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Seguridad y justicia

Sami Naïr

La terrible catástrofe que se ha abatido sobre Estados Unidos demuestra al menos una cosa: no hay seguridad absoluta frente a la incertidumbre de las relaciones de fuerza en el mundo. El poder de disuasión del fuerte frente al débil, basado en el dominio de la fuerza y la superioridad tecnológica, se contrarresta con la amenaza del débil al fuerte, basada en el acto de terror y la iniciativa imprevisible.

Mientras el conflicto militar oponga un Estado a otro Estado o incluso a una constelación de Estados entre sí, es posible controlar relativamente la dialéctica de los enfrentamientos. Pero en el ámbito de un conflicto que opone un Estado a sujetos particulares (grupos o individuos), no identificables y sin territorio localizado, la amenaza del débil al fuerte (aquí, de los individuos frente al Estado) se vuelve más peligrosa -y devastadora- que la potencia del fuerte frente al débil. Dicho de otro modo, la inseguridad posible es siempre superior a la seguridad real.

Mundialización, mercantilización generalizada, venta incontrolada de armas ultrasofisticadas, falta de un sistema internacional realmente organizado en torno a un orden que se considera legítimo, dominación unipolar de una potencia sobre el resto del mundo; todos estos factores hacen inevitable una difusión sin precedentes de la amenaza global.

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Frente a esto, ¿se puede concebir una defensa que se limite estrictamente al territorio nacional? La pregunta es temible, porque no es sólo técnica, sino político-estratégica. Para empezar, y a pesar de la polarización entre las dos grandes potencias que caracterizó el siglo XX, el Estado nacional sigue siendo la figura central de la identidad militar de las naciones. Pero su eficacia en la iniciativa tanto como en la respuesta está ahora condicionada por el sistema de alianzas interestatales que teja a su alrededor. Si tomamos el caso de los Estados europeos, está claro que su autonomía estratégica se ha vuelto, si no nula, al menos muy relativa. En Europa, Francia sigue siendo el único país que dispone, y gracias a su fuerza de disuasión nuclear, de cierto margen de maniobra. Pero su fuerza aspira en primer lugar a disuadir, y no a atacar. Desde la II Guerra Mundial, las democracias europeas estaban atrapadas en un sistema defensivo de alianzas que las unía: el paraguas norteamericano era la principal garantía y Estados Unidos tenía sobre ellas derecho de iniciativa. El enemigo estaba claramente identificado: la Unión Soviética. Ahora, desde la desaparición de este régimen, la OTAN todavía no ha adoptado una posición clara ante las nuevas amenazas. Estados Unidos, más en el punto de mira de las amenazas debido a su papel intervencionista en los conflictos, identifica a nuevos adversarios: el terrorismo internacional practicado con o sin ayuda de los Estados, los Estados díscolos, siendo Rusia, sin embargo, el principal adversario. Por otra parte, al construirse, Europa aspira naturalmente a una identidad europea de defensa. En este ámbito, aparte de Inglaterra, Europa no comparte necesariamente los mismos objetivos que Estados Unidos: quiere, sobre todo, actuar para estabilizar el continente europeo después de la descomposición del imperio soviético. Pero esta acción no puede realizarse únicamente con los medios del Estado nacional, aunque fuera poderoso. Para los europeos, la seguridad se ha convertido en una obligación común. Y esto es aún más cierto en un mundo donde la amenaza ha cambiado al hacerse más difusa, más imprevisible, más destructora también. Ahora, para hacerle frente, se necesita un grado muy elevado de cooperación intergubernamental. Pero Europa, debido precisamente a los terribles conflictos que la han devastado a lo largo de los últimos siglos, debe tener la sensatez de no plantear la cuestión de su seguridad de forma estrictamente maniqueísta. La verdadera pareja antagónica no es la seguridad y la inseguridad, sino la seguridad y la injusticia. Mientras haya injusticia habrá inseguridad. Nada justifica la barbarie de las reacciones ante la injusticia, pero es terrible hacer oídos sordos a las recriminaciones de los humillados.

Los Estados nacionales se ven hoy superados tanto por la violencia de la globalización como por la globalización de la violencia. Deben aliarse para combatir juntos el terrorismo, pero sólo podrán ganar si defienden juntos un mundo más justo. La mejor política de seguridad a escala planetaria sigue siendo el prevalecer de la justicia sobre la fuerza, porque la justicia es el derecho reconocido, y el derecho es la razón aceptada.

Sami Naïr es eurodiputado socialista francés.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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