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LA CRÓNICA
Columna
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Wagner contra los perros

Martes. Ocho de la tarde. Cuando empiezan a sonar los acordes de Tristán e Isolda en el Liceo, la plaza de Wagner se queda vacía. En días de calor como el de hoy, esta esquina del mundo se convierte en un oasis por el que circula algo parecido a un conato de brisa. Situada en la parte norte de la barcelonesa Diagonal, encajada entre los escaparates de una tienda Armani y una sucursal del BBVA, la plaza se resigna a la alocada topografía de una tierra de nadie en la que los perros del barrio campan a sus anchas con la complicidad de sus dueños, que se niegan a llevarlos al pipicán porque, según dicen, está hecho una mierda. Consecuencia: hay días en los que el parque entero se convierte en un enorme retrete, y eso que todo está pensado para que no sea así. Hay una fuente, y árboles, y un espacio vallado con toboganes, columpios y un cartel que recomienda a los canes no acercarse a los pequeños. Y otra parcela vallada con una inscripción poco operística: 'Per raons d'higiene, recolliu els excrements i dipositeu-los en les papereres'. Por la situación del aviso, deduzco que se refiere a los excrementos caninos, lo cual no deja de ser un alivio.

En días de calor, la plaza de Wagner se queda vacía, convertida en oasis en el que los perros del barrio campan a sus anchas

'Amo a Wagner, pero personalmente prefiero la música que hace un gato colgado de su cola por la ventana, mientras desesperadamente trata de aferrarse a las lunas de cristal con sus uñas', cuentan que dijo Baudelaire. En la plaza, marcada por una placa que resume su biografía ('Leipzig, 1813-Venecia, 1883, compositor'), hay que fijarse mucho para ver gatos. Corretean bajo los coches aparcados e intentan pillar las sobras de los cubos de basura que salen de la puerta trasera del Via Venetto. También hay bancos, ideales para sentarse a pensar en eso que Dumas padre denominó 'alboroto wagneriano, inspirado en los disturbios producidos por los gatos cuando corren en la oscuridad de una ferretería' o en por qué Wagner se convirtió en líder espiritual de los nazis. De madrugada, los bancos acogen a fumadores de diverso pelaje o a parejas que se pegan el lote a la luz de unas farolas que llevan pegado un código de barras municipal. En la parte posterior de este decorado, la guardería Hamelin y los restos del naufragio de Via Wagner, una galería comercial con sótanos precintados que fueron pasto de las llamas y de otras combustiones varias.

Por los auriculares de mi radio de bolsillo, y con el volumen a tope, escucho la retransmisión de Tristán e Isolda que está haciendo Catalunya Música, cuya sede está a menos de 10 metros de la plaza. El sonido es perfecto y, teniendo en cuenta que no he pagado ni un duro por escuchar la ópera en directo, me dispongo a disfrutar del espectáculo. Cerrando los ojos, visualizo telepáticamente el escenario: la responsabilidad y la ilusión del director Bertrand de Billy y el aguante de los espectadores, conscientes de que les quedan 245 minutos de partitura por delante a los que deberán sumar dos entreactos de 25 minutos cada uno. Entran a las ocho de un martes y salen a la una del miércoles. Ajeno a la incomodidad del teatro, estiro las piernas y, mientras tarareo la impresionante obertura, pongo cara de psicópata paseando su propia locura. En el Liceo, mientras tanto, suenan las primeras toses. Falk Struckmann, indispuesto, ha sido sustituido por Alan Held. Deborah Polaski está impresionante como Isolda. Eso piensan todos los asistentes, incluso uno al que le suena el móvil. Pero, oh, herejía: la sintonía no es de Wagner, sino de Mozart. Miradas de reproche. Y, al principio del segundo acto, cuando en el escenario aparece un árbol en llamas, más murmullos de un público al que no le gusta que le menten la soga en casa del ahorcado. ¿Funcionarán los sistemas contraincendios?, se preguntan. Pero enseguida son vapuleados por el oleaje de la partitura, mezcla de tripas y corazón, contradictoria como la expresión de uno de los espectadores: un apuesto cura con una cicatriz en la cara. ¿Pirata redimido o diablo enmascarado? En el escenario, Tristán degenera. Una mujer cuya belleza aumenta con el paso de los años consigue anteponer la emoción al sueño y me envía el siguiente pensamiento por correo telepático: 'Más que Tristán, parece Quasimodo'. Pero eso no quita que le aplauda, entusiasmada, y a los músicos, y al director, y a los suplentes, y a los titulares, y a sí misma por ser capaz de conmoverse con este drama de mares y de amores. En la plaza de Wagner, vómitos de jóvenes a la deriva, sombras de gatos y un mar de colillas. Me acerco un poco más al edificio de Catalunya Ràdio, a ver si así se oyen mejor los aplausos. Allí está Wagner, imagino, encantado de haberse conocido ('Para mi, Tristán es y seguirá siendo una maravilla. Nunca seré capaz de entender cómo pude escribir algo así', dicen que dijo), convocando el fervor militante de sus fieles. Pero, viendo como un perro defeca impasible en el centro de la plaza que lleva su nombre, recurro a otra cita recogida en el libro A capella (Ian Crofton y Donald Fraser, editorial Ma non troppo), esta vez de Gounod: 'Un huracán, querido amiguito, eso es Wagner. Es temible, pero pasa de largo. Lo más importante es no dejarse llevar por su espíritu'. El espíritu de la plaza está hecho polvo: paredes cubiertas de grafitos neonazis, desniveles varios, mierdas de perro, polvo, pero, pese a lo que dijera Gounod, la sensación de que Wagner resiste.

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