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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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¿Berenjenas o libros?

Este diario me invita amablemente a sumarme al debate sobre la futura ubicación de la Biblioteca Provincial de Barcelona, debate suscitado a raíz del descubrimiento en el antiguo Mercat del Born, donde en principio debía levantarse la biblioteca, de unos, al parecer valiosos, restos de la Barcelona del siglo XVIII.

¿Piedras o libros? Confieso que esta constante clochemerliana (de Clochemerle, la emblemática novela de Gabriel Chevallier) del periodismo local acaba por resultarme enternecedor, tanto como un concurso de rosas (¡ay, señora Miniver!). Una vez hecha esa observación, debo confesar asimismo que los esqueletos de ratas o de seres humanos maniatados y presumiblemente ejecutados que puedan hallarse en el Born me dejan indiferente y, en último término, me producen un cierto asco, como aquella calavera ibérica, con un clavo atravesándole el cráneo, que veía de pequeño en el despacho de mi padre: un recuerdo de las excavaciones realizadas en Santa Coloma por mi abuelo Ferran de Sagarra y de Siscar. Para mí, el verdadero debate se sitúa con anterioridad al descubrimiento de los restos de la Barcelona humillada por las tropas de Felipe V. Para mí, el verdadero debate consiste en saber si se puede construir una biblioteca donde antes hubo un mercado. Debate harto comprensible dada mi memoria visual, olfativa, gustativa, táctil (¡ay, aquellos melones, aquellas berenjenas!), del lugar.

Las estaciones de tren no sólo son, como en el caso del Born, lugares trágicos, sino lugares literarios

Existe un famoso precedente: Les Halles, el vientre de París. Desde que trasladaron el mercado, destruyendo incluso su férreo y hermoso esqueleto, para instalar allí el FNAC y una serie de tiendas de collonades, los poemas de Hardellet y de Desnos ('Je n'aime plus la rue Saint-Martin / Depuis qu'André Platard l'a quittée'), vecinos del barrio, ya no saben igual que cuando acompañabas su lectura con el mordisco de una pera o una manzana normanda, en la madrugada de París, al tiempo que echabas el ojo a una de esas muchachas eléctricas, como diría Gonzalo Rojas, que pululaban por el viejo mercado.

¿Berenjenas o libros? No seré yo, Dios me libre, quien diga que no existe una literatura de mercado. La semana pasada, sin ir más lejos, me zampé Insolación, la novela de doña Emilia Pardo Bazán, que me había recomendado mi hermano Josep Maria Carandell (edición de Ermitas Penas Varela, Cátedra, Madrid, 2001), y a las pocas páginas me percaté de que lo que me estaba zampando no era sino un pulpo en papillote, envuelto en los restos de una faja Scandale que en su día debió de pertenecer a Colette, y regado con una copita de orujo. Talmente sabía a sexo viejo e incorrupto. Otra muestra de literatura de mercado me la ofreció Giovanni Macchia en Roma, hará unos cinco años. Le escribí pidiéndole una entrevista para que me facilitase una determinada información sobre la correspondencia entre Mario Praz y Emilio Cecchi, aparecida en Adelphi, con un prólogo suyo (correspondencia en la que pillé una frase, de Praz a Cecchi, en una carta de 1935, a propósito de la traducción italiana de El proceso, de Kafka (Frassinelli, 1933), que a buen seguro ha de encantarle a mi primo Enrique Vila-Matas: 'Il cosidetto romanzo di K. è un romanzo coi coglioni, mentre da noi romanzi coi coglioni non se ne scrivono').

Huelga decir que lo que me interesaba del profesor Macchia no era su prólogo sabio, ni la correspondencia entre Praz y Cecchi: lo que me interesaba era conocer a Macchia en su salsa, hablar con él del Demonio (ya que no pude hacerlo con Praz), y ver su biblioteca, con la colección completa de la Pléiade, en primeras ediciones. Me la mostró, y cuando íbamos por la segunda botella de Moscato di Pantelleria (Mueggen, 1999), el profesor me hizo una confidencia. Me dijo que en determinados momentos se apoderaba de él una imperiosa necesidad: la de comerse un libro. Le pregunté si lo había hecho alguna vez. Me dijo que lo había intentado con Agrippa d'Aubigné, pero tuvo que dejarlo: se ahogaba. '¿Y a qué sabía?', le pregunté. 'A qué iba a saber: a libro', me respondió.

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Volviendo al debate, yo preferiría que la Biblioteca Provincial de Barcelona se instalase en la vieja estación de Francia, como sugieren algunos, antes que en el emplazamiento del antiguo Mercat del Born (el Born, a mi entender, podría destinarse a cementerio de ratas, ajusticiados y otros honorables catalanes. Eso, un Panteón de catalanes honorables, que no es lo mismo que catalanes ilustres, a Dios gracias).

¿Por qué la estación? Porque las estaciones no sólo son, como en el caso del Born, 'des lieux tragiques', como escribe Proust en La recherche, sino que son lugares literarios. Porque si bien existe una literatura de mercado, o del mercado (de Màrius Carol a la escarola), con más razón existe una littérature de gare, un roman de gare, literatura que algunos se empecinan en asociarla con la idea de lectura fácil, lo que a mí se me antoja un disparate. Desde que El Corán, los Diálogos de Platón y Guillermo, el Proscrito, se publican en ediciones de bolsillo, ¿quién se atreve a hablar de literatura fácil?

En el caso de que prosperase mi deseo de ver instalada la biblioteca en la estación de Francia -'¡Mozo, la Británica, volumen octavo!'. ¡Qué gozada!-, yo me atrevería a pedir que se incorporase a la misma un viejo vagón restaurante, uno de los respetables vagones del señor Cook, para albergar la biblioteca Simenon. Un vagón en el que se pudiese fumar, con una buena reserva de habanos, y provisto además de un bar americano, con un buen barman, un barman sabio. Qué gustazo poder leer Pietr-le-Letton mientras enciendes un robusto de Allonés y sorbes un Philip and Thomas (una lima cortada en cuartos, un limón cortado en cuartos, 2/10 de Cointreau y 8/10 de vodka, en un vaso old fashioned, con hielo pilée, según la receta de Colin Peter Field, barman del Bar Hemingway, del Ritz de París). Y si encima el vagón pudiera moverse, salir de la estación-biblioteca, cruzar la frontera... ¡Qué gustazo!

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