Casa de todos
En Borderlands la escritora chicana Gloria Anzaldua escribe: 'Las fronteras están físicamente presentes allí donde dos o más culturas se tocan, allí donde personas de distintas razas ocupan un mismo territorio; allí donde coexisten clases bajas, medias y altas; allí donde la intimidad reduce el espacio entre dos individuos'.
El mundo es -y lo será más en el futuro si hay futuro- un inmenso territorio fronterizo, construido a partir del roce y del contagio multiétnico y multicultural. Como lo son las lenguas, siempre polifonías. Como lo es el alma humana -entendiendo por alma el mestizaje entre pensamiento y deseo esenciales-, espacio cíclico por excelencia, de la pleamar de la esperanza y la certeza, a la bajamar de la sospecha y de la duda. Y vuelta a empezar.
De fronteras trata también el libro que acaba de publicar el artista donostiarra Guillermo Zuaznabar. La obra en sí es una frontera estética traspasada, vencida; porque es cruce entre lo visual y lo textual, donde la brillante composición plástica -maqueta, color, tipografía- no es adorno, sino poderosa estrategia argumental. Donde la historia queda así indisociablemente unida a su cuerpo físico. Y fronterizo es también su asunto: la historia de la casa que Jorge Oteiza diseñó y ocupó -junto a Nestor Basterretxea- en Irún, en la desembocadura de la avenida de Iparralde, en el vecindario del Puente Internacional.
Ese vecindario es hoy un solar literal y metafórico. Un batiburrillo de edificios pendientes de derribo, de coches y camiones provisionalmente aparcados, de destinos precarios, de espera y de fealdad. La casa también se ha vuelto fea. Añadidos y pegotes han ido desvirtuando con los años el diseño original. Pero una vez fue una obra de arte, el producto de un discurso estético, político y existencial poderoso.
La obra de Zuaznabar que publica Actar, bajo el título Jorge Oteiza, animal fronterizo, tiene muchos méritos. Conecta el mundo escultórico de Oteiza con sus proyectos arquitectónicos, los tiempos de su vida con los de su obra, los espacios reales del artista con los imaginarios, las indicaciones políticas con las del deseo. Y, en su búsqueda de la clave fronteriza de la casa, junta estimulantemente Euskadi con Texas, la explanada del Bidasoa con el desierto de Marfa.
Pero el libro contiene además los únicos dibujos que existen de la casa original, obra del propio Guillermo Zuaznabar, que ha ido recogiendo testimonios documentales y personales, y eliminando sobre el papel los sucesivos añadidos. Eso le da a la obra un valor excepcional, sobre todo si tenemos en cuenta que el nuevo plan de urbanización y recuperación de esa zona de Irún prevé el derribo de la casa.
Vuelvo a Gloria Anzaldua: 'Las fronteras son lugares donde ciertas facultades, ciertas áreas de la conciencia que estaban dormidas se despiertan'. Eso debió de saberlo también Jorge Oteiza cuando eligió ser frontera y vivir en la frontera -'animal fronterizo me declaro en Irún y consecuente y fronterizo he sido entre animal y hombre, entre la ciudad y la montaña, entre la montaña y la carretera, entre los demás y la montaña'-.
Una activación de conciencias y de sensibilidades -más acostumbradas a entender y defender el patrimonio clásico que el moderno- se necesita también para que la última frontera de la casa fronteriza de Jorge Oteiza no sea la que la separa del derribo, sino la que la conduce a la recuperación. Sumo para ello mi voz a la de los que piden un acuerdo entre promotores y Ayuntamiento de Irún para que la expansión urbanística sea compatible con la conservación del patrimonio artístico, y demandan, en ese sentido, al Gobierno vasco una calificación protectora para el edificio, como bien de interés artístico, cultural o patrimonial. Sumo mi voz a la de aquellos, en definitiva, que prefieren que los dibujos de Guillermo Zuaznabar sean considerados valiosos no como memoria de la casa desaparecida de Jorge Oteiza, sino como instrumento para la restauración de una pieza importante del haber cultural vasco; de una cosa-casa de todos.
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