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De Holanda a Premià

El diagnóstico no era especialmente difícil, pero sí, Pasqual Maragall está en lo cierto cuando afirma que la convulsa polémica vivida en Premià de Mar alrededor de la construcción de una mezquita no es algo anecdótico ni trivial. Después de los sucesos de hace tres años en el barrio de Ca n'Anglada, en Terrassa, lo del Maresme es el síntoma más serio de que también entre nosotros cobra fuerza esa problemática general a toda la Europa próspera, ese malaise social que, a menudo, tratamos de exorcizar calificándolo de xenofobia, racismo o fascismo.

El conflicto vecinal de Premià es significativo, en primer lugar, por las características mismas del municipio en cuestión: con un censo de 26.130 habitantes más bien jóvenes -el promedio de edad es de 37,4 años-, sólo el 17,7% de los cuales nació en la propia villa (lo hizo en el resto de Cataluña el 48,2%, y en otras comunidades españolas el 30%), y una tasa de paro registrado del 3,1% (extraigo estos datos del Anuario Social de España de 2001), Premià de Mar no parece precisamente una comunidad cerrada, endogámica e inmovilista, ni tampoco un reducto decrépito y asustado, sino más bien todo lo contrario: un dinámico y autosatisfecho pedazo de la conurbación metropolitana. Lo mismo cabe decir de las actitudes políticas; en las últimas elecciones generales, el PSC y CiU cosecharon ahí alrededor del 30% de los votos cada una, pero el PP se llevó el 24,4%. Resultados muy cercanos a la media, sin síntomas de hipertrofia identitaria o de patología social alguna.

El caso es también relevante por lo que expresa de choque cultural, no de disputa sobre libertad de cultos

El caso es también relevante por lo que expresa de choque cultural, no de disputa sobre la libertad de cultos. Jamás tuve noticia de un solo pueblo catalán donde haya habido oposición vecinal a la apertura, pongo por caso, de un Salón del Reino de los Testigos de Jehová. No, lo que ha sembrado la inquietud entre los habitantes de Premià no es la existencia de un lugar de oración para un credo minoritario o exótico, sino el temor a que la mezquita, como centro social y comunitario que además es, irradie entre los musulmanes de aquel entorno geográfico valores y comportamientos rigoristas que choquen con nuestro modelo de convivencia y hagan imposible cualquier integración futura. A juzgar por las noticias según las cuales el imam de la aún incipiente comunidad islámica premianesa rehúsa dialogar cara a cara con la alcaldesa, María Jesús Fanego, porque es una mujer, no puede decirse que esos recelos sean totalmente infundados.

En fin, la crisis de Premià es grave porque el rechazo a la mezquita en el centro urbano ha movilizado -en la manifestación del pasado sábado, por ejemplo- no a una tropilla de exaltados o a los consabidos cabezas rapadas, sino a gentes de toda edad y condición, a familias enteras, a una muestra transversal e interclasista de la sociedad local, y ese es un humus sobre el que el fascismo puede engordar. Mientras Mussolini, Hitler o Le Pen atraían sólo a un puñado de fanáticos marginales y miembros del lumpen, su importancia equivalía a la que hasta hoy poseen entre nosotros el tal Josep Anglada y su Plataforma per Catalunya. La catástrofe comenzó cuando sedujeron a comerciantes y pensionistas, a estudiantes y funcionarios, a obreros y amas de casa. Convendría que no lo olvidásemos.

Frente a este alarmante panorama nadie posee recetas mágicas, pero es relativamente más fácil señalar algunos escollos contra los que podemos estrellarnos. Por ejemplo, el discurso buenista de la solidaridad, de los papeles para todos, de la acogida sin límites. Me parece evidente que cada una de nuestras sociedades europeas posee hoy un techo, un tope en su capacidad de absorber a inmigrantes extracomunitarios; un tope variable dependiendo de su historia, de su idiosincrasia, de su nivel económico... y, por supuesto, del ritmo de llegada de la inmigración, de la procedencia de ésta y de su distribución territorial; pero un tope. En Holanda, país de acrisolada tradición tolerante, antigua metrópoli a la que la descolonización coloreó de pieles atezadas hace ya medio siglo -no hay más que ver a alguno de los holandeses del Barça-, ese techo parece hallarse ahora alrededor del 10% de la población total, porque superarlo ha convertido a la Lista Fortuyn en la segunda fuerza parlamentaria. En Cataluña, las cifras oficiales nos sitúan todavía rozando el 5%, pero en Premià, como en otros municipios del Maresme, la población extranjera censada supera ya el 6%, y lo más relevante es que el fenómeno se ha quintuplicado a lo largo de la última década. No, no se trataría tanto de fijar mañana una cuota aritmética como de que instituciones y partidos admitiesen que debe haber un límite, y sobre todo comprometiesen los medios democráticos de que disponen para hacerlo respetar.

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En un artículo que EL PAÍS publicó el pasado día 16, el eurodiputado Sami Naïr -parlamentario en Bruselas, recordémoslo, por el Mouvement des Citoyens, de Jean-Pierre Chevènement, que tan brillante servicio hizo a la causa del progreso en la primera vuelta de las presidenciales francesas y al que la izquierda plural ha tenido el buen criterio de excluir ante las legislativas- aleccionaba a los españoles con unas tesis beatíficas acerca de que la inmigración, sobre todo la magrebí y la subsahariana, sólo nos reporta beneficios, y de cómo los inmigrantes 'no tienen otra elección salvo adaptarse'. ¿No la tienen, en los tiempos de la televisión por satélite, cuando vídeos y casetes con sermones de clérigos integristas sumergen al islam europeo mientras los petrodólares saudíes financian imames y mezquitas fundamentalistas por todo el continente? Ante escenarios como el de Premià, ese discurso suficiente y libresco del que Sami Naïr es el paradigma, esa arrogancia intelectual que desde el confort de un cargo público trata al vecindario de estúpido o xenófobo, constituye el atajo más corto hacia el desastre.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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