamente, habría creado cada especie en un acto separado y magnífico.

Las observaciones cruciales que despejaron la mente de Darwin de todas esas brumas teológicas tuvieron lugar en 1835, durante el cuarto año de la travesía del Beagle. Aquel año, durante sus escalas en las Galápagos, Darwin observó que unos pájaros llamados pinzones eran similares en todo el archipiélago y en el continente, pero también reparó en que cada isla albergaba sólo una variedad característica de esa especie, pese a que todas ocupaban unos hábitats muy similares. ¿Para qué demonios se había molestado el Creador en diseñar una variedad ligeramente distinta de pinzón para cada isla, si con una hubiera dado más que de sobra para todo el archipiélago? ¿Es que el Creador iba a resultar ahora ser un chapucero o un gamberro? Unos meses después de haber recolectado especímenes de pinzones de tres de las islas, y todavía a bordo del Beagle, Darwin escribió en su diario de viaje:

'Cuando me fijo en esas islas , todas a la vista unas de otras y habitadas por nada más que un parco repertorio de animales, moradas por esos pájaros que sólo difieren un poco en estructura y que ocupan el mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que son variedades (...) Si hay la más mínima base para estos comentarios, merecerá la pena examinar la zoología del archipiélago: porque tales hechos socavan la estabilidad de las especies'.

La conversión

El Beagle no fondearía en el puerto inglés de Falmouth hasta tres meses después, poniendo fin a una travesía de cinco años. Pero es obvio que Darwin, a sus 27 años y todavía a bordo del buque, estaba ya en avanzados trámites de convertirse al evolucionismo soñado por su abuelo y otros pensadores, una idea herética que ningún científico se había tomado en serio nunca, pero que ahora asaltaba al joven Charles con la luz cegadora de una revelación. La anotación en el diario es de julio de 1836.

En octubre de ese mismo año, nada más tocar puerto en Falmouth y reintegrarse a la sociedad británica, Darwin puso en orden los numerosos especí-menes que había recogido laboriosamente durante los cinco años de travesía y los envió a varios especialistas para que le ayudaran a clasificarlos. Uno de ellos, el ornitólogo John Gould, se dio cuenta de que las distintas variedades de pinzones recogidas por Darwin en tres de las islas Galápagos eran, en realidad, tres especies distintas, aunque similares. Si Darwin ya había reparado durante el viaje en que la supuesta especie única de pinzones que poblaba el archipiélago parecía no ser estable, el dictamen de Gould vino a revelarle que el aislamiento geográfico podía, de hecho, dividir a la especie original, llegada del continente, en al menos tres especies diferentes. Eso ya era el colmo. En la primavera de 1837, Darwin ya había extrapolado esas evidencias a la totalidad de la naturaleza, y estaba plenamente convencido de que los seres vivos no habían sido creados como los vemos ahora, sino que se habían diversificado desde un origen común a través de pequeños cambios acumulados gradualmente durante centenares o miles de millones de años.

Pero esa convicción no le bastaba. Charles Darwin no podía dar por buena su teoría sin un mecanismo causal que explicara por qué las especies cambiaban hasta transformarse en otra cosa, hasta escindirse en dos o más especies distintas, hasta generar desde un origen simple y primitivo la sofocante variedad de seres vivos que pueblan en la actualidad cada rincón de nuestro planeta. (...)

