_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Alcoholes

Vivimos -o flotamos más bien- en un barril de alcohol. Nos maceramos en una inmensa litrona o en el fondo de un añosa barrica de brandy. De los nueve a los 90 años. La noticia nos la acaba de dar la doctora María Victoria Pico, dentro del Congreso de la Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria, que se celebra en San Sebastián. Veinte de cada cien españoles reconocen beber en exceso, y cinco de ellos sufren síndrome de dependencia del alcohol. La mayoría, según el informe presentado, tiene menos de 30 años. La juventud, además de bailar como en los tiempos de José Luis Fradejas, no para de beber, sobre todo los fines de semana. La noticia es sin duda preocupante, pero no nueva. A estas alturas y en el país de los vascos, que ha sido juntamente reserva espiritual y santuario etílico de las Españas, nada de ello nos puede sorprender.

Hace unos años, un olvidable concejal bilbaíno de Cultura afirmó que el poteo formaba parte de la cultura autóctona. Muchos le criticaron, pero el hombre no estaba desnortado. Otra cosa es que no echase mano de argumentos de autoridad que podían haber ido desde el epigramático Catulo al gran Claudio Rodríguez, cultivador del don de la ebriedad. 'Nuestro ideal de vida', decía Malcolm Lowry, 'contiene una taberna'. Mucho antes, Françoise Villon recorría las tascas parisinas de tajada en tajada. En su Testamento, el poeta francés dejó escrito: 'Sabed lo que hizo Villon / al marcharse: / se echó un trago de vino tinto / cuando iba a partir del mundo'. Cinco siglos después, Hemingway se ponía ciego a whiskys en las barras del París de postguerra, haciendo la competencia a Blaise Cendrars y a Francis Scott Fitzgerald. En los años cincuenta, el autor de París era una fiesta paseaba su decadencia alcohólica por las calles de la vieja Pamplona, cerca ya del final de su vida. El genial Dylan Thomas, por su parte, tardó bastante menos en autodestruirse que papá Hemingway: comenzó a darle al frasco a los 18 años y murió dos décadas después, tras haberse metido entre pecho y espalda, en una mala noche que no tiene cualquiera, un total de 18 whiskys.

En todo caso, ninguno de esos jóvenes albardados en cerveza de barril y kalimotxo bebe para alcanzar el don de la ebriedad. Ninguno bebe para escribir un soneto sublime. Algo perfectamente comprensible, ya que al día de hoy, afortunadamente, ya ni los escritores beben para ser escritores (la mayoría hemos escarmentado en el hígado ajeno, que es el hígado roto y cirrótico de la generación llamada del cincuenta).

Lo que no nos han dicho los doctores runidos en Donostia es por qué beben tanto los jóvenes. La juventud no bebe, como en los tangos, para olvidar un pasado que no tiene. Nuestros jóvenes beben, según muchos indicios, para ligar, y beben más en la medida en la que ligan menos. La mayoría bebe -o empieza a beber- para desinhibirse y perder la timidez. Les impone más una rubia con los ojos azules que un beltza de la Ertzaintza. Mal asunto.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_