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Las utopías triunfantes

José María Ridao

Frente a las escenas de horror que el conflicto entre palestinos e israelíes ha venido ofreciendo día tras día, semana tras semana, año tras año, hasta completar medio siglo de destrucción y de matanzas, la única fórmula que se han atrevido a ofrecer quienes desean la paz ha sido la del diálogo. Se trata de una fórmula que expresa una convicción sincera en la mayor parte de los casos, y sin duda acertada, pero que a la vez oculta otra no menos sincera y por desgracia no menos acertada: la de que ese diálogo ha concluido siempre en fracaso. Incluso en los momentos de mayor optimismo como los vividos con ocasión de la Conferencia de Madrid y los Acuerdos de Oslo, los negociadores de ambas partes y los observadores que les acompañaban parecían decidir sus movimientos, no en virtud de la solución por la que se decía y probablemente se quería trabajar, sino en virtud de la inexorable ruptura que todos temían al final del recorrido. Bajo la rúbrica de 'asuntos difíciles' se iban colocando así aquellos aspectos del conflicto que simple y llanamente carecían de solución, como bien sabían todos aunque callasen: Jerusalén, el derecho al retorno de los refugiados del 48, la creación de un Estado palestino cuya configuración territorial parecía trazada a resultas de un delirio. Los esfuerzos por mantener el diálogo estaban, no obstante, justificados por dos razones. Una de indudable solidez: mientras los contendientes hablasen disminuiría la violencia. Otra quimérica: tarde o temprano alguna de las partes -y los ojos se volvían invariablemente hacia la palestina, por ser la más débil- daría su brazo a torcer y aceptaría la derrota en todos y cada uno de los problemas que engrosaban la nómina de los que se sabían irresolubles.

Salvo que alguna mente perturbada piense en términos de deportación masiva o de asesinato colectivo, por supuesto que la única solución para el conflicto entre palestinos e israelíes es el diálogo. Pero sostener esta evidencia, y sostenerla además deplorando el indecible sufrimiento que está provocando en uno y otro lado el hecho de que no se establezca de inmediato, no permite responder a la pregunta decisiva de por qué nadie confiaría -tampoco en esta ocasión- en que unas hipotéticas y cada vez más improbables conversaciones llevarían a un arreglo, ni provisional ni definitivo. Lejos de encarar abiertamente este sentimiento, de buscar las razones que lo animan y tratar de resolverlas desde la justicia y, junto a la justicia, desde la mutua compasión, la opción que parece imponerse una vez más es la de afianzar los tabúes, la de utilizar los cadáveres de un campo o de otro para ocultar los datos de partida del enfrentamiento, siempre invariables y, por eso mismo, siempre en condiciones de exigir ese insaciable tributo de sangre que en estos días vuelve a estremecer a todos.

Muchos son los israelíes que nacieron en el país que hoy habitan después de la partición de Palestina, tantos como los palestinos a cuyos padres se despojó de casas y tierras, arrojándolos a un exilio del que nunca pudieron regresar. Quienes no sufrieron esta suerte en 1948 por ser habitantes de Cisjordania y de Gaza arrostrarían otra tal vez peor a partir de 1967, cuando Israel ocupó estos territorios alegando razones de seguridad militar. Centenares de miles de palestinos quedaron atrapados en una ratonera de la que no han podido escapar desde entonces, sufriendo además una progresiva e implacable expropiación decidida por los sucesivos Gobiernos de Tel Aviv con el objetivo de construir sobre estos campos y aldeas asentamientos que terminen por 'judaizar' ambas regiones. En contra de lo que se ha dicho muchas veces -llegando a citar incluso a Isaiah Berlin para avalar la existencia de verdades contradictorias-, el dramatismo de esta situación no procede de la fatalidad histórica de que dos pueblos tengan derechos equivalentes sobre una misma tierra, de modo que estarían condenados a disputársela con cicatería milenaria. La creación del Estado de Israel sobre Palestina no es resultado de ningún derecho ancestral, es fruto del triunfo de una utopía política del siglo XIX.

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Cuando el escritor austriaco Theodor Herzl escribe El Estado de los judíos, texto fundacional de Israel, y cuando lord Balfour se compromete a apoyar la creación de un 'hogar judío' en una parte del imperio colonial británico, y cuando las incipientes Naciones Unidas aprueban la resolución de partición de Palestina, estremecidas aún por la monstruosa dimensión del holocausto, nadie pareció advertir que estas decisiones afectaban a la vida concreta de centenares de miles de personas, a las que se condenó a una pesadilla atroz de la que ningún diálogo ha logrado nunca despertarlas: no la pesadilla de ser expulsados de su país, sino la de que el país del que han sido expulsados deje simple y llanamente de existir. Las calles que conocían por un nombre recibieron repentinamente otro, las ciudades en que habitaban fueron de pronto otras ciudades, sus casas dejaron de ser monstruosamente sus casas. Hasta su propia existencia como individuos quedó en entredicho al imponerse la idea del utopista Herzl, quien, cegado por el brillo de su propia construcción, murió convencido de que Palestina era un territorio sin pueblo y, por consiguiente, constituía el lugar idóneo para asentar a un pueblo sin territorio.

Transcurrido medio siglo desde entonces, medio siglo en el que la violencia no ha concedido un solo respiro, puede que la idea de que los palestinos fueron sacrificados para reparar un crimen ajeno no resuma ya el cuadro completo de cuanto sucede en la región. El cuadro completo es que también los israelíes fueron sacrificados en el mismo acto, al uncirlos a una utopía que desde que triunfó en Palestina les exige considerar como bucólica realización de un sueño lo que no es, en realidad, más que una pesadilla marcada por la necesidad de sobrevivir a la violencia y de ejercerla. Constituye una insoportable injusticia el que decenas de adolescentes que nada tuvieron que ver ni con la formulación ni con el triunfo de las ideas políticas de Herzl mueran bajo las bombas de suicidas de su misma edad, a los que esas ideas reservaron la peor parte. Y constituye una monstruosa injusticia, además de una calamidad que tardará generaciones en repararse, el que se anestesie la conciencia moral de los jóvenes israelíes haciéndoles creer que las atrocidades con que responde el Ejército del que se les obliga a formar parte se llevan a cabo en nombre de la única democracia de Oriente Medio. Porque una democracia no tiene ciudadanos de primera y de segunda, no legaliza la tortura, no institucionaliza el castigo a los familiares de los terroristas ni destruye sus casas, no realiza ni tolera ejecuciones sumarias. Y, sobre todo, una democracia no ocupa ilegalmente y por las armas un territorio durante más de treinta años, y mucho menos se esfuerza en buscar argumentos para justificar la humillación que inflige diariamente a la población que habita en ellos, convirtiéndola en infrahumana y llevando su prepotencia hasta el extremo de considerar terrorista a cualquier escolar que exprese a pedradas su rabia contra una ocupación militar a la que no se le adivina el final.

Por supuesto, la única solución al conflicto entre palestinos e israelíes es el diálogo. Pero resultaría absurdo que, a la vista de las escenas de horror que se han presenciado día tras día, semana tras semana, año tras año hasta completar medio siglo de destrucción y de matanzas, quienes desean verlo resuelto de una vez por todas vuelvan a conformarse con unas negociaciones en las que se actúa desde la convicción del fracaso y no del éxito. ¿Qué pensar cuando países como Israel -cuya seguridad no pudo impedir el asesinato de su primer ministro-, Estados Unidos -que acaba de padecer los dos atentados más mortíferos de la historia-, Reino Unido -que ha sufrido durante décadas el azote del IRA-, y todo ello por no hablar de España, siempre lidiando con la locura asesina de los pistoleros vascos, exigen a un líder acabado como Yassir Arafat y a una Administración corrupta e ineficaz como la de los Territorios que garanticen que no habrá más atentados suicidas? El origen del conflicto que enfrenta a palestinos e israelíes fue político. Y recordarlo así ahora, cuando credos y civilizaciones vuelven a salir a la luz como viejos fantasmas repentinamente resucitados, tal vez permita comprender que la condición básica para que cualquier diálogo entre palestinos e israelíes tenga éxito no radica en que los terroristas de Hamás pongan fin a sus asesinatos, lo cual debería suceder hubiera o no conversaciones. La condición básica sería la de levantar de una vez por todas los tabúes, y revisar los datos de partida del interminable conflicto que desencadenó en Oriente Medio una utopía política del siglo XIX. La única que, junto a la marxista, logró pasar desde el papel a una dura, terrible realidad.

José María Ridao es diplomático.

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