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Columna
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Apagón

El rayo de sol ha salido a la calle con el crepúsculo. Me refiero al rayo de luz noctámbulo, el que se pasea crepitando por el neón y titila en los anuncios luminosos. Atrae y no deslumbra, viste de todos los colores y engalana las calles, es artificial y frívolo, parlanchín y díscolo, promiscuo y vicioso. Promete muchas cosas con un solo destello.

Está dispuesto a alumbrar el sueño de los justos, toma formas y colores caprichosos para atraer a los renegados. Es como un campo de estrellas caídas, marca el plano de la cuidad con fulgores impertinentes, enseña el camino a los que regresan a la oscuridad. Los demás sólo deben seguir confiadamente la luz. Les conducirá suavemente a uno de los palacios eléctricos donde es la soberana. Les llevará de la mano incorpórea, entre los cuerpos tintados y los reflejos espejeantes, hasta el corazón del resplandor. El corazón del resplandor no es luz ni oscuridad: está más allá de toda definición. La propia luz se configura, se adueña de un cuerpo y se vuelve material, casi tangible, cuando se humaniza y es capaz de transfigurarse en un beso, en un volumen o un rostro. Niega sus propias facultades, se vuelve demonio, se transforma en luz negra, o se encierra en una urna de cristal. La caricia ha sido capturada, o mejor, el momento de la caricia. Pobre luz esclava. Pobre rayo de luz condenado por toda la eternidad a formar parte de un zoológico cromático. La luz que un día alumbró mis deseos está presa en el tiempo y en el espacio, no es sol ni luna, ni estrella o agujero. Es tan solo ilusión de permanencia, juego de espejismos, escenificación científica. Parece pedir socorro desde su celda. Por eso me vuelvo a la ciudad iluminada, a la luz que envuelve los edificios, me pierdo entre los neones zumbadores y me pregunto si es la luz mi esclava, o soy yo el esclavo de la luz.

De pronto todo se apaga. Es uno de esos famosos apagones del verano. Intento moverme en la oscuridad, tanteando las esquinas. Ningún cartel queda encendido, ni siquiera las farolas. Una de esas ciudades turísticas rebosantes de luz ha quedado inutilizada por completo. Ni un solo cajero automático funciona, así que no tengo dinero para coger un taxi. El aire acondicionado de los restaurantes se ha apagado. La gente, en la oscuridad, busca a ciegas en sus platos, hasta que alguien trae una vela. También los refrigeradores se han apagado, y si la cosa dura mucho dentro de poco empezará a oler.

Sigo caminando por las calles, y veo como la gente sale de los bares. Los sorprendidos noctámbulos miran hacia las ventanas, y ríen. Las estrellas se ven más que nunca en el cielo, y ése es el único consuelo para los vecinos que también miran por sus ventanas. De lo lejos, en la oscuridad, llega el inconfundible sonido de un cristal roto. Tal vez, amparándose en las tinieblas, alguien haya decidido reventar una tienda. Por si acaso, me alejo de allí y sigo andando. Tomo un recorrido que no he hecho nunca. Arropado por las sombras, mi silueta cruza la calle. También se han apagado los semáforos. Ha debido de ser un fallo general en la instalación. Yo que sé. El caso es que este semáforo no funciona. Tal vez esté roto.

Los coches pasan veloces, y son los únicos seres luminosos que quedan en la ciudad. Recuerdo mi éxtasis de polilla cuando volvía alumbrado por los escaparates. Ahora los maniquíes están cada vez más solos, son figuras fantasmales tras los cristales. Todos hemos perdido el rastro de la luz. Y lo peor es que la gente no puede ver televisión. Así que hay muchos espectadores en las ventanas que se miran unos a otros, mudos, preguntándose cuál es el secreto del paisaje sombrío de su propia calle, en cuyo embaldosado rebotan los pasos de los que huyen sin saber a dónde. No estamos seguros de la magnitud del apagón, pero tenemos la esperanza de que no sobrepase el barrio. Las tinieblas tendrán que conformarse con un sector de la ciudad, pudiendo engullirlo todo con su miseria.

El caso es que la calle huele a oscuridad. En los frigoríficos se está produciendo el lógico deterioro de la putrefacción. Algunos bares han terminado por cerrar y la gente sale apurando la última copa. Todos caminamos con la complicidad que el apagón teje en nuestros recorridos alocados, sabiéndonos esclavos. Esclavos de la luz.

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