El fracaso de una ambición

En algún momento pareció que aquel hombre era un rey Midas que iba a transformar todo el sistema, el financiero, el político y hasta el judicial. Con el pelo engominado, los ojos iluminados y un aspecto de extremada pulcritud, apareció por la superficie nacional como un salvador. Eran los años ochenta, gobernaba el Partido Socialista y de aquel arrollador individuo llamado Mario Conde Conde sólo se sabía que era un abogado del Estado de 39 años nacido en Tui (Pontevedra) que se había ganado la confianza ciega de Juan Abelló, un empresario de saga. Juntos dieron un auténtico pelotazo con la venta de Antibióticos para, con los muchos millones de pesetas embolsados, asaltar el mundo bancario.
Estaban entonces las aguas sectoriales embravecidas. Conde oteó el panorama y escogió Banesto, un banco debilitado con el consejo enfrentado. La apuesta no fue a bulto. Tras comprar un importante paquete de acciones y entrar en el consejo, Banesto recibía una OPA hostil del Banco Bilbao que Conde desbarató. La sagacidad de aquel abogado convenció a parte de las tradicionales familias, que le dieron el apoyo para ganar la presidencia. Otras le odiaron para siempre.
Luego ya vendría el desenfreno. Urdió un banco a su medida, incorporó a su guardia pretoriana (Lasarte, Romaní, Garro, Ramiro Núñez...) e hizo un guiño al Gobierno con el fichaje de personas próximas al PSOE (Juan Belloso, Paulina Beato, Antonio Torrero). Lo de menos era que tuvieran experiencia en el sector. No la tenían. Y lo pagó. Se perdió en la guerra de las supercuentas, fracasó en los intentos de fusión (con el Central de Alfonso Escámez) y, para tapar pérdidas, cultivó la cultura del pelotazo que había puesto de moda echando mano del amplio grupo industrial del banco.
Abelló le dejó. Para entonces ya estaba claro que a Conde le importaba más su imagen que la cuenta de resultados (del banco, no la suya). Por ello, se obsesionó por el control de los medios de comunicación. Le gustaba la púrpura. Fomentaba las buenas relaciones y eso le hizo asiduo de la prensa rosa. Bailaba sevillanas, se vestía de rociero, se engalanaba en las ferias taurinas o se convertía en regatista por aguas mallorquinas.
En esa borrachera también había hueco para la política. Se permitía enmendar la plana al Gobierno sin tapujos. Aunque siempre lo negó, su objetivo apuntaba a La Moncloa como gran líder de la derecha. Cuando ya procesado lo intentó con el CDS sacó unos insignificantes 24.098 votos.
Alcanzó la cima al recibir, con 45 años, el doctorado honoris causa por la Complutense en presencia del Rey, algunos políticos y la crema de las finanzas.
Era junio de 1993 y, para su desgracia, el banco se precipitaba hacia el abismo. El Banco de España le vigilaba muy de cerca. Y el Día de los Inocentes de ese año, el gobernador Luis Ángel Rojo, intervino la entidad. Conde se revolvió como pudo; escribió libros contra El Sistema; lanzó una revista con sus iniciales... Pero entró en barrena. Ingresaría preventivamente en prisión mientras se conocía el rosario de operaciones que ahora, justo cuando estallan escándalos empresariales, le han llevado de nuevo a la cárcel con una condena de 20 años.
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