Conservadurismo religioso

Ese mecanismo no se le ocurrió hasta septiembre de 1838, un año y medio después de haberse convencido por completo de que la evolución era un hecho. ¿Qué ocurrió en ese lapso de tiempo? Darwin estaba al tanto de los mecanismos evolucionistas propuestos por su abuelo Erasmus y por el francés Lamarck. Y sabía que esas ideas habían sido aplastadas sin piedad no sólo por el conservadurismo religioso, sino también por la ortodoxia científica de la época. En palabras del historiador Philip Appleman:

'[Darwin] conocía la amarga experiencia de Lamarck, que había tratado de desafiar la opinión convencional con una hipótesis evolucionista poco convincente, y había sido atacado y ridiculizado sistemáticamente por la práctica totalidad del establishment científico. Otros científicos, filósofos y escritores, incluido el propio abuelo de Darwin, Erasmus Darwin, habían especulado también sobre la transmutación [evolución] de las especies, pero, al igual que el de Lamarck, su trabajo tampoco fue tomado en serio; era demasiado hipotético o demasiado superficial para amenazar en cualquier forma grave a la creencia científica y religiosa en la estabilidad de las especies'. (Appleman, 2000).

Uno de los principales argumentos de la ciencia convencional contra las ideas evolutivas de cualquier tipo era que éstas no podían explicar satisfactoriamente las evidentes, y espectaculares, adaptaciones de los seres vivos a su ambiente. Si hubiera sido cierto que las especies eran cambiantes, ¿cómo podría entenderse que cada una hubiera desarrollado unas estructuras tan complejas y tan útiles, tan optimizadas, tan obviamente diseñadas por Dios para funcionar en el entorno en que vivían? Ese era, en esencia, el argumento del reverendo Paley, que tan bien conocía el joven Charles.

Darwin, sin embargo, estaba muy familiarizado con las chocantes transformaciones que los agricultores y los mejoradores habían logrado con las plantas de cultivo y los animales domésticos. Y también sabía cuál era el truco: ninguna fuerza o tendencia intrínseca llevaba a las espigas a hacerse mayores y más compactas a lo largo de las generaciones. Era el agricultor el que elegía las mejores espigas en cada generación y las usaba para sembrar la siguiente cosecha. En eso consistía la selección. ¿No habría alguna forma de que eso mismo ocurriera en la naturaleza, sin ninguna mano que guiara el proceso?

Como se ve, todos los ingredientes estaban ya flotando en la cabeza de Darwin: las especies cambiaban; lo hacían gradualmente, hasta escindirse en dos o más especies nuevas; el resultado era un incremento de adaptación al entorno; ninguna fuerza intrínseca las llevaba a ello; en cada generación, algo debía seleccionar a ciertos individuos y descartar a todos los demás. ¿Qué era ese algo? ¿Qué fuerza causal podía completar el esquema? ¿Qué podía hacer las veces del agricultor que selecciona las semillas en cada generación?

Todos los muelles estaban tensados y sólo necesitaban una mota de polvo para saltar por los aires al unísono. Y la clave vino de la lectura casual del Ensayo sobre el principio de la población del reverendo Thomas Malthus. Allí se señalaba que la población humana siempre tiende a crecer más deprisa que los recursos y los alimentos. Pero entonces... ¡Cristo! Ésa era la clave que Darwin necesitaba tan desesperadamente. La fuerza causal de la evolución -el agricultor que seleccionaba las semillas- no era otra que la escasez. Si los seres vivos tenían una gran capacidad de reproducirse, pero los recursos eran limitados, sólo las variantes más aptas de cada generación (las más adaptadas a las necesidades impuestas por su medio) sobrevivirían lo suficiente como para reproducirse y transmitir sus cualidades a la siguiente generación. La repetición de este proceso ciego una generación tras otra durante miles o millones de años provocaría inevitablemente que las especies fueran cambiando y haciéndose más aptas para vivir en su medio. La mera escasez de recursos hacía las veces del agricultor que selecciona las espigas. Más aún: las fascinantes adaptaciones de los seres vivos a su particular entorno, sus estructuras y especializaciones tan funcionales y óptimas, tan obviamente diseñadas por un Ser inteligente, como creía haber demostrado el reverendo Paley, quedaban explicadas de un plumazo sin intervención divina alguna, ya que el cambio gradual de las especies, generación tras generación, no consistía en una deriva errática, sino que estaba guiado por las exigencias del entorno, y debía conducir por tanto, inevitablemente, a optimizar la adaptación a ese entorno. La principal crítica de la ortodoxia científica a Lamarck y los otros evolucionistas predarwinianos había quedado desactivada para los restos.

Ahora sí: ésta es la teoría de la evolución por selección natural, la gran aportación de Darwin al pensamiento occidental. Ésa es la idea que hizo exclamar a Thomas Huxley: '¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!'. Y ahora vemos el porqué de la reacción de Huxley. Jamás una idea tan simple, tan evidente, jamás una de esas ideas que se le pueden ocurrir a cualquiera, había explicado una realidad tan amplia, compleja y trascendente como... ¡la totalidad de la biología del planeta Tierra! Y acabando de paso con una superstición tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. Qué increíblemente estúpido que, durante los 100.000 años que la especie humana llevaba en el mundo, a nadie se le hubiera ocurrido esa trivialidad. Huxley, la verdad, tenía todas las razones para morirse de envidia.

Darwin dio con la teoría de la selección natural el 28 de septiembre de 1838. Habían pasado dos años y dos meses desde la anotación crucial en su diario sobre los pinzones, todavía a bordo del Beagle. Y un año y medio desde que, ya en tierra, se convenció por completo de que la evolución era un hecho. Aún habrían de pasar otros 21 años hasta que se decidiera a publicarla en el libro que fundó la biología moderna, El origen de las especies. Durante esos 21 años, Darwin fue posiblemente el único ser humano que se había asomado al oscuro abismo de la verdad. No falta quien piensa que su salud se resintió por ello.

Lo natural es, siempre había sido, pensar que los seres vivos han sido diseñados por un ser inteligente. Todo el mundo, también el mundo científico, había dado por descontada esa obviedad hasta que Darwin formuló una alternativa creíble y científicamente coherente: la selección natural. Desde Darwin sabemos que cualquier cosa -bueno, cualquier cosa de una cierta complejidad- que sea capaz de sacar copias de sí misma, de manera levemente inexacta, no tiene más remedio que irse haciendo lentamente más eficaz a lo largo de las generaciones, de modo ciego y estúpido. La razón es que, como las copias son inexactas, todos los individuos son ligeramente diferentes, y siempre habrá uno que, por pura casualidad, se las apañe un poquito mejor -nada espectacular, cualquier ínfima mejora puede valer- y logre hacer más copias de sí mismo que todos los demás. En un mundo de recursos limitados, y con el paso del tiempo, los descendientes de aquel individuo levemente mejorado, que son muy parecidos a él, serán mayoritarios en la población, y, por tanto, la población habrá cambiado y ahora se las apañará un poquito mejor que unas generaciones antes. Y cuidado con la palabra mejor: el darwinismo sólo nos permite utilizarla en un sentido local, pasajero, oportunista, carente de finalidad. En el darwinismo no hay objetivos: las cosas pasan y se acabó.

Invenciones espectaculares

La repetición ciega y mecánica de este proceso durante millones o decenas de millones de años, nos sigue diciendo Darwin, conduce a menudo a invenciones espectaculares, órganos tan complejos, exquisitos y eficaces como el ojo del águila, o como el cerebro humano, tan complejos, exquisitos y eficaces que parecen diseñados por un ser inteligente. Por un ser muy inteligente, si hemos de ser exactos. Darwin había descubierto por fin una alternativa creíble al creacionismo, a la perogrullada que todo el mundo había dado por sentada hasta entonces, y que formulaba -o mejor, que ni formulaba por obvio- que las cosas de diseño inteligente, como los relojes y los seres vivos, tenían forzosamente que haber sido diseñadas por una inteligencia, como un relojero o un dios. Fue la teoría de la selección natural la que refutó el famoso argumento teológico del diseño, tan pía y meticulosamente ensamblado por el reverendo Paley. Si quieren loar a la persona que mató a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de tripulantes del H. M. S. Beagle. (...)

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