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LA CRÓNICA
Columna
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La vida a cuadros

El domingo pasado, un vecino de esta ciudad vio a una pareja de jóvenes enterrando una caja de zapatos en la ladera de Montjuïc. La chica lloraba y ambos parecían muy nerviosos. Alertada por el vecino, la policía acudió, desenterró la caja y en el interior apareció un feto de cinco meses. Cuando escuché la noticia, pensé que, si se pudiera prescindir del dramatismo de la escena, sería un buen tema para un cuadro figurativo: una pareja de jóvenes desesperados enterrando una caja de zapatos conteniendo un feto en la ladera de Montjuïc y, a lo lejos, la ciudad hirviendo junto al mar. Por la noche, leyendo un cuento agridulce de David Schickler, me tropecé con la historia de un hombre traumatizado por la muerte de su hermano, fallecido en un estúpido accidente en las atracciones de un parque temático, y que hereda una indemnización multimillonaria que despilfarra comprando vestidos caros a mujeres a las que seduce y a las que desnuda delante de un espejo en un misterioso edificio de Nueva York. Nuevamente, sentí el deseo de dibujar la escena de ese treintañero elegante y desequilibrado frente a una mujer desnuda ante un espejo y, a lo lejos, un mar de rascacielos. Para entonces, ya era miércoles, así que salí a la calle, porque uno no puede pasarse el día pensando en fetos y mujeres desnudas. Me crucé con Joan Pere Viladecans, que iba con prisas, como si estuviera pensando en un cuadro o en una de esas pinceladas de opinión que escribe para El matí de Josep Cuní. Si los pintores escriben, yo también debería poder pintar, pensé, así que, para inspirarme, me fui a la Sala Parés, donde se inauguraba una exposición de Perico Pastor.

Con los años he aprendido que los cuadros de Perico Pastor parecen fáciles y superficiales pero no lo son, cada día descubres algún matiz

Sé pocas cosas de Pastor. Que nació en La Seu d'Urgell en 1953, que es alto, que le gusta remar y que, cuando vivía en Nueva York, tenía un estudio en el Bowery con vistas sobre grupos de indigentes que, al atardecer, arrastraban sus carros llenos de latas vacías hasta un supermercado cercano donde había una máquina que, a cambio de la chatarra recogida, escupía unos centavos que les permitían beber para olvidar su corazón enterrado en alguna ladera. También sé que algunos le consideran el retratista de la pereza, que suele vender casi todos sus cuadros y que eso le ha valido la antipatía de algunos de sus colegas, que le acusan de repetirse, algo que, sin embargo, nunca dicen de Mozart o de Miró. Yo no entiendo mucho de pintura, pero sí de los cuadros de Pastor. Mejor dicho: de un cuadro de Pastor con el que llevo 13 años conviviendo. Es un poco grande: 380 centímetros de largo por 101 de ancho. Según me dijeron cuando fuimos presentados, el cuadro se titula El jadeo, y en él aparecen un hombre y una mujer en pelotas y en una postura que invita a pensar que están follando. He pasado tantas horas mirándolo, sin embargo, que creo que, más que estar follando, acaban de follar. Tuve dudas hasta el día que, siguiendo los movimientos migratorios propios de los de mi especie, cambié de domicilio. El problema no eran los muebles. El problema era, por su tamaño, el cuadro. La empresa de mudanzas estudió el asunto y se acordó sacarlo por el balcón, hacerlo descender siete pisos por un complejo sistema de poleas y, a continuación, trasladarlo, a pie, hasta el nuevo domicilio. Tardamos todo el día. Digo tardamos porque, aquí donde me ven, supervisé el traslado. Mientras la pareja pintada por Pastor iba descendiendo colgada de varias cuerdas, uno de los transportistas iba mirando el cuadro con cara de crítico circunspecto, reflexionando sobre la habilidad del artista a la hora de reflejar la mezcla de nonchalance y vacío existencial poscoito. No dijo nada. Llegamos al nuevo piso, subimos el cuadro por el nuevo balcón (esta vez, sólo dos pisos) y, una vez arriba, desprovisto ya de mantas protectoras, el transportista me dijo: 'Éstos están follando'. Yo me limité a jadear. Total: que con los años he aprendido que los cuadros de Pastor parecen fáciles y superficiales, pero no lo son. Cada día descubres una nueva arruga en el papel oriental, un nuevo matiz de color, un nuevo truco que te confirma que eso de pintar no es fácil. En la Sala Parés hay 75 pruebas de lo que digo. Paisajes, objetos, mujeres desnudas, instantáneas de un mundo que desfila ante la mirada del visitante como las páginas de un dietario en el que se trenzan estados de ánimo, reflexiones, temores y melancolías con los que resulta reparador identificarse. Parece que, con el tiempo, las mujeres de los cuadros hayan envejecido y estén más delgadas que antes, aunque puede que sea yo. Los precios oscilan entre los 975 euros del más barato y los 7.700 del más caro pasando por un variado degradé de importes. En la sala hay un camarero que se pasea con una bandeja. Se puede elegir entre cava y vino blanco. Elijo las dos y las mezclo: es asqueroso pero sube. Las reproducciones del catálogo (10 euros) no hacen justicia a los originales. Parece que hayan metido los cuadros en una lavadora: los colores han desteñido. Voy cazando comentarios. 'Son guapos', le dice un hombre a su acompañante. Aplicado a la pintura, guapo parece una definición frívola y, en cambio, es exacta. Los visitantes recorren la sala con la lista de precios en la mano. Cada vez hay más puntitos rojos, lo cual confirma que Pastor deberá sentirse culpable, una vez más, de que sus cuadros gusten. Es el problema de ser guapo.

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