La doble longevidad del narrador Robbe-Grillet
La permanencia, en esferas diferentes, del Nouveau Roman ya no necesita ser demostrada. La primera esfera, relativa a la persistencia biológica de sus principales autores, es de dominio público: si bien Robert Pinget cometió el error estadístico de morir relativamente joven, a los 78 años, Nathalie Sarraute en cambio murió pasados los cien y, de los que siguen vivos y en actividad, Claude Simon acaba de cumplir los 88 (y de publicar otra novela El tranvía hace unos pocos meses) y Butor, el más joven de la banda, los 75, en tanto que Claude Ollier y Alain Robbe-Grillet (Brest, 1922) ya están llegando, sin mucho esfuerzo aparente, al filo de los ochenta.
Pero la segunda longevidad del Nouveau Roman se verifica en un plano a decir verdad más importante que el de la mera biología, el plano puramente literario, y no únicamente porque sus presupuestos teóricos y sus procedimientos narrativos generan periódicamente los mismos debates apasionados, sino sobre todo porque sus representantes más notorios siguen escribiendo y publicando libros que en algunos casos se transformaron en best sellers, como Infancia, la autobiografía de Nathalie Sarraute, o El amante, de Marguerite Duras, y porque ciertos acontecimientos, como el Premio Nobel de Literatura a Claude Simon en 1985 o la incorporación de las obras de Sarraute a la colección La Pléiade, de la editorial Gallimard, subrayan la vitalidad y la importancia del movimiento.
Los adictos al relato lineal, los partidarios de la legibilidad inmediata, no encontrarán en esta novela ninguna de esas pautas tranquilizadoras
Después del surrealismo en los años veinte y del apogeo literario y filosófico del existencialismo, en los comienzos de la posguerra, el Nouveau Roman constituye el último gran movimiento literario significativo de las letras francesas. Y del mismo modo que en los años treinta y cuarenta era difícil escribir en Francia sin tener en cuenta al surrealismo y al existencialismo, ya se estuviese a favor o en contra de esos movimientos, y por solitaria y original que fuese la tentativa de los escritores de la época, a partir de 1960 resultó imposible intentar la práctica novelística pretendiendo ignorar la esencia problemática del género narrativo que habían tenido la perspicacia de señalar los teóricos de la nueva novela.
Si su reconocimiento internacio
nal, en Estados Unidos, en Japón, en Europa y en América Latina fue casi inmediato y a pesar de eso indiscutiblemente duradero, en Francia los nuevos narradores despertaron un rechazo truculento, por no decir un odio intenso y pertinaz. Y como raros son los que, después del éxito del Nouveau Roman, obtuvieron algún reconocimiento o alguna influencia en el extranjero, o aunque no fuese más que algunas traducciones, los novelistas franceses académicos pretenden que la Nueva Novela, por la aridez y el intelectualismo de sus procedimientos, contribuyó a la decadencia de la literatura francesa en el mundo. Lo cual, desde luego, es falso: Robbe-Grillet replica que los best sellers, el género policial o la novela histórica, las sagas familiares o el realismo mágico, los presuntos compradores extranjeros (anglosajones, japoneses, latinoamericanos, etcétera) los fabrican mejor que ellos, que el academismo en definitiva es un producto de consumo local, cosa que no ocurre con la verdadera literatura, que es universal, dando como resultado que, aunque se lean menos masivamente, sólo las novelas de auténtico valor literario se siguen estudiando profusamente en diferentes latitudes como objetos culturales dignos de interés.
