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Una fiebre estival afecta a los académicos europeos

Cualquiera que, en los últimos meses, haya visitado las dos orillas del Atlántico debe haber advertido la creciente e inquietante disparidad de actitudes entre las élites intelectuales y políticas de Estados Unidos y Europa respecto al conflicto entre Israel y Palestina. En Estados Unidos, los políticos de todas las tendencias han hecho lo imposible por afirmar su respaldo a Israel. Es una afinidad que deriva en parte del hecho de que ambos países han sufrido atentados terroristas que han matado indiscriminadamente a víctimas inocentes. Pero también está claramente motivada por un profundo temor a que las críticas públicas contra el Gobierno de Sharon provoquen la ira de los judíos estadounidenses en las próximas elecciones y a la acusación de ser antiisraelíes o, peor aún, antisemitas.

En Europa las cosas son diferentes. La mayoría de los políticos no tienen poderosos grupos de presión judíos que ponderen cada una de sus palabras y los puntúen en función del apoyo que demuestran a Israel; algunos, de hecho, realizan declaraciones claramente antisemitas y consiguen cierta aprobación por parte de su electorado. Pero, por encima de todo, los europeos están verdaderamente indignados por la dureza y la intolerancia de las acciones de Sharon y por las pruebas patentes del implacable odio que siente hacia los palestinos. Consideran que los terroristas suicidas palestinos cometen actos terribles e imperdonables, pero también muestran incredulidad y horror ante las fotos que se publican a diario de tropas israelíes demoliendo casas.

En tales circunstancias, las pasiones se desatan y la racionalidad disminuye, no sólo en los territorios en litigio, sino también entre los elementos proisraelíes de Estados Unidos y los grupos propalestinos en Europa. A veces, parece que cuanto más lejos de Cisjordania están estas voces partidistas, más verbalmente agresivas se vuelven. John Stuart Mill, autor del gran clásico Sobre la libertad, que habla de la tolerancia hacia los puntos de vista que difieren del nuestro, seguramente estará removiéndose en su tumba.

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Aun así, de todas las muestras de estúpidos prejuicios que han surgido en este cargado ambiente veraniego, pocas se acercan a los límites alcanzados por el movimiento de cientos -quizá ahora sobrepasen el millar- de académicos europeos favorables a boicotear la cooperación con las universidades y las instituciones académicas israelíes. Uno entiende que se debe a un firme deseo de levantar la moral de los palestinos, de reprobar las duras políticas de Sharon y quizá incluso a un intento de avergonzar a los amigos judíos. ¡Pero han elegido el blanco equivocado!

La idea que se tiene de la universidad es que en ella se produce una búsqueda libre e ilimitada del conocimiento a través de la enseñanza, la investigación en todos los campos y la elaboración de conceptos y tesis. Las primeras universidades fueron universales e ilimitadas y los eruditos se desplazaban entre centros de aprendizaje situados al sur y al norte de los Alpes, ya fuesen cristianos o musulmanes. Dichos centros constituyen las últimas relaciones entre pueblos que deberían ser interrumpidas, a pesar de las circunstancias políticas. Que, hipotéticamente, los europeos quieran prohibir la venta de armas a Israel por temor a que dichas armas se utilicen en los territorios palestinos es una cosa. Otra bien distinta es que se corten vínculos de conocimiento pacíficos y fructíferos.

Lo paradójico es que son precisamente las universidades israelíes -y los medios intelectuales de Israel en general- quienes promueven y enseñan las ideas liberales que constituyen la principal acusación contra el mundo excesivamente cerrado y material de Sharon. Éste no es amigo de contemplar las cosas desde un ángulo crítico y académico. Es evidente que no va a prestar atención a los intelectuales de Cambridge o de París, que declaran que van a romper sus relaciones con Israel. Y no le importará que los intelectuales liberales israelíes expresen su preocupación por verse aislados. Es muy probable que calcule que un buen número de profesores israelíes se sentirán tan indignados que empezarán a orientarse más hacia la derecha y el nacionalismo.

Sin embargo, el primer premio a la locura veraniega debemos concedérselo al despido de Miriam Schlesinger, profesora de la Universidad Bar-Ilan de Tel Aviv, del consejo editor de una revista especializada británica por trabajar en una facultad israelí. Los grandes maestros de la ironía, como Voltaire u Orwell, no podrían haber imaginado sarcasmo más sublime. Miriam Schlesinger es de tendencia liberal, situada a la izquierda del espectro académico. Critica firmemente las acciones de Sharon en Cisjordania. Durante un tiempo, fue directora de la sección israelí de Amnistía Internacional, que ha criticado abiertamente y documentado los abusos contra los derechos humanos cometidos por el actual Gobierno israelí en Gaza y Cisjordania. La revista de cuyo consejo editorial ha sido despedida es The Translator: Studies in Intercultural Communication , un título muy oportuno. Quizá ésta sea la ironía suprema, dado que la tarea del traductor es trasladar las pautas mentales de un pueblo a las del otro en el complejo mundo de hoy en día. Hace 600 años, en la España medieval, eruditos judíos, cristianos y musulmanes trabajaban en ciudades como Toledo para traducir las obras de otros. Ahora los boicoteamos.

¿En qué beneficia a la crisis actual en los territorios palestinos el que los estudiosos extranjeros rechacen la investigación conjunta con sus colegas israelíes, echen a los profesores israelíes de los consejos editoriales de revistas especializadas y declinen las invitaciones a Israel? ¿Quiénes se benefician, salvo los extremistas partidarios de la línea dura de cada bando? Las dos últimas veces que visité Israel fue como miembro del consejo asesor internacional del Centro Peres para la Paz en Oriente Próximo. El propio Simón Peres mantiene una actitud crítica y lucha por establecer políticas moderadas dentro del Gobierno de Sharon, y aunque, por el momento, pierde la batalla no se ha rendido. Su centro se ocupa casi exclusivamente de la colaboración entre jóvenes israelíes, palestinos y jordanos. Ahora mismo intentan desesperadamente seguir realizando sus excursiones conjuntas al campo, sus juegos comunes y su liga de fútbol. ¿Es éste realmente un buen momento para volver la espalda a estos elementos de la sociedad israelí que tienen la valentía de confiar en los demás y cooperar pese a tener todos los factores en su contra? No lo creo.

Todos los informes que nos llegan últimamente de Israel -en especial el reciente artículo de Yossi Klein Halevi en The New Republic, 'Cómo la desesperación está transformando a Israel'- sugieren que el país está asustado. Se está amurallando, no sólo física, sino mental e internacionalmente. Tiene miedo de la brutalidad de Sharon y de cualquiera que pueda ser menos rígido que él. Tiene miedo de los atentados suicidas. Tiene mucho miedo por el futuro y se está desarrollando un modo de pensar similar al de la fortaleza de Masada. Ciertamente, la derecha cristiana estadounidense, con su respaldo incondicional a Sharon y sus absurdas referencias al Armagedón, no resultan de gran ayuda; como tampoco el hecho de que, en Estados Unidos, estos poderosos grupos de presión conservadores hayan paralizado las anteriores y prometedoras iniciativas del presidente Bush para impulsar un proceso de paz que, a partir de la actual crisis, condujese al establecimiento de dos Estados diferenciados.

Por último, tampoco le ayuda el movimiento de boicot de los académicos europeos contra las universidades israelíes. Con todo el debido respeto por la solidaridad europea con la terrible situación de los palestinos, nunca ha compensado golpear a los liberales de otra sociedad con la esperanza de que ellos golpeen a su vez a los conservadores de la suya. En mi opinión, es apuntar al blanco equivocado.

Paul Kennedy es profesor de historia en la Universidad de Yale y autor, entre otros libros, de Auge y caída de las grandes potencias.

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