Las fresas silvestres
Aunque ceden terreno y por tanto menguan las posibilidades de encontrarlas, conviene no perder el optimismo. Siempre que la fortuna no nos abandone por completo, podemos tropezar con un fresal silvestre. Como ya quedan muy pocos en las tierras llanas, mejor dirigir nuestros pasos hacia la media y la alta montaña. Si además esos paisajes fogosos están situados en la mitad norte de nuestro país, multiplicaremos por diez las posibilidades del hallazgo. Donde más se dan estos frutos espontáneos es en los Pirineos, entre los 900 y los 1.500 metros sobre el nivel del mar. Incluso conviene mirar con más atención a lugares de suelo profundo, y, aunque ciertamente es una planta ligada al bosque, prefiere una frecuente insolación, por tanto los claros.
Pues bien, si todo lo mencionado coincide, ante nuestros ojos puede aparecer uno de los tapices verdes más agradables que se conocen. Estará compuesto por centenares de hojas con tres foliolos cada una. Una suerte de trébol, por tanto, pero descomunal porque ese trío de hojas tiene hasta 10 centímetros de longitud y los bordes completamente aserrados. Por el envés, los foliolos de fresa son canos por la gran cantidad de pelitos blancos que tienen. La planta en su conjunto, y aunque nos parezca rastrera, puede erguirse hasta 30 centímetros por encima del suelo. Otra de sus características es que emite estolones. Una prolongación de los tallos que, al entrar en contacto con el suelo, emite raíces hacia abajo y una nueva planta hacia arriba. Con este sistema, estas rosáceas consiguen propagarse como manchas de aceite.
Las fresas de monte son muy pequeñas. Casi siempre se quedan en unos dos centímetros. Pero su dulzor y agrestes resonancias aromáticas compensan de largo el esfuerzo de la recolección de lo minúsculo.
También son, como nos recuerda Pío Font Quer, uno de los vegetales con más principios activos y con una composición más compleja del reino vegetal. Comerlas equivale a un choque vitamínico y a un buen montón de antioxidantes. Placer y salud.
