_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La ola

Para quienes no somos hinchas, el triunfo de un equipo de fútbol nos deja bastante indiferentes. Una muchachada logra el éxito y sus seguidores lo celebran ruidosamente para hacernos a todos copartícipes de su alegría y contento. Al parecer, quienes se suman a esos eventos y disfrutan con ellos experimentan sentimientos oceánicos, ese modo de abandonarse a la presión y a la protección de una vasta colectividad emocional. El grito unánime, el fervor que eriza los cabellos, el hormigueo de la epidermis, los gestos enfáticos que subrayan el alborozo son algunas de esas manifestaciones. En los albores del ochocientos, los románticos celebraron lo sublime. Lo sublime es una categoría estética, pero es también un sentimiento que se opone a lo armonioso, a la contención y al equilibrio. Frente a la racional mesura de lo bello, hay hechos o espectáculos que nos despiertan las emociones más indómitas, que amenazan con desbordarnos. Es el sentimiento de lo dionisíaco, de la pura ebriedad, de la exaltación que se experimenta ante el abismo, ante el riesgo, ante el vértigo, ante la velocidad o ante una colectividad que se agita oceánicamente y nos engulle. Por eso, cuando los hinchas hacen la ola expresan de manera exacta esa emoción, donde cada uno es sólo parte infinitesimal de un vasto mar que extiende más allá de los confines. Son muchos los ciudadanos que abdican provisionalmente de sí mismos y se entregan con furia y con denuedo a ese libramiento colectivo. Nada hay que objetar, sobre todo, si se hace como aquí se ha hecho. En efecto, es de agradecer que los hinchas del Valencia se hayan comportado con inusitada corrección, inaudita frente a lo que es habitual entre ciertos vandálicos seguidores de otros equipos; y es de agradecer que ese sentimiento unánime no haya tenido que ser obligatorio, forzoso, porque, qué quieren que les diga, no experimento esas emociones oceánicas y me producen aversión actos o concentraciones que favorecen el estruendo y el rugido. A pesar de ello, no creo ser un avenado ni un tipo raro: sólo que no me atrae el abismo ni me tienta lo dionisíaco.

Por eso, precisamente, admitirán que me decepcionen las exaltaciones sublimes de nuestra alcaldesa. Uno cree que los representantes democráticos deben ser personas de expresión morigerada, de contención gestual; uno cree que los políticos deben dar ejemplo de freno y de comedimiento. Sin embargo, la alcaldesa de Valencia se entrega con furia y con delectación a esa exaltación capitaneando la explosión de contento. Tal vez se argumente que esa manifestación prueba la humanidad del político, los sentimientos propiamente humanos que se desbordan cuando los nuestros alcanzan ciertos logros. Permítanme, sin embargo, criticar esa idea misma de los nuestros y permítanme también enjuiciar la presunta humanidad del gesto, de ese gesto redundante de grito y exaltación.

Hay una manera odiosa de hablar y es hablar en plural cuando no hemos tenido protagonismo en el hecho del que nos sentimos partícipes. Es apropiarse del esfuerzo ajeno. Se me dirá que también la hinchada hace esfuerzos y que se empeña acudiendo al campo y exaltando al equipo. Pero convendrán conmigo en que quienes corren y ejecutan sus cabriolas son los jugadores y que, por tanto, un mínimo respeto por el equitativo reparto de funciones debería llevar a hablar siempre en singular dando a cada uno lo suyo. Pero decir los nuestros implica algo más: supone una cierta idea de lo colectivo, de proyección simbólica. ¿Hay que recordar que las banderas son enseñas de origen militar? ¿Habrá que recordar otra vez que la lógica deportiva se inspira en la empresa bélica? Si ese colectivismo se reviste con símbolos nacionales corremos el riesgo -como de hecho suele ser frecuente- no de sublimar el conflicto, sino de materializar y de ejecutar las rivalidades políticas, la ojeriza entre vecinos o el odio entre hermanos. Por eso resulta tan inquietante y aprovechada la imagen de los políticos asistiendo a los partidos en los que se la juegan los nuestros: capitanean a los combatientes sin bajar al campo y aspiran a sacar beneficio de los esfuerzos ajenos.

Pero había otro hecho que enjuiciar: la gestualidad enfática de alegría de la que hacen ostentación ciertos representantes públicos. ¿Que ese ademán expresa humanidad? Ustedes recordarán la tierna y apacible humanidad de Sandro Pertini celebrando los goles de Italia durante la final de España 82. ¿Dirían lo mismo si un enfervorizado Berlusconi jaleara a su selección al grito unánime de Forza Italia? Esas exaltaciones son sobre todo una representación y el poder político escoge siempre sus escenarios para mostrar su calidez humana o su resolución o su contento. La visibilidad de los representantes es la publicidad de sus gestos y de ellos son dueños o productores. Nuestra alcaldesa hace ademanes de alegría, de exaltación, de alborozo, pero sobre todo los hace desde el balcón municipal, una construcción o añadido que no tuvo el consistorio original y que se edificó bajó la dictadura de Primo de Rivera. Reparemos en esa prolongación del espacio arquitectónico. El balcón es, en efecto, un escenario público por el que se inclinan las tiranías porque facilitaría la comunión del líder con su pueblo al que invoca de manera directa y plebiscitaria. En el balcón se ensayan gestos o proclamas, representaciones y palabras: eleva la estatura del político, lo hace visible en su magnificencia inalcanzable, próximo y remoto a la vez. Cuando llegan las Fallas, la alcaldesa irrumpe en el balcón que la dictadura nos legó y jalea a los que debajo se congregan, riendo a mandíbula batiente y dirigiéndose expresamente a alguien a quien no vemos. Chilla, gesticula y aplaude. Cuando el Valencia logró alzarse con la Liga, otra vez pudimos ver a la alcaldesa exaltando a la hinchada y la vimos enarbolando un pendón como enseña o emblema o distintivo. Esos gestos son muy apreciados por el público y su ejecución despierta la simpatía de sus numerosos seguidores. Vaya una alcaldesa popular y cercana, próxima al pueblo y a sus expansiones, dirá el espectador entregado. Sin embargo, esos ademanes algo ordinarios nos entristecen porque son a la vez expresión condescendiente de demagogia, de libramiento populista, un modo de exaltar el sentimiento oceánico que a todos amenaza con anegarnos. Es evidente que una parte importantísima de la política se hace en escenarios visibles de representación. Es aquello que Georges Balandier llamaba el poder en escenas. En el siglo XIX, esa escenificación se hacía con el recurso público y parlamentario de la oratoria, tan frecuentemente incontinente, verbosa, efectista y grandilocuente. ¿Recuerdan a Tierno Galván? Su representación se hacía empleando irónica y eficazmente esa oratoria decimonónica: era un modo rezagado, deliberadamente anacrónico, de llamar la atención y de hacer pedagogía democrática. Nuestra alcaldesa se adueña del escenario, pero, por el contrario, parece haber renunciado a cualquier didactismo, parece haber renunciado al arte de la palabra pública, y sólo se contenta con hacer la ola sin bajar del balcón.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_