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Columna
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Deudas

Todo lector es un viajante que va de ciudad en ciudad, de café en café, de conversación en conversación con una maleta llena de deudas. Hay números rojos que tienen que ver con las admiraciones, títulos y letras a los que le debemos una parte de lo que somos. La ficción forma parte de la realidad, como los asesinatos que cada cual comete en un sueño, o las luces del universo que viven muy al final de los telescopios. Sólo se admiran de verdad esos libros que nos ponen las palabras en las manos para conseguir que las palabras pasen a los hechos, que los sentimientos de la ficción sean nuestros sentimientos, el laboratorio personal en el que comprendemos algo más del miedo, del humor, de las tormentas o de las calmas. Descubrimos una estrella y le damos un nombre. Pero también hay deudas que tienen que ver con los planetas no descubiertos, con los libros no leídos, con las lagunas de la biblioteca. El azar cumple sus juegos en las biografías de los lectores, porque ofrece regalos imprevistos a costa de retrasar la aparición de muchas páginas imprescindibles. La novela Paz en la guerra de Unamuno fue una deuda que me acompañó durante años. Tendría que haberla leído cuando estudiaba en la universidad, pero a veces las vidas de los alumnos se resisten a los programas oficiales, y yo tuve en segundo de carrera una novia que me apartó por varios meses de los libros. Como a ella le sobraba tiempo para leer, me hizo un resumen de un folio con el que acudí al examen. Aquella novia me dio pocos besos y muchos resúmenes de libros. Pasados los años, mientras preparaba unas clases sobre Unamuno, perdí la novela en un aeropuerto, y caminé a tientas en mis explicaciones, suplicando al destino que ningún alumno me pidiera excesivos detalles sobre aquella historia de carlistas que yo conocía de segundas, por los manuales y por el recuerdo de un olvido. Ocurren estas cosas, pero los relojes siguen dando vueltas, y la deuda de Paz en la guerra me acompañó hasta que un mes de agosto, por casualidad, la compré en una feria de saldos, y reorganicé mi maleta de lector para cambiar de sitio el libro, que pasó de las lagunas íntimas a las admiraciones. Los veranos son un tiempo propicio para encontrarnos por fin con los títulos clásicos que, entre el interés y la vergüenza, nos acompañan como una ausencia a través de las conversaciones, las mesas de estudio y los aeropuertos.

Sucede también con las novedades de los contemporáneos. El trabajo y los azares llegan a convertir una novela en una laguna íntima. Mi mujer, a la que de vez en cuando le pido resúmenes de libros, me había dicho mil veces que debía leerme una novela de Antonio Orejudo titulada Fabulosas narraciones por historias, porque me iba a encantar su recreación de la Residencia de Estudiantes, su capacidad inventiva, su ironía inteligente sobre los personajes más serios de nuestra cultura. Hay libros que se retrasan en la yema de los dedos por culpa de un sinfín de razones. Pero esta semana he tenido la oportunidad de leer la novela, y ya está colocada en mi equipaje de admiraciones y deudas. Es una obra maestra, leal, sorprendente e imborrable, igual que el mar en algunos atardeceres de Punta Candor, igual que algunas noches blancas y sin hueco para los resúmenes de libros.

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