En el devastado paisaje literario de los países industrializados, en los que todo, empezando por el hombre mismo, ha sido rebajado al estatuto de mercancía, también el arte narrativo, en un proceso que se fue acelerando después de la Segunda Guerra Mundial para escapar prácticamente a todo control a partir de los años setenta, en el periodo llamado posmoderno (concepto blando que significa a la vez cualquier cosa y su contrario), ha perdido su horizonte estético y filosófico para enfangarse en el terreno pantanoso de su mero valor de cambio. En literatura, la hegemonía de los imperativos industriales ha hecho del relato su producto más inmediato y masivamente comercializable, de modo que cada otoño y cada primavera los grandes centros editoriales del llamado, no se sabe bien por quién ni por qué, 'primer mundo' lanzan una avalancha de mercancía narrativa inepta y efímera que ocupa todo el espacio cultural, y que a la temporada siguiente será suplantada por una nueva avalancha, cuya abundancia, mayor aún que la de la temporada anterior, no se debe en nada al advenimiento de una nueva edad de oro literaria, sino, más banalmente, a las leyes inflexibles del crecimiento industrial. En septiembre, la excitada rentreé parisiense no se abstuvo de bombardear medios, ferias y vidrieras con sus cuantiosos productos biodegradables, pero en el mes de octubre un verdadero acontecimiento literario, rarísimo en estos tiempos, se produjo: la aparición simultánea de dos libros de Alain Robbe-Grillet y de una serie de revistas (entre las cuales figura la excelente Critique) y de suplementos de diarios dedicados a presentar su obra y, más generalmente, el Nouveau Roman. Esta profusión de publicaciones es el preámbulo a una serie de homenajes -debates, exposiciones, retrospectivas de filmes- que, con motivo de sus 80 años, ha decidido hacerle a Robbe-Grillet el mundo de la vanguardia artística, excepción hecha naturalmente de todos aquellos, bastante numerosos por otra parte, a quienes la sola mención de su nombre o de la Nueva Novela, y en algunos casos desde hace más de cuarenta años, les produce verdaderos ataques de furor.
Pero son los libros lo que cuen
ta: el primero, La reprise, es una novela, lo que resulta particularmente atrayente, porque Robbe-Grillet no escribía novelas desde 1981. A pesar de su título, la trilogía Romanesques (Novelescas), escrita entre 1985 y 1994, es una tentativa de autobiografía en la que se incorporan fragmentos de ficción. La reprise es un título difícil de traducir, pero podría decirse simplificando un poco que alude a un texto que Sören Kierkegaard escribió para contar un segundo viaje a Berlín, que hizo después de su ruptura con Regina Olsen, con el fin de revivir cierta experiencia vivida en un viaje anterior. Ese texto, al que por otra parte Michel Butor le dedicó un ensayo hace algunas décadas, es conocido mundialmente con el título de La repetición, pero una reciente traducción francesa ha preferido La reprise. Según el propio Kierkegaard, un recuerdo sería una repetición hacia atrás, y una reprise, en cambio, un recuerdo que se proyecta hacia el porvenir. También la novela de Robbe-Grillet, cuya intriga es, por varias razones, imposible de resumir: cuenta un viaje a Berlín, pero al Berlín en ruinas de posguerra, dividido por los provisorios aliados que derrotaron al Tercer Reich en cuatro zonas militarizadas. El primer narrador, agente secreto francés que pretende llamarse Henry Robin, y con el cual el lector se identifica desde las primeras páginas, irá cambiando de identidad y de nombre a lo largo del texto, pero ya desde el principio, en el tren que lo lleva a cumplir su misión, se topa con su doble quien, después de haber usurpado su asiento en un vagón repleto de gente, le echa una mirada burlona por encima del diario que está leyendo.
Los adictos del relato lineal, los partidarios de la legibilidad inmediata y continua de un sistema narrativo, los incondicionales del sentido y de la representación de acontecimientos a los que se les atribuye un perentorio acaecer exterior al texto, no encontrarán en esta novela ninguna de esas pautas tranquilizadoras, en todo caso como imperativos excluyentes de cualquier otra tentativa de exploración de las posibilidades del relato. Porque si bien la novela está llena de tópicos familiares (Berlín en ruinas, las cuatro zonas militarizadas, agentes secretos, asesinatos, personajes turbios de doble, triple y aun múltiples identidades, espías nazis, burdeles para aficionados a muchachitas apenas púberes, muertos que resucitan, extranjeras misteriosas, ceremonias sadomasoquistas, reminiscencias infantiles, etcétera) lo que la vuelve interesante es que están puestos justamente como tópicos, como imágenes planas o estereotipos que no representan ninguna realidad exterior, pero que si adquieren algún sentido coherente será a causa del lugar que les asigna la estructura singular del relato integrándolos con una lógica que le es propia. Se cuenta que una vez le preguntaron a Faulkner si en sus novelas no había principio, medio y fin, y que Faulkner contestó: 'Sí, pero no necesariamente en ese orden'.
Algo semejante podría decirse
de las novelas de Alain Robbe-Grillet: el sentido en ellas no proviene del discurso, cuyo papel consiste normalmente en vehicular sentido, sino de la forma narrativa, es decir, la manera en que se organizan entre sí los diferentes fragmentos del relato, que, en vez de explicarse unos a otros como suele ocurrir en las historias lineales, más bien se contradicen, se desmembran, se transforman, revelando a cada paso su precariedad: sin tregua, espacio, tiempo, intriga, personajes, cada uno de los elementos que componen todo relato son sometidos, a pesar de la minuciosa precisión de la prosa, a lo que podríamos caracterizar como un sistemático principio de incertidumbre. El texto no se agota para la razón o la inteligencia del lector, que sólo puede captarlo de manera fragmentaria y aun contradictoria, ni siquiera para sus emociones en lo que tienen de conscientes, sino que produce su impacto en una zona crepuscular de la conciencia en la que los mecanismos asociativos estimulan reminiscencias que, por vagas que le parezcan a la zona clara, producen un efecto seguro en las regiones oscuras, semejantes a las asociaciones confusas que despiertan los sueños, y aun a la forma narrativa de muchos de ellos, en los que la incoherencia aparente de la anécdota no logra atenuar un sentido omnipresente que es a la vez familiar y secreto.
De esa manera, la multiplicidad de rastros que va dejando la escritura impregnan, casi de contrabando, la imaginación del lector: las peripecias se suceden para minar la ilusión de certidumbre, las alusiones, los guiños, las citas, las contradicciones y el continuo recomenzar del relato en diferentes direcciones, su puesta en abismo permanente a través de imágenes que evocan la estructura misma de la novela y el itinerario del narrador, como por ejemplo la escalera de caracol, el intertexto que incluye a Sófocles, Kierkegaard, Andersen, Proust, Borges, Nabokov, Graham Greene, Sade, Goya, Robbe-Grillet, etcétera, las minuciosas y admirables descripciones que, con su evidencia enigmática no agregan claridad al conjunto, sino más bien duda y misterio, van dejando en el lector una sucesión de impresiones que no le procuran ningún sentido unívoco, sino más bien una especie de implicación emocional vaga y nítida a la vez. Y si bien en la novela hay dos o tres escenas eróticas de una exagerada crudeza que ha hecho pasmarse a más de un crítico distraído, no debemos engañarnos porque no hay en ellas la menor concesión: son meros estereotipos, colocados a una altura avanzada de la novela, de modo que para llegar hasta ellos no basta ser un perverso: hay que ser antes que nada un verdadero y concentrado lector.
Los estudiosos de Robbe-Grillet sostienen que a partir de 1965, con La casa de citas, su obra novelística toma un viraje radicalmente opuesto a lo que venía siendo hasta ese momento (dicho sea de paso, y como chisme literario de primer orden para los argentinos, hay que recordar que la arquitectura del burdel de Hong Kong que da título a la novela le fue inspirada a Robbe-Grillet por la casa de Victoria Ocampo en San Isidro). Si ese viraje, que sólo en apariencia es radical, podría aceptarse como auténtico en lo relativo a la forma, es imprescindible hacer notar que en los efectos producidos por su lectura, toda la obra, incluidos los guiones cinematográficos y la combinación de ficción y autobiografía, y aun sus mejores películas, presenta una notable continuidad: una coherencia sin fallas ha venido ordenando, durante más de medio siglo, un sistema en el que el espejismo nítido de la imagen narrativa propone y a la vez retira el sentido para resolverse en la evidencia material del lenguaje y de la forma. Desde la primera (1949) hasta la más reciente (2001) de sus obras de ficción, la tentativa narrativa de Robbe-Grillet, aun si sus resultados, por la riesgosa complejidad de su proyecto, no alcanzan siempre el nivel excepcional de algunas de sus obras mayores, se ha ido construyendo con una lógica propia que nunca es traicionada, y que otorga al conjunto su autonomía y originalidad.
Entre los muchos nombres que
va adoptando el narrador multiforme de La reprise figura Le voyageur (el viajero). Como ya sabemos que en esta obra de la que todo sentido discursivo se nos escapa, pero que nos deja siempre un sabor de extrañeza y aun de pesadilla, que en esta obra a la vez transparente y oscura, nada está puesto por casualidad y que una lógica de hierro preside su ejecución. Hay que hacer notar que 'el viajero' es también el título de la recopilación de artículos, ensayos y entrevistas que acaba de aparecer al mismo tiempo que la novela, y era también el título que había sido previsto en un principio para la novela que muchos consideran como su obra maestra: Le voyeur (El mirón, 1955). Dos letras (ag) borradas en mitad de la palabra cambiaron radicalmente el sentido del título. Y ahora, la restitución de las dos letras confiere a estos ensayos el doble carácter de guía biográfica y autobiográfica (Robbe-Grillet es un gran viajero) y de itinerario intelectual en medio siglo de reflexiones, de exposiciones didácticas, de polémicas y de entrevistas.
Las 550 páginas del libro constituyen una permanente 'defensa e ilustración' de la Nueva Novela, y ponen en relación el arte narrativo con todas las manifestaciones de la vanguardia artística, plástica, musical, cinematográfica, e incluso política, científica y filosófica. Reflexiones sobre Sade o Nathalie Sarraute, Barthes o Camus, pero también sobre Claude Simon y, casi en cada página, sobre Sartre y Flaubert, los procedimientos cinematográficos y la constante evolución de la música occidental, desde Juan Sebastián Bach (yo diría incluso desde Monteverdi), lo que podría asignarle inesperadamente a la música llamada clásica el papel de modelo de toda vanguardia. Tal vez desde los ensayos críticos de Roland Barthes, de los Repertorios I y II de Michel Butor, o de las primeras Situaciones de Sartre, las reflexiones de un escritor francés no se habían sumergido con tanta agudeza y energía en la problemática artística de su época.
De sus intervenciones teóricas, académicas o periodísticas emana una atmósfera de euforia, de confianza intelectual, de convicción inquebrantable, pero al mismo tiempo de gravedad, de búsqueda incesante y de lucidez acerca del carácter a menudo contradictorio y arbitrario de las afirmaciones vehementes de un creador acerca del arte que practica. En la cacofonía actual de la vida literaria francesa -que pretende ocultar el silencio petrificado en que se ha ido arrumbando a toda invención artística-, el retorno a la vez teórico y narrativo de Alain Robbe-Grillet pone otra vez en evidencia un hecho que para los grandes artistas del siglo XX dirigió siempre la orientación de su trabajo: si el arte es quizá resultado de un impulso inconsciente, irracional y misterioso, su materialización en cambio es problemática, y sus formas en constante evolución que se despliegan a través de los siglos son los vestigios que deja el inmenso esfuerzo de la conciencia por organizar en un objeto único, coherente y vivaz el chisporroteo inconexo y cambiante de la experiencia. En los antípodas de ese rigor, la pretendida inocencia artística que la impostura literaria preconiza en la actualidad no puede tener más que dos causas posibles: en el mejor de los casos, la inepcia; en el peor, el más sórdido comercio.
Juan José Saer (Serodino, Santa Fe, 1937) es uno de los mejores narradores argentinos de la actualidad. En 1987 recibió el Premio Nadal por su novela La ocasión (Destino).
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