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Columna
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Paranoia

¡Dios mío, la cantidad de terroristas que hay a nuestro alrededor! Y nosotros tan tranquilos, como si no pasara nada. ¿Es que no hay forma de reconocerlos desde lejos, cuando todavía son niños o, simplemente, al nacer? Los asesinos en serie siempre son psicópatas empedernidos, con malformaciones genéticas y traumas infantiles. Los responsables del holocausto tenían una personalidad autoritaria, tendencias sadomasoquistas y delirios de grandeza. Cómo es posible que alguna Universidad de verano, o hasta de invierno, no haya descubierto todavía algunos genes trastocados, quizá un virus insidioso, que nos ponga en guardia contra estos individuos que matan y aterrorizan.

Pues nada, no acertamos ni para bien ni para mal. Cuenta un biógrafo, extrañado, que cuando el general Hugo presentó a su recién nacido Huguito en el registro civil, el funcionario no se alborotó ni lanzó exclamaciones de reverencia y entusiasmo: '¡Como! ¿Qué dice usted? ¡Víctor Hugo!'. Pues lo mismo debería pasar, esta vez para asustarse, con la fotografía que nos ofrece la prensa de Bin Laden en familia, durante unas vacaciones en Suecia, cuando tenía 14 años. ¿Cómo no se dio cuenta el fotógrafo? Pero si estaba claro, era el segundo por la derecha, casi el último de la fila, intentando sacar cabeza para no sentirse marginado del grupo y con una sonrisa forzada para llamar la atención. Se veía venir.

En estos tiempos hay que desconfiar de todo. El otro día me vi en un espejo y me encontré algunos rasgos sospechosos. Moreno, casi cetrino y en los ojos un brillo típico del fundamentalista. Desde entonces me vigilo muy de cerca y, si esto sigue así, terminaré por recortarme algunos derechos civiles. Para empezar, cierro la puerta de repente y dejo fuera al fantasma negro de mi sombra, por si acaso. Ahora mismo, en la calle, un buen hombre está trepanando con una taladradora, por enésima vez, las entrañas de Valencia y, de paso, también las de mi cerebro. Seguro que lo hace en nombre de Rita Barberá. Pero no puedo evitar el pensamiento de que, como no tiene un avión a mano, igual quiere derribar el edificio mediante una liposucción del cemento que me sustenta.

Para tranquilizarme, mi psiquiatra dice que el miedo a los demás es malo, que la desconfianza paraliza los planes y los proyectos, nos hace menos creativos e impide así solucionar los problemas de nuestra vida y de nuestra sociedad. El miedo, dice, revela un temor irracional a la muerte que nos paraliza, nos vuelve más conservadores y más autoritarios. Me pone el ejemplo -los psiquiatras siempre ponen ejemplos- de una encuesta que se hizo junto a una funeraria y junto a una cafetería. Los primeros respondían con opiniones políticas más retrógradas en comparación con los segundos. El asunto me parece un poco simple, pero entiendo lo que quiere decir. Debemos tener confianza, plantear soluciones imaginativas ante las dificultades, evitar temores sin fundamento y ser menos rígidos en nuestras respuestas a los demás.

Vale. Salgo bastante repuesto y algo más optimista. En el telediario veo más ejércitos, más armas, más banderas, más detenciones y muchas canciones de gloria. Maldita sea, ya tengo otra vez la sombra pegada al cuerpo.

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