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Columna
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Pastillas

Los medios han atribuido a dos causas contrapuestas la muerte de los adolescentes de Málaga: a la existencia de demasiado éxtasis en las pastillas que consumieron y a la de demasiado poco. Este cruce de veredictos ilumina con toda crudeza la verdad: nadie tiene ni maldita idea de qué se metieron aquellas criaturas entre pecho y espalda. Nadie controla la composición de los estupefacientes que se venden por las esquinas, que cualquier persona, a través de un amigo o conocido, puede adquirir a dos manzanas escasas de su domicilio. El consumo de drogas, de la clase y en la cantidad que sea, es un hecho, y el conculcarlo desde asociaciones benéficas o ministerios no va a hacerlo desaparecer de buenas a primeras con toda la carga de problemas que acarrea. Proclamando desde carteles, radios y estrados que drogarse es malo, el Estado cree cumplida su labor. Pero silencia que si los estupefacientes hubieran estado legalizados y el Ministerio de Sanidad revisara las partidas que se distribuyen en las discotecas, probablemente la muerte de los chicos malagueños no se hubiera producido. Si el éxtasis, el tripi, la pirula o como queramos llamarlo constara de unos ingredientes fijos farmacológicamente controlados, sería mucho más difícil intoxicarse con él, como es más difícil morir de aspirinas. Lo único que genera la persecución del consumo y tráfico de las drogas es el estallido subterráneo del mercado y la depauperación del producto. Cada traficante tiene libertad para mezclarlo con tiza, cocaína o polvo de trapería si le da la gana, sin que nadie objete una palabra. Tal vez la aceptación de que la droga constituye un producto de consumo público, que la gente busca y disfruta más allá de las campañas de publicidad contrarias, fuese un buen punto de partida para cambiar las cosas: para que el Estado cumpla con su cometido y revise qué se meten sus niños.

Sobre el consumo de drogas pesa una penosa superstición. Por el tiempo que se le dedica en los telediarios y en las preocupaciones de las amas de casa, parece que se trata del gran mal de nuestro tiempo. Colombia arrasa la mitad de su territorio arguyendo que quiere destruir su principal fuente de ingresos, soldados yanquis van y vienen por los terreros de Afganistán tratando de borrar el opio que da de comer a los pobres damnificados. Miremos las sentencias judiciales: ¿realmente merece castigos más severos el tráfico de estupefacientes que el terrorismo, la pederastia, la prevaricación, el golpismo? Ese dinero que el Estado invierte en advertir a los padres que sus hijos deben ser controlados, lo podría gastar diseñando verdaderas campañas de información, que explicasen lo que significa un consumo responsable y qué peligros, pero también qué placeres, se siguen del uso de las drogas. La libertad necesita conocimiento. Avisar al niño, con la mano en alto, de que no puede ocurrírsele encender un porro sin explicaciones suplementarias, no parece que ayude mucho al hijo, pero tampoco al padre. El debate no debe centrarse en las drogas, cuyo consumo es admitido, universal y cotidiano, sino en el control de su calidad: a menos que el gobierno baje de su puritanismo de matrona victoriana, los adolescentes morirán sin que nadie se preocupe de conocer su veneno.

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