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Cuba cumple cien años

Antonio Elorza

El 20 de mayo de 1902, los Estados Unidos ponían fin a casi tres años y medio de ocupación militar, y el presidente electo Tomás Estrada Palma, el sucesor de Martí, asumía los amplios poderes que le eran conferidos por la Constitución de 1901. Quedaba atrás la pesadilla de la guerra de liberación y el nuevo país independiente se aprestaba a beneficiarse de una onda larga de crecimiento económico que con altibajos se prolonga hasta 1920. En ese clima de bienestar, las heridas se restañan incluso respecto de la antigua metrópoli: 400.000 españoles emigran a la isla sólo entre 1902 y 1916. Los edificios que fueran de los Centros Gallego y Asturiano, en el corazón de La Habana, atestiguan el éxito de esa reinserción, en un marco de progreso económico y social que ya con oscilaciones más agudas pervive hasta los años cincuenta. Cuando triunfa la revolución, habrá muchos burdeles para yanquis, pero, sobre todo, más allá de las desigualdades -sociales, de raza, territoriales-, Cuba no es Guatemala ni Haití. Su renta per cápita casi dobla a la española del momento y sigue a la de una Venezuela entonces opulenta. El esplendor urbanístico de La Habana es signo de la existencia de una sociedad civil compleja, con capas profesionales favorecidas en su especialización por el nexo con los Estados Unidos y una brillante minoría intelectual que luego el castrismo presentará como creación propia.

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En marzo de 1952, el golpe militar del ex sargento Batista no sólo sepulta el orden constitucional, sino que anula las expectativas de cambio dentro de la democracia, conforme explica muy bien un testigo de los acontecimientos: 'Había una vez una República. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, presidente, Congreso, tribunales, todo el mundo podía reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El Gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada, y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos y el pueblo palpitaba de entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho, y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podía volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada...'.

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El autor de este apasionado canto a la libertad política republicana se llamaba Fidel Castro, y con el tiempo había de poner en pie una dictadura cesarista que, casi punto por punto, vino a convertirse en la negación de todo aquello que elogiaba en 1953 frente a la dictadura del momento, la de Batista. Pero, por debajo de las frases de reivindicación democrática hay en el texto de Fidel otro elemento a retener: la constatación de que en el pasado la vida política en la República ha consistido en un rosario de frustraciones, de engaños a un pueblo cubano que 'miraba el pasado con verdadero terror'. En efecto, si el progreso registrado a lo largo de medio siglo por la sociedad cubana era incuestionable, no cabía decir otro tanto del sistema político, cuya existencia había estado salpicada por fraudes electorales, corrupción, insurrecciones, dictaduras más o menos logradas y golpes militares.

A la hora de explicar ese movimiento en tijera entre la sociedad cubana y su política, los ojos se vuelven de inmediato hacia el factor determinante que habría sido la hegemonía ejercida por los Estados Unidos, hasta el punto de que en la versión historiográfica oficial la República no existe. Entre 1902 y 1959, el hecho decisivo de la dependencia respecto de los Estados Unidos impone entonces hablar de la Neocolonia. A esa simplificación forzosa habría que replicar que la subordinación a los Estados Unidos, si bien reviste una gran importancia, no es el único hecho que determina la crisis casi permanente de la vida política. Entran en juego también factores estructurales, como el protagonismo del monocultivo de exportación. En la Cuba de los siglos XIX y XX resultan válidas dos proposiciones en principio opuestas entre sí: 'Por el azúcar hay país', y 'por el azúcar no hay patria'. La onda ascendente de las exportaciones de azúcar promueve el bienestar excepcional de que en muchos periodos disfruta la isla, pero con un elemento de fragilidad, al depender de un mercado que opera en condiciones de monopolio parcial de demanda. Por esta vía, los Estados Unidos tuvieron en sus manos la llave de la economía insular. Del azúcar había surgido, además, la esclavitud y, una vez abolida ésta, una cuestión racial hondamente arraigada hasta hoy en la conciencia cubana, opuesta al principio de ciudadanía y, por si fuera poco, articulada con las también profundas desigualdades territoriales. La Cuba pobre de que hablara Pérez de la Riva, la Cuba oriental o propiamente dicha, es también la de color más pronunciado: de ella vinieron siempre las insurrecciones cuyo triunfo se materializa, tanto en 1895-1898 como en 1958, en la marcha sobre Occidente, apuntando hacia La Habana.

Las intervenciones de los Estados Unidos, fueran en la forma de ocupación militar (1899-1902, 1906-1909 y 1917-1922 para Camagüey y Oriente) o de presión diplomática más o menos intensa, tuvieron, sobre todo las primeras, una dimensión tutelar, tendente a racionalizar la organización institucional y económica, sentando así las bases de una vida política normalizada. En la primera intervención, el Gobierno del general Brooke llevó a cabo en pocos meses transformaciones decisivas en los servicios públicos y la sanidad, dejando al descubierto la vergonzosa ineficacia de la anterior gestión militar de España. Todavía en 1920, la gestión como 'representante especial' de Enoch H. Crowder tendió a inyectar la honestidad, tarea imposible, en la presidencia de Alfredo Zayas. Pero ni la forma del cuasi-protectorado impuesto desde Washington en 1901 por la enmienda Platt, que garantizaba los derechos de supervisión e intervención para los Estados Unidos, ni el objetivo primordial de su política, ejercer un control acorde con los propios intereses, eran susceptibles de favorecer el equilibrio político en Cuba. Los dirigentes políticos norteamericanos trataron de hacer compatible el reconocimiento de la independencia con el designio de un dominio imperialista merced a la enmienda, pero ésta sólo funcionaba bien en su forma extrema, acostumbrando además a los políticos cubanos de todo signo a buscar la intervención de la potencia protectora cada vez que se encontraban en posición de perdedores. Abrió la caja de Pandora el primer presidente, Estrada Palma, y a la primera crisis, poniendo de paso de manifiesto algo muy singular: el mandatario que inaugura la independencia es en realidad un anexionista, partidario de convertir a Cuba en un Estado de la Unión. A fines de 1933, el Gobierno regenerador de Grau abolió la enmienda Platt, pero eso no eliminó el papel de tutor asignado al embajador

americano, en su condición de portavoz de los enormes intereses económicos consolidados desde que en la posguerra de 1899-1901, con la isla arruinada, los capitalistas yanquis adquirieran inmensas propiedades a precio de saldo. Es cierto que en el plano profesional y cultural, desde la primera intervención, Norteamérica significaba modernización para Cuba, pero eso era insuficiente para borrar la impresión muy fundada de que la recuperación nacional cubana resultaba inseparable del fin de la dependencia.

Ahora bien, la tutela imperfecta pero omnipresente de los Estados Unidos oculta otras causas no menos reales de la malformación de la democracia en la Cuba republicana. Los malos usos heredados de la colonia y la forma de la guerra de independencia actuaron simultáneamente hasta el punto de que en la mencionada crisis de la primera presidencia, en 1905, sí que puede hablarse de neocolonia, pero respecto del pasado español, con un partido, el moderado, que desempeña el papel que 10 años antes correspondiera a los peninsulares, practicando a fondo el fraude electoral, expulsando a los adversarios liberales de los ayuntamientos por las buenas (el copo) o por las malas, con tal de monopolizar los recursos públicos, mientras las víctimas, los liberales, recurrían a la insurrección como buenos mambises que antes fueron. Y en esta historia repetida en forma de caricatura, para que nada faltase, el colofón consistió en la intervención militar de los Estados Unidos. No fue el ejemplo yanqui lo que provocó en la isla una corrupción rampante en los procesos electorales y en la gestión administrativa, sino la continuidad con el pasado español.

Con variantes introducidas por la guerra de 1895-1898. Ésta había desmantelado política y económicamente a la burguesía criolla, dejando el camino libre para unos jefes militares muy alejados en su moralidad del espíritu patriótico de Máximo Gómez o de Antonio Maceo, y dispuestos a capitalizar en términos de poder político y control del presupuesto el prestigio ganado en la guerra. Cobra forma un caudillismo mambí, que domina la vida política de la isla desde la segunda ocupación hasta 1934-1935, cuando su fórmula de militarismo, en vías de extinción biológica, es sustituido por el del sargento Batista. En torno a estos grandes caciques armados se articula una clase política cerrada sobre sí misma, como ellos carente de otra ideología que la voluntad de disfrutar los beneficios del poder. Los principales personajes, los generales José Miguel Gómez, García Menocal, Gerardo Machado o el antiguo 'laborante' (patriota conspirador contra España) Alfredo Zayas, cambian de etiqueta y/o de alianzas con tal de alcanzar ese fin, haciendo natural la convergencia de sus partidos en el 'cooperativismo', unión de grupos, que en 1927-1928 sirve de plataforma al ensayo dictatorial del 'liberal' Machado, preludio de los dos ensayos bajo amparo yanqui de Batista. Para cerrar el círculo de los desajustes, la guerra de independencia potenció el uso de la violencia, legitimando el recurso a la insurrección como medio de acceso al poder.

El ensayo reformador de los Cien Días, en 1933-1934, fue agostado por Batista. Su reposición en los ocho años de presidencias constitucionales, de 1944 a 1952, mostró el arraigo de los malos hábitos que impregnaron el sistema desde sus comienzos, si bien en la sociedad cubana había sobrados recursos ideológicos y humanos para el cambio. Batista los cercenó, abriendo paso a una transformación radical surgida de una nueva insurrección, donde paradójicamente reaparecieron los rasgos de aquello que se venía a reformar: la negación de la democracia, la institucionalización de la violencia de Estado, la exaltación del militarismo en la figura de un caudillo. La voluntad de perpetuarse en el poder de todos los presidentes, de Estrada Palma y García Menocal a Machado y a Batista, había tropezado con el obstáculo de la mal vista reelección. Nuestro gallego venido de Oriente resolvió desde muy pronto el problema: elecciones, ¿para qué? Todo envuelto en un ambicioso proyecto de redención social que acabó en un terrible fracaso económico. Parafraseando a Montesquieu, Fidel olvidó su entusiasmo juvenil por el pluralismo de la sociedad y de la vida democrática cubanas, la enseñanza de Martí, y procedió como los salvajes que para arrancar un fruto, podrido en este caso, talan el árbol. Luego plantó el hacha, y ahí sigue.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político en la Universidad Complutense.

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