I'm the taxman, yeah, yeah
Hace años le sugerí a Iñaki Gabilondo que cada vez que habláramos del Gobierno en Hoy por hoy nos pusiera Taxman, maravillosa canción de Los Beatles y sarcástica respuesta a la voracidad fiscal en la Gran Bretaña laborista pre-thatcherista. Por pedir que no quede, y aprovecho para proponérselo nuevamente ahora, cuando el pensamiento único se apresta a relanzar el combate contra los paraísos fiscales con un empeño digno de mejor causa, la causa de pensar.
Por desgracia, y al calor de la demanda hobbesiana de más Estado ante el debilitamiento de la seguridad, la hostilidad hacia dichos paraísos se atiborra de preguntas, de todas menos una. Se pretende agotar los interrogantes sobre quién, dónde, cuándo, cuánto y cómo. Nadie se pregunta, sencillamente, por qué.
Frente a la infernal presión tributaria es comprensible ansiar el paraíso, pero la expresión en inglés, acaso confundida al ser traducida al español, es menos celestial y más precisa: tax haven (no heaven), es decir, refugio, abrigo, un lugar adonde no vamos en pos de la felicidad eterna, sino en busca de protección contra algo que nos persigue. Ese algo son los impuestos.
No aplaudo la evasión, pero es ridículo atacar los paraísos fiscales sin reconocer que la imposición en nuestros países supera un nivel justo y razonable, y ha empujado a los ciudadanos a incumplir la ley. No es necesario ir muy lejos para apreciar este característico efecto desmoralizante del intervencionismo; basta con atender sólo a la realidad española y verificar la brecha que media entre los ingresos declarados por empresarios, profesionales y autónomos vis-à-vis los asalariados: se llenan la boca los políticos con la democracia, e insisten en que la sociedad, nada menos, padece la presión fiscal que en realidad desea y que ellos fielmente extraen, pero la verdad es que aquí pagamos los impuestos legalmente estipulados los que no tenemos otro remedio. Todo el que puede evade, y de modo tan extendido que no cabe atribuirlo a una peculiar propensión delictiva que súbitamente aqueja a millones de españoles y que requiere el concurso urgente de la fuerza pública. Al contrario, es precisamente la coacción pública la que lo ha provocado.
En tales condiciones, los paraísos fiscales existirán y prosperarán. Puede que la persecución de los Gobiernos eleve sus costes y disminuya la rentabilidad de los ciudadanos, pero si no bajan sustancialmente los impuestos el estímulo para eludirlos seguirá siendo una demanda que invocará una oferta correspondiente.
Análogamente, los aranceles y otras exacciones son la causa del contrabando, que no es más que un comercio legítimo arbitrariamente ilegalizado. Y de la prohibición de las drogas -sustancias nocivas que los adultos deberían poder consumir bajo su responsabilidad- brota el narcotráfico, un drama espantoso que fomenta mafias (incluidas, por cierto, algunas destacadas bandas terroristas), siega vidas, abarrota cárceles, corrompe instituciones, arrasa países y devora miles de millones de dólares en una guerra que los Estados jamás podrán ganar, porque la han inventado y propiciado.
Si los criminales del narcotráfico, estimulados por una demanda que no cesa y por la espectacular rentabilidad que la prohibición les confiere, han sido capaces durante años de ir siempre por delante de las autoridades, ¿no harán acaso otro tanto los infinitamente más respetables agentes de la infinitamente más respetable muchedumbre creciente de personas que con toda lógica no quieren pagar unos gravámenes confiscatorios?
Así como el libre comercio es la forma de acabar con el contrabando, y el libre mercado de las drogas de hacer lo mismo con el narcotráfico, la manera de yugular los paraísos fiscales, la evasión y la economía sumergida es reducir los impuestos. Un método para lograrlo es la competencia fiscal, y es sintomático que, así como los políticos y burócratas despliegan más celo cuando escrutan a los ciudadanos privados que cuando se vigilan a sí mismos, a la hora de la competencia les parece muy bien que compitan... ¡otros! Por eso no es casual que en términos de impuestos la palabra de moda sea 'armonización'. Por fortuna para los ciudadanos, no es fácil que lo consigan en Europa, y mucho menos fuera de ella, aunque colmaría el gozo de nuestros mandatarios un mundo donde todos los impuestos fueran iguales y todos los depósitos visibles. ¡Ni dos minutos tardarían entonces en aplicar el Tobin tax!
Por supuesto que es imprescindible combatir el terrorismo y por supuesto que los terroristas y otros forajidos depositan su mal habido dinero en paraísos fiscales, pero es probable que no lo hagan allí masivamente, y es incuestionable que encontrarán vías alternativas para ocultar su botín. No sacrifiquemos aquí tampoco la libertad a la seguridad y no permitamos que con la excusa de rastrear al malhechor los Gobiernos caigan sobre una presa que deberían cuidar y no acosar: el contribuyente.
Lo que hay que hacer con los paraísos fiscales no es clausurarlos, sino imitarlos. Entretanto, cantará el recaudador de Los Beatles: Let me tell you how it will be, it's one for you nineteen for me, 'cause I'm the taxman, yeah, yeah!
Carlos Rodríguez Braun es catedrático de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad Complutense.
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