MARCHA SOBRE WASHINGTON
El Capitolio, la Casa Blanca y el Pentágono, tres grandes símbolos del poder. Un decorado neoclásico en el que aún resuenan las palabras de Martin Luther King
Tengo la ligera sensación de que en cuanto piso ámbito norteamericano algo flota en el aire que me recuerda a los parques temáticos de Orlando. Quizá es por cómo organizan a la clientela. En el aeropuerto, en un museo, en un ascensor. En cuanto hay más de cuatro personas eres tratado como si fueras a entrar en una atracción. Incluso en el mismo Barajas, nada más traspasar la demarcación de la compañía aérea americana, el estilo cambia por completo. Has de superar más mostradores, hacer más colas y someterte a preguntas que es imposible tomarse en serio. No sé, es como si en lugar de embarcar en un avión fueses a entrar en el mundo E.T. o el de Regreso al futuro. Y, por el contrario, los parlamentos que preceden a la subida en la Montaña Rusa o la Torre del Terror pueden crearte la pequeña angustia de quien emprende el viaje más crucial de su vida. Porque no cambian ni el método ni el gesto. Así que no es de extrañar que en mi primera visita a Washington haya tenido la impresión de estar en el parque dedicado a la Grecia clásica y la Roma imperial, quizá porque no comencé a visitar la ciudad por sus barrios, sino por los imponentes monumentos, museos y edificios oficiales, en que abunda el neoclasicismo, las grandes columnas, la sensación en suma de querer transmitir solidez, armonía y poderío. Sin embargo, en días de vacaciones, cuando no están ocupados y transitados por sus miles de funcionarios y la piedra permanece muda y aislada de la vida de carne y hueso, entonces parece un decorado, con algún momento estelar verdaderamente majestuoso como cuando la sombra del obelisco (de mármol y granito blancos) en memoria a Washington cae sobre las lisas aguas del estanque. Expresión intemporal de una humanidad que no tiene ni idea de hacia dónde va. Por supuesto, nada de esto hace pensar en lo que tantas veces he oído, que estoy en la ciudad más insegura de los EEUU. Hasta que desde el mirador del obelisco, casi suspendida en el vacío, diviso esa gran cuadrícula, dividida en Noroeste, Noreste, Sudoeste y Sudeste, cuyo centro es el Capitolio, donde se agita el descontento social de los que padecen el desempleo, con una población en su mayoría negra, cuyos derechos han estado sometidos a una larga conquista. Desde esta altura pienso en la emocionante marcha sobre Washington liderada por Martin Luther King, que con su sencillo 'Tengo un sueño' hizo temblar de esperanza a unos, y de miedo, a otros.
Así que, de pronto, Washington se va convirtiendo en una contradicción de presente sin resolver y de grandes símbolos, donde cobijar la imagen de su nación. Digamos que el presidente Washington tuvo la gran intuición de que las ideas, tan poco tangibles, necesitaban representaciones sólidas y magnas, por eso se imponía el diseño y la planificación, que encargó al francés Pierre L' Efant. Incluso los descriptivos nombres de los edificios contribuyen a crear la gran imagen. El Capitolio, que define lo majestuoso y elevado, para acoger a los representantes del pueblo y de paso la Biblioteca más grande del mundo. Unida al Capitolio por la avenida de Pennsylvania, aparece, como una tarta nupcial, la Casa Blanca. Una casa siempre es un hogar, y el blanco, el color de la paz y la inocencia, así que cuando el Presidente de los EEUU comparece en su puerta, lo hace envuelto en estos dos conceptos.
Diferente es esa otra construcción, al otro lado del oceánico río Potomac, llamada Pentágono. Un pentágono es un polígono de cinco lados, pero cuando ese polígono es de enormes dimensiones y se abraza a sí mismo en hermético hormigón para que dentro se hable de la guerra, de cómo defenderse y atacar, de misiles y demás, pasa a ser una palabra rotunda y dura. De hecho, cerca, provocando una extraña asociación de ideas, se encuentra el cementerio de Arlington, mucho más impresionante que el mencionado búnquer.
Parece que el haberlo visto en un sinfín de películas también lo convierte en decorado: 270.000 lápidas blancas sobre verdes praderas confluyendo hacia un inquietante horizonte. Lo paradójico es que son reales. Presidiéndolas, sobre una colina, la casa en que el general confederado Robert E. Lee vivió unos treinta años, pero que le fue confiscada por la Unión para hacer este cementerio, destinado en exclusiva a militares. En él, subiendo por unas escaleras de mármol, traído expresamente de Massachusetts, donde nació el Presidente Kannedy, se encuentra la sencilla tumba de éste y su mujer Jackie. En fin, siguiendo la estela del culto a sus héroes muertos, puede uno darse un paseo por el Mall y volver a impresionarse con el despropósito grabado en dos muros de piedra negra de los 58.000 soldados muertos en Vietnam, que a su vez dejaron un buen rastro de lo mismo. Un muro similar reproduce 2.400 rostros auténticos de combatientes de otra guerra famosa, la de Corea.
También los sucesivos presidentes de los EEUU tienen sus momentos, a cual más majestuoso. Desde templetes neoclásicos -a cuyos pies se despliegan enormes estanques- a parques enteros, obeliscos, estatuas, todo esto sin salir del Mall. Por fortuna -o, mejor dicho- además, en esta misma área también encontramos espléndidos museos, todos gratuitos, todos interesantes. Aunque si no se tuviese tiempo nada más que para visitar uno, habría que elegir The National Gallery of Art, que abarca grandes muestras de pintura desde el siglo XIII al XIX, encerradas en una de las mayores construcciones en mármol del mundo. Y unido a éste por una galería subterránea podemos pasar a un edificio contiguo, dedicado al siglo XX. Pero los aficionados al espacio nunca podríamos dejar de ver, tan sólo cruzando un parque, el módulo de mando del mítico Apolo XI y algunos de los trajes de Aldrin, Armstrong y Collins. Y aquí me quedo, entre la realidad y la Luna.
Clara Sánchez (Guadalajara, 1955) ganó el premio Alfaguara con la novela Últimas noticias del paraíso.
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