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Columna
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Bailarinas

En el primero de los relatos que encabeza su reciente Carta a Isadora, publicado por Ediciones B, el joven autor cordobés Joaquín Pérez Azaústre imagina una imposible conversación entre dos astros apagados del pasado, dos fieras lujosas que se repartieron el brillo de las candilejas en las remotas noches de la Gran Guerra: Mata Hari e Isadora Duncan. Desde diez años de muerte, Margaretha Zelle, hija de un modesto sombrerero holandés, declara su admiración a la Duncan, la proclama reina de los escenarios europeos, admira el rigor matemático de su danza y la compara con el arte convulso que ella practica, más debido a la materia que al espíritu, que despierta en los hombres pasiones más inmediatas y acuciantes que las puramente estéticas. En la breve narración de Pérez Azaústre, las existencias de una y otra artista se muestran oscuramente simétricas, y sirven para explicarse de manera mutua mediante efectos de contraluz; ambas fueron defraudadas por largas listas de amantes, ambas fueron aplaudidas en las alcobas y los escenarios con el molesto rescoldo en el corazón de no estar ofreciendo al público lo mejor de sí mismas. Ambas murieron violentamente: Mata Hari frente a un paredón de fusilamiento, la Duncan estrangulada después de que el chal que llevaba al cuello se enredase en los radios de la rueda delantera de su automóvil. En este cuento, la bailarina holandesa trata de recuperar un antiguo prestigio, como lavar la placa de su nombre de todo el vaho con que las generaciones posteriores la enturbiaron: la Mata Hari de Pérez Azaústre reivindica su danza y nos repite que no era una simple depredadora de hombres, sino una artista a la que las vicisitudes de su época obligaron a pulir los escrúpulos.

Casi al mismo tiempo que leo este cuentecito del joven escritor cordobés, me entero por la prensa de la publicación de un libro en Francia que intenta, también, restaurar la ruinosa memoria de aquella mujer enigmática. Un anciano ha ido reuniendo con paciencia de enamorado indicios y referencias sobre Mata Hari durante cuarenta años, para acabar generando doscientas páginas en las que se asegura que nunca fue doble agente y que su fusilamiento obedeció a motivos de orden político. Al mismo tiempo, un abogado ha apelado a los ministerios para que el caso se reabra casi un siglo después, se corrijan un par de cláusulas incómodas y se devuelva a la señorita Zelle el lustre que su sobrenombre merece. Así es el amor; la obsesión por una mujer, por un libro, por un país o por una idea nos fuerza a ir repasando los volúmenes de Historia con una goma de borrar entre los dedos, dispuestos a enmendar lo que no se adecua a la grandeza de nuestro concepto. Los muertos se alimentan del celo de los vivos, el pasado es un territorio cuyos mapas van corrigiéndose constantemente y todo recuerdo necesita de un cuidador, alguien que lo conserve en la vitrina, que le limpie el polvo de vez en cuando y convenza a los demás de que es necesario acercarse a visitarlo. Ignoro si Mata Hari fue o no espía, ni siquiera si como bailarina valía algo: pero lo que ya importa no es ella, sino sus descendientes, la corte de enamorados viudos que dejó a sus espaldas y que todavía juegan desde el anonimato a resucitar su belleza.

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