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Columna
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Galicia

Después de 20 años largos de autonomía el comportamiento electoral de los gallegos, y la consiguiente configuración de su sistema de partidos han abocado a una secuencia de situaciones bien curiosas y, a la vista de la tozudez de los hechos, a algunas reflexiones que pueden servir para la política valenciana. Las cuatro victorias consecutivas por mayoría absoluta de Fraga desde el 89 tienen mucho que ver con, primero, la huida hacia el PP del electorado del galleguismo moderado después de la experiencia de la moción de censura triunfante contra Fernández Albor que situó al frente de la Xunta al socialista González Laxe, con el apoyo de CG y de PSG-EG; segundo, la necesidad de recolocar al propio Fraga en Galicia, donde el PP tenía porcentajes de voto capaces de darle una posición de gobierno, a la vista de que su permanencia como líder del PP estatal era una garantía para la mayoría socialista; y, tercero, la apertura, desarrollo y precipitación de la crisis de credibilidad e interna del PSOE, que en Galicia, quizás fue el territorio donde más madrugó.

El crecimiento del voto nacionalista y la captación de buena parte de sus efectivos por parte del BNG debe conectarse, también, con la crisis continuada del PSOE gallego, con la dispersión de la vieja EU y con una eficaz y radical oposición practicada desde los bancos del parlamento gallego. El BNPG, que había obtenido 3 diputados en coalición con el PSG en el 81, sólo consiguió 1 en el 85, y 5 en el 89, dando el verdadero salto en el 93, al pasar a 13, y acrecerlos hasta 18 en las autonómicas del 97, siempre a costa de la captación de antiguo electorado socialista a medida que la crisis del PSOE se extendía por todo el Estado, y no consiguiendo el voto del galleguismo moderado.

Un BNG radical, cuyo líder utiliza un lenguaje de barricada y se proclama marxista leninista fue, por una parte, una apuesta seductora para quienes desde el nacionalismo necesitaban aferrarse a una unidad, que por explosiva que fuese, cosechaba éxitos; y, por otra, precisamente por la frustración que generaba la crisis permanente del PSOE, una invitación al cambio del voto para el Bloque. Pero ante la eventualidad de un cuarto mandato de Fraga, y dado el estancamiento demográfico gallego (el censo electoral arroja un saldo a la baja), ni el radicalismo del BNG fue capaz de sumar un voto más, ni el enésimo candidato a la presidencia de la Xunta del PSOE pudo hacer algo más que mejorar ligeramente en votos y porcentaje (aunque provisionalmente -sin el escrutinio de los votos de la emigración- ha ganado dos diputados con respecto al 97), pues se mostró agarrotado y confuso ante la eventualidad de que la suma BNG-PSOE les permitiese desbancar a Fraga. Esa precaución y aquel radicalismo dieron el margen suficiente a Fraga para mantener a todas sus clientelas a pie de obra, incluidos los votantes del galleguismo moderado. La perspectiva de que Beiras pudiese acceder a la presidencia de la Xunta, sin embargo, sólo estaba contemplada por el BNG, pues el PSOE, ni quedando primero, ni segundo, y sumando lo suficiente, podía permitirse el lujo de aventurarse a ser prisionero del BNG, o liderar un gobierno con el BNG apretando. El nacionalismo radical no puede aspirar, ni allí ni aquí a liderar gobiernos, por eso entre nosotros la lección de moderar el nacionalismo y darle credibilidad fuera de sus reducidos círculos era y es una tarea efectiva y urgente y no sólo de juegos florales.

vicent.franch@eresmas.net

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