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Tribuna:ARTE Y PARTE
Tribuna
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Cómo eran los enemigos de la República

Por una desprogramada acumulación de lecturas he leído casi simultáneamente tres libros que, a pesar de ser muy distintos, pueden interpretarse como versiones de unas mismas circunstancias. El primero es la novela de Javier Cercas Soldados de Salamina, un relato magistral sobre la base de un hecho histórico: los fusilamientos del Collell, en los últimos días de la guerra civil, de los que el falangista Rafael Sánchez Mazas logró escapar con vida gracias al apoyo inexplicable de un miliciano que debía de perseguirlo, denunciarlo y rematarlo. El relato se prolonga con las posteriores aventuras de Sánchez Mazas y las investigaciones más novelescas para localizar a aquel miliciano: dos vidas contradictorias, una derivada del odio ideológico a la República con su posterior rendimiento y otra, consecuencia de la persistente esperanza en la revolución con la aventura de la derrota y la resistencia. Este esquema crea un ritmo narrativo apasionante en el que afloran consideraciones sobre la hecatombe de la guerra civil en unos términos históriconovelescos muy convincentes. Por ejemplo, la radical oposición de la Falange a la legalidad republicana, descrita en la persona y el entorno de Sánchez Mazas. El declarado fascismo de los falangistas fue una propuesta intolerante mal ornamentada con falsos ideales revolucionarios contra la degradación democrática burguesa, unos ideales que no se pudieron comprobar porque, al fin, la Falange no ganó la guerra. Algunos falangistas lograron vitalicios sustanciales y otros se contentaron con establecer la ridiculez de unos gestos indumentarios y de una retórica poética. El franquismo siguió siendo un movimiento pequeñoburgués.

Otro grupo que siguió un itinerario parecido fue la alta burguesía disfrazada con los últimos abalorios de la aristocracia. Las Memorias autorizadas de José Luis de Vilallonga explican el antirrepublicanismo de ese grupo, una oposición tan dura como la falangista, pero fabricada sólo con anécdotas sociales, sin ideología ni programa. Los amigos y parientes de Vilallonga afirman que el libro es una pura fantasía literaria, quizá porque les avergüenza verse históricamente amalgamados en este grupo deplorable. Aunque algunas anécdotas no fueran exactas, el libro seguiría siendo una cruda denuncia: unas familias que se jactaban de que sus mujeres fueran las amantes de Primo de Rivera y de Alfonso XIII, que se hacían visitar por el veterinario de sus caballos porque no creían en los médicos, unos ricos desalmados que dormían con monóculo y que se fueron al bando franquista a matar a mil rojos, uno por cada par de zapatos que los milicianos les habían requisado, unas abuelas que contrataban enfermeras para ofrecerlas a la educación sexual de sus nietos, unos acérrimos monárquicos de provincias que organizaban bailes de sociedad como complots antirrepublicanos. El libro de Vilallonga, escrito con gran brillantez, es muy divertido si se pasa superficialmente sobre tantas anécdotas, pero además, es la descripción de un grupo social nauseabundo, degradadamente elitista, alejado de cualquier idea colectiva que no fuera la alegre incitación a un golpe contra la República. Pero tampoco esos aristócratas de vía estrecha ganaron la guerra. Intentaron dar un toque aristocrático al franquismo pero fueron sustituidos por un grupo de peor calaña que todavía permanece -del estraperlo a Gescartera- que obligó a la mayoría de aristócratas a vender sus fábricas, sus casas y sus amantes.

El tercer libro no es una novela ni unas memorias, sino una investigación histórica objetiva sobre el papel de la Iglesia en la guerra civil, en su preparación y en su remate franquista: La pólvora y el incienso de Hilari Raguer, una versión definitiva del texto publicado en 1977 (La espada y la cruz). Es un libro definitivo, incuestionable. A pesar de ciertas matizaciones y correcciones importantes -el cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, y el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, no firmaron la Carta Colectiva en apoyo de Franco; los sacerdotes vascos nacionalistas fueron asesinados, etcétera-, no hay duda de que la Iglesia se plantó contra la República y proclamó la Cruzada. El pésimo escritor José M. Pemán exclamaba: 'El humo del incienso y el humo del cañón, que sube hasta las plantas de Dios, son una misma voluntad vertical de afirmar una fe y sobre ella salvar un mundo y restaurar una civilización'. Pero tampoco los curas acabaron ganando plenamente la guerra. También se equivocaron porque al final perdieron todos los adeptos que conservaban la inteligencia. Reconstruyeron los templos incendiados, pero quedaron vacíos o ocupados por sectores crípticos aislados de la sociedad o reducidos al intercambio de puras influencias tribales. Las siniestras ráfagas de beatificación de los 'mártires de la República' han acabado de situar a la Iglesia en unos niveles sociales inferiores incluso a los de antes de la guerra.

Estos tres magníficos libros no acaban de definir el panorama completo de los enemigos de la República, provocadores de una guerra que al final no ganaron. No se trata solo de fascistas, alta burguesía y curas. Hay que hablar de los militares y acudir, por lo tanto, a otras lecturas. Quizá sólo ellos -y una nueva sociedad renacida de lo residual, sin enraizamiento, amparada por ellos mismos- recogieron los frutos de tanta sangre. Una sociedad, por lo tanto, sencillamente franquista, biológicamente autónoma, que quizá no se considera todavía definitivamente aniquilada.

Oriol Bohigas, arquitecto

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