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Tribuna
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La metáfora de Llagostera

Antoni Subirà es como Dios: si no existiera habría que inventarlo. No, la mía no es una afirmación pública de impúdico masoquismo, que ya sé que uno y otro provocan estralls a su paso. En el caso de Dios por lo que hacen los terrenales en su nombre, en el caso de Subirà por extensa y excelsa vocación propia. Pero una, que tiene debilidad por el absurdo como género literario -para algo se tragó a Anouilh en francés en sus años mozos-, no puede evitar pasárselo pipa con algunos numeritos dantescos que nos montan desde la política. Y tengo para mí que Subirà, por su cercana posición al lado del padre (no en vano pertenece a Convergència, sector familia), y por sus muchos amigos empresarios, algunos prontamente olvidados, cual Judas listillo, cuando los pecadillos del dinero afloran demasiado, es un personaje perfecto para el absurdo político. Carece de ideología, como buen político de la derecha y de sus amigos, y eso siempre facilita las decisiones de peso. Si añadimos que manda mucho en cartera propia y mucho también en las ajenas -ni un solo conseller le sopla las decisiones-, y no está preocupado por su futuro político, tan prometedor y longevo como el parque jurásico fraguiano, no me dirán ustedes que no estamos ante el perfecto protagonista. Subirà ha dado al mundo catalán algunos de sus momentos más intensos, aunque siempre ha sabido escaparse de la foto a tiempo...

Casi se nos escapa de esta última, si no fuera porque algunos hemos decidido sacar a pasear eso tan antipático que se llama 'la memoria'. Hablemos de Llagostera, metáfora tan profunda de tantas cosas. Llagostera y el pollo que se ha montado es ante todo Antoni Subirà. Subirà de inicio, cuando se niega a recibir a esos pesadillos de pueblo que le vienen a enseñar no se sabe qué de un trazado alternativo a las torres de alta tensión. ¿Cómo explicaría el bueno de Subirà a su amigo Rosell y al resto de colegas de Fecsa que ahora le da por escuchar a unos peladillas que pueden hacer peligrar los numeritos de la cuenta de explotación? Hay consellers que no se manchan con según quien: para eso son importantes.

Pero Llagostera es también Subirà durante el largo proceso de bloqueo negociador (a pesar de las buenas intenciones del sufrido Albert Mitjà), las muchas intransigencias, la desfachatez con que la empresa se salta las preocupaciones ciudadanas e impone un trazado dañino sólo para ganar más dinero, en fin, la prepotencia. Y es Subirá quien, al final, en el cénit del drama, decide enviar a los Mossos a pelearse con el alcalde para imponer una decisión traumática. Fíjense ustedes qué momentazo histórico nos acabamos de perder por culpa de la prudencia de ese alcalde más que prudente: los Mossos d'Esquadra imponiendo una decisión de la Gene y los guardias municipales enfrentándose a ellos para defender al Ayuntamiento, ¡uauuuu! Cataluña se nos pone estupenda, si no fuera porque algunos alcaldes deciden enviar, sabios ellos, a los castellers en lugar de a los guardias. Tot plegat un auténtico esperpento cuyo material, sin duda, habría elevado Brossa a categoría artística.

¿Por qué Llagostera es metáfora? Porque resume lo poco que es este país, gobernado a golpe de improvisación, amiguismo y, si hace falta, prepotencia. Metáfora del desprecio de lo nacional a lo municipal, metáfora también del desprecio de la razón humana ante el interés financiero, metáfora, por tanto, de un Gobierno que se siente tan cómodo con su grupito de privilegiados de peso económico como incómodo con la gente que tiene que sobrellevar sus decisiones. Metáfora de la política del dinero, si me permiten nombrar a la bicha por su nombre, quizá porque, a pesar de pertenecer al 'sector familia', algunos consellers no han dejado de ser también, en la vieja expresión Sellarés, miembros del 'sector negocios'. Que a todo esto lo llamen 'interés general' no es más que el toquecillo de humor negro que se permiten como buenos notables. Llagostera es una vergüenza, porque es una vergüenza que se desprecie y pisotee el poder municipal, porque lo es que se envíen a los Mossos contra un alcalde que sólo intenta imponer la legalidad, porque es una vergüenza que los intereses de Rosell sean más importantes que los intereses de la gente, porque lo es que no preocupe la sostenibilidad ni la salud ciudadana, justamente al Gobierno que tiene la obligación de garantizarla.

¿Saben ustedes que el trazado alternativo es posible, es bueno, está consensuado y no tiene ningún otro obstáculo que salir algo más caro? ¿Saben que sólo es por una pura cuestión de protección del saldo de beneficios de Fecsa, por lo que se han enviado 15 furgonetas de policía a enfrentarse contra un pobre alcalde? Y mientras una se pregunta qué empresa debe hacer las obras, y quién está en su consejo de administración, sólo por la picardía de conocer los amigos de los amigos, los Mossos están allí, paraditos y espectantes, quizá preguntándose si esa alta misión era la prometida cuando ingresaron en tan cualificada policía.

A la postre, Cataluña se nos deshace de entre los dedos, tan poco sólida que parece una pobre marioneta, hasta cómica, movida por unos hilos que la utilizan como si fuera la herencia particular. Un país que desprecia a sus poderes locales, a sus pequeños, es un país pequeño, estrecho, delgado. Pero si encima el desprecio tiene su origen en la protección a ultranza de los intereses económicos por encima de los ciudadanos, y esa protección llega al extremo de usar cuerpos policiales, entonces no sólo tenemos un país pequeño, tenemos un país enfermo. Nuestro Cuerpo Nacional de Policía, de momento, se dedica a ser la policía de Rosell y sus muchachos, con la bendición de Subirá como garantía. Ésa es la clave: que no nos gobierna el interés público. Nos gobierna el interés privado.

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