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Tráfico o ciudad

El automóvil ha supuesto, a lo largo del siglo XX, algo más que una revolución en la manera de desplazarse. Ha modificado las costumbres y ha cambiado radicalmente la forma y fun-cionamiento de las ciudades. En los últimos cuarenta años, las ciudades españolas se han esponjado y extendido, han consumido tanto espa-cio como en toda su historia anterior, pasando de estructuras compactas y eficientes a otras dispersas y antiecológicas. El ferrocarril primero, y el automóvil después, han hecho posible el crecimiento en extensión de las zonas urbanas.

En su funcionamiento, el principal cambio se opera en la calle: de ser un espacio 'multiusos' y público -encuentro, paseo, fiesta, mercado, manifestación- ha pasado casi exclusivamente a ser el espacio de la circulación y el aparcamiento. La zonificación (separación de las funciones urbanas básicas, como trabajo, vivienda, estudio) ha aumentado las necesidades de desplazarse. Con la llegada de las máquinas a la ciudad, los ciudadanos se convirtieron en peatones, y poco a poco, en una especie urbana amenazada y en vías de extinción. Los sectores más frágiles de la sociedad -personas mayores, niños, discapacitados- han perdido en gran medida su autonomía de movimiento en la ciudad, dependen de los demás para trasladarse o se han resignado a permanecer 'inmovilizados' en sus casas.

¿Y qué han hecho las políticas urbanas ante esta progresiva invasión de máquinas? En lugar de prever sus efectos y adoptar medidas correctoras, en la mayoría de nuestras ciudades la respuesta ha consistido en facilitar esa invasión. Ampliando las calzadas, reduciendo aceras, destruyendo bulevares y paseos, eliminando arbolado, construyendo nuevos accesos, túneles y rondas, el espacio de todos ha quedado desfigurado y monopolizado por la minoría motorizada. Adaptando, en suma, nuestras ciudades al auto-móvil, cuando lo racional habría sido justamente lo contrario. Algunos efectos, como el ruido, los gases nocivos o el aumento de las temperaturas, invaden la totalidad del hábitat urbano, incluido el espacio edificado.

Y los costes de todo tipo (contaminación, deterioro económico de los centros históricos) hace tiempo que superaron con creces el límite de lo razonable.

(Las víctimas de los accidentes merecen, a mi juicio, una consideración aparte y una reflexión que prefiero no abordar en este escrito. Permítame tan solo el lector denunciar la tolerancia -social y gubernativa- frente a la alarmante esca-lada de infracciones que se cometen y que se amparan en una todavía más preocupante impunidad.)

Hace casi cuarenta años, Colin Bucha-nann señalaba en Inglaterra que la creación de más vías agravaría el problema de la congestión de las ciudades, puesto que iba a funcionar -como de hecho ha sucedido- como estímulo del tráfico privado y en perjuicio del transporte colec-tivo, que inició, a partir de ese momento, un declive imparable. Más tarde, diversas instituciones internacionales han insistido en este principio y en la necesidad de cambiar la tendencia.

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Confundiendo los síntomas (congestión) con la enfermedad (deterioro del hábitat urbano), los países desarrollados siguen apostando, en general, por crear más espacio para los coches. Las épocas de bonanza económica, con todas las desigualdades sociales inherentes, estimulan el aumento de la motorización y el uso indiscriminado de los coches. Algunos sectores sociales, no demasiado boyantes, son capaces de prescindir de otros bienes teóricamente prioritarios antes que renunciar a ampliar o renovar el parque móvil familiar. Estímulos de todo tipo, e incluso ayudas oficiales, no les faltan.

La posición oficial sobre la movilidad ha creado una serie de falsos tópicos y recetas: que si las restricciones al tráfico privado perjudican a sectores económicos de la ciudad, especialmente al pequeño comercio, que si la gente 'se nos echaría encima si restringiéramos el uso del automóvil', que no hay que poner trabas a la libertad de desplazarse... y en definitiva, que los problemas del tráfico se solucionan con más asfalto. Ahí tenemos, gobierno tras gobierno, nuevos planes billonarios de infraestructuras, como si partiéramos siempre de cero. Esta parálisis ideológica, con cierta complicidad social, nos priva de recuperar, como en otras zonas de Europa, los valo-res colectivos de la ciudad.

La alternativa a la ciudad de los coches no es la ciudad sin coches, porque éstos han producido ya cambios irreversibles. Pero este hecho no impide una racionalización a fondo de su uso. Más del 30 por ciento de los desplazamientos urbanos en Europa son de tamaño inferior a los tres kilómetros, así que no solo el transporte colectivo, sino también la bicicleta y el caminar pueden absorber una buena parte de los viajes motorizados sin que se nos caigan los anillos de la modernidad.

Al mismo tiempo, creando proximidad en vez de lejanía, evitando desplazamientos innecesarios y combinando inteligentemente los diversos modos de transporte, se puede recuperar la calidad ambiental y urbana de la calle.

Estas medidas, coherentemente ensambladas, han sido aplicadas indistintamente por gobiernos conservadores y de izquierdas en muchas ciudades europeas, y han conseguido una amplia aceptación social. En algunos países, como Alemania, Holanda o Dinamarca, se ha creado una nueva cultura de la movilidad.

En nuestro país, llevados por la 'moda ecológica' muchos municipios se han adherido a la Carta de Aalborg o a la Declaración Europea de los derechos del peatón, aunque a diario actúan al revés de lo que esos compromisos significan. El catálogo de 'buenas prácticas' en España es, por desgracia, todavía muy reducido.

Seguir apostando por el modelo vigente, por mucha tecnología punta que le añadamos, nos lleva a un callejón sin salida. Por el contrario, recuperar el espacio público de nuestros barrios supondría, como ha ocurrido en otros países, la revalorización de la ciudad, su patrimonio, su comercio, y en definitiva, el orgullo de sus habitantes por volver a ser, definitivamente, ciudadanos.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos y profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.